miércoles, 18 de agosto de 2010

Su Obsesión por Ella

(Yvonne Rojas Cáceres)


Él, sentado en la cornisa del quinto piso de aquella vieja estructura de cemento, la espalda encorvada y la mirada en las baldosas mojadas de la acera; sus manos apoyadas en los costados de sus caderas casi tocando el límite de sus raídos pantalones, su cabellera oscura y mojada cayendo desordenada sobre su frente y sus mejillas pálidas cubriendo sus ojos afiebrados y cansados. ¿En qué estaba pensando? Tal vez en ella, la dulce.

Su mente juega con ese recuerdo imaginado de aquellos días radiantes y trágicos, cuando se divertía retozando con las amarillas manos de ella, rozando con su lengua las uniones de sus dedos y ella reía con esa risa de corneta desafinada que culmina en un torpe gorgoje.

El sonido de la lluvia que se iba de a poquito, le recuerda la risa de ella, cuando discutía con su espíritu y le decía que jamás lo dejaría en paz. Y era cierto. Él se pregunta ¿Conocerla había sido su mejor tragedia? ¿Esa mágica y siniestra conexión nunca se rompería? ¿Sufriría siempre por su ausencia? ¿Qué ausencia?

Le fastidiaba que ella pensara siquiera si algún día él moriría. Le fastidiaba ese morboso delirio de suicidio que ella tenía cada vez que se deprimía él. Como una droga alucinante, ella se ocultaba en los pliegues de su espíritu. Le robaba lentamente sus momentos, sus memorias, sus pasados y sus presencias también.

Cuántas veces se había confrontado con ese rival cadavérico y terrible, “imagínate que siempre me tiene a mí para ella sola”, escuchaba su voz de eco. “Se deleita con poseerme, me llama y me manipula, me controla y me arrastra, me atrae”. “Cuánto de mi propia vida puede enfrentarla”, se pregunta él, cuando es ella quien gobierna su pensamiento. Jamás logró materializar en palabras aquello que decía y no decía a la vez.

Por sus labios secos, delgados y agrietados se podía dibujar, de rato en rato, un suspiro mudo que detenía por segundos su agitada respiración. Las gotas de lluvia resbalaban por su larga y sucia gabardina de plástico. Era de madrugada, cuando la luz es suficiente para poder mirar las siluetas de los tejados con algún color pálido, pero insuficiente para distinguir las sombras en las paredes blancas de las casas. Ese momento del alba cuando no existe claridad porque el sol aún pelea con la oscuridad de la noche por gobernar la tierra de esta ciudad en ruinas.

Ella le enseñó la melancolía y lo que un ser depresivo puede no ser. Le enseñó el sublime olor de la miseria y el vacío del alma. Había succionado el ya poco entusiasmo de sus dieciocho, sumergiéndolo en una penumbra de miedos, horrores y angustia.

Por algún momento, él pensó que podría deshacerse de su closet, del matiz blanco en la cara que resalta su palidez mortuoria, del esmalte negro de sus uñas masticadas, pero su presencia, como ella misma, era inminente. Ella era más que carne y huesos secos, se manifestaba en la mente. Se había apoderado poco a poco de sus sueños y sus pensamientos, y ahora todo su interior estaba tatuado de ella, con ese ébano que carcome las venas y tiñe la sangre del cerebro.

Las campanas de la vieja catedral comenzaron a retumbar en el aire de la mañana, eran las cinco. Las palomas escondidas en los tejados volaron con el sonido de la primera campanada, dibujando círculos en la tenue neblina del cielo gris, haciendo ese ruido de plumas mojadas agitándose en el aire.

Él levantó la cabeza. Las pocas gotas de lluvia confundidas con un rocío olor a tierra húmeda golpearon sus pómulos sin color. Las lágrimas se lavaron poco a poco hasta caer en ritual de sacrificio, unas sobre sus rodillas, otras hasta el fondo azulado de la acera desierta.

“Hoy no es el día, me acobarda manchar las baldosas”, se dijo.

Apoyó sus manos en el cemento sucio de la cornisa, se dispuso a levantarse, elevó la rodilla para empujar su cuerpo y erguirse, cuando un mareo se apoderó de su escuálida estructura; el vértigo lo hizo inclinarse hacia delante, al punto en que casi pudo imaginar el golpe allí abajo. Alargó sus brazos y se sujetó de la cornisa, haciendo equilibrio para evitar la caída hacia adelante.

Lo único que veía entre el surmenaje y el destello de los primeros rayos astrales era la acera llena de hojas secas, que comenzaron a formar un remolino. Todo giraba en el mismo ritmo desafiante, magnético, frenético.

Luego fue una ilusión. Todo empezó a ser succionado por el ojo del remolino. Entre las grietas del piso, se dibujó el rostro de ella, con esas largas pestañas revueltas, los ojos como dos abismos negros y luminosos a la vez, la boca emitiendo alaridos descontrolados que parecían insultarle y suplicarle a la vez, una media sonrisa casi macabra de la boca pintada exageradamente y las manos (esas manos de diantre con las uñas largas y filudas). Casi un monstruo por el que se tiene una malvada atracción, un monstruo bello y horripilante que invade su interior al punto de la locura.

Se sujetó de la cornisa como aferrándose al poco rastro de vida y de aliento, gritando para sus adentros su miedo a ella, su terror y horror a convivir en una eternidad de dolor que, como agujas de ninfetamina, se clavan directo a las venas del cuello, que envenenan con un delirio de esquizofrenia y de sosiego a la vez. La cornisa de cemento de aquel viejo edificio era su única y fría noción de que aún la maldición de ella no lo había alcanzado del todo, que aún pertenecía a este mundo miserable, a esta vida conflictiva y desgraciada.

Prefería mil veces aferrarse a esta cornisa de desgracia, que volar a los brazos sangrantes de ella, la que hacía su nido de amor y de penumbra en el más allá, donde decía que lo esperaba, que lo iba a compartir, de donde salía hacia los sueños de él para arrebatarle el poco estímulo de respirar que aún guardaba por su instinto de supervivencia, propio de los vivos. Recordó su voz irónica diciéndole: “imagínate que siempre me tiene a mí para ella sola y como ahora estás tú aquí, debe compartirme contigo”.

Las piernas cayeron, tambaleándose en el aire a cinco pisos de su próximo destino. Los dedos apretados y enrojecidos por la presión, sostenían su frágil humanidad como garras de un halcón que, poco a poco, está perdiendo el don de volar, casi destruyendo el pedazo de cemento que aún lo conectaba con la realidad.

Con fuerza sobrehumana, logró elevar su cuerpo hacia la pared y, raspando el mentón en el áspero concreto, alargó el brazo y, en un desesperado salto, logró reclinarse y subir nuevamente a la cornisa, sintiendo que aquel remolino le atraía como un imán hacia ella. Cuando saltó al otro lado del desfiladero, hacia las tejas agrietadas, se le nubló la vista y, por unos segundos que parecían una eternidad, tuvo una visión. Se imaginó vivo.

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