martes, 26 de julio de 2011

Ámbarcielo

(G. Munckel Alfaro)


Desde mi mesa, podía verla de perfil contra la ventana. Su cabello casi flotaba en el aire, brillando en desordenadas hebras cobrizas. No podía determinar el color exacto de su cabello, el nudismo de la luz al atardecer se había instalado en ella, brindándole una piel de oro y una cabellera de cobre. La imagen de ella, sólo movida por el viento pasajero, era la más perfecta metáfora de mi primera nostalgia.

Mientras comenzaba a recordar, la imagen de ella ante la ventana, casi fundiéndose con los irrepetibles colores del ocaso moribundo, se hizo difusa, convirtiéndose en borrosas manchas que aún conservaban los cálidos matices de la escena. Esos colores, todos los posibles destellos del cobre, pronto se transformaron en un largo prado dorado, brillando a la luz del ocaso, mientras tres niños corrían hacia el atardecer. Me reconocí entre ellos, deteniéndome de golpe y mirando el paisaje ambarino en el que el brillo del sol se instalaba en las cabelleras de los otros niños, que no habían dejado de correr y parecían casi dejarse llevar por el viento.

Ciertamente, la mujer de la ventana no estaba vinculada a mi infancia ni, mucho menos, a mis hermanos. Era, simplemente, una desconocida que, sin pretenderlo, se convirtió en una hermosa imagen que jamás olvidaría. Pero algo en mí vinculaba esas dos imágenes, separadas por tantos años; algo en los colores y en el viento las entrelazaba y las unía. En mi rostro se dibujó una melancólica sonrisa.


Ya no me importaba que la ventana hubiese quedado desprovista de aquella ambarina mujer, tampoco me importaba que, sin haberlo percibido, hubiese resbalado a través de las horas hasta quedar instalado en la noche, sin siquiera haber abandonado mi lugar. Un mesero se acercó a encender la vela que se erguía en medio de mi mesa y aproveché la ocasión para ordenar un whiskey.

No podía olvidar el perfil de la mujer, los colores del cielo que, durante esa efímera tarde, fueron suyos también. La luz de la solitaria vela inundaba el contenido de mi vaso, casi intacto, llenándolo de los colores de mi nostalgia, recordándome, una vez más, aquel prado de mi niñez, aquella mujer de la ventana.

Mi mente se dejaba llevar por el hilo de humo que brotaba del cenicero. Mi vista se perdía tratando de descifrar los imposibles filigranas que flotaban sobre mi cabeza. Mi vaso estaba vacío y, probablemente, la medianoche se había quedado atrás hacia ya varias horas. Eventualmente, tendría que dormir.


Me desperté antes del amanecer y, aún en la cama, encendí un cigarrillo con la intención de reencontrar el sueño; pero no tenía caso, estaba demasiado despierto. Decidí levantarme y caminar hasta el bar, esperando tontamente observar un amanecer al oeste a través de su ventana.

Era muy temprano. Las sillas aún dormían sobre las mesas y no había nadie en la barra, así que me acerqué a la última mesa frente a la ventana, levanté una silla y me dediqué a esperar.

Cuando desperté, descubrí mi cigarrillo convertido en un largo gusano de ceniza que se extendía a lo largo del cenicero que había improvisado antes de dormirme en la mesa. Todavía era temprano, pero noté a un par de meseros que conversaban apoyados en la barra. Caminé hacia ellos y ordené un café. Al volver a mi mesa, sentí el aire fresco que entraba por la ventaba acariciando mi rostro, me senté y cerré los ojos por un momento. La mujer de la ventana se dibujó en mi mente y, una vez más, una sonrisa melancólica se dibujó en mi rostro.

Sin abrir los ojos, escuché al mesero acercarse y lo sentí vacilar antes de dejar la taza de café sobre la mesa. Le di las gracias y abrí los ojos. Sobresaltado, pude ver a la mujer de la ventana entrando al bar. Llevaba un vestido de lino blanco que se mecía suavemente al ritmo de sus pasos. Era la primera vez que la veía de frente.

Vi cómo apoyaba su mano derecha sobre el cristal de la ventana mientras dirigía su vista hacia el paisaje. Casi podía sentir el mar al observarla de perfil, clavando su mirada de una manera tan profunda que parecía hundirse en su interior, alejándose completamente de las olas que se agitaban tímidamente en el exterior.

Quise levantarme y acercarme a ella, halagar la vista o su vestido, con la esperanza de que ella guiase mis palabras hacía una conversación más profunda; pero tardé menos en volver a sentarme que en pensar en hablarle. Sentía que, si dejaba de contemplarla en silencio, si hacía que apartara su mirada del mar, ella se desvanecería.

Mientras miraba a la mujer de la ventana y, a pesar de hallar cierto placer en llamarla de ese modo, decidí otorgarle un nombre. La veía y la recordaba al mismo tiempo, mezclando los colores que la envolvían en ambas visiones. Pronto, mi mente se convirtió en un campo de batalla entre los colores que la definían, tratando de determinar el nombre con el que siempre la recordaría. Finalmente, la primera imagen que tuve de ella, al igual que mi primera nostalgia, prevaleció. Los colores de aquella tarde, que ahora sentía tan lejana, se convertirían en la razón de su nombre más secreto. Desde ese momento, la llamé Ámbar.


Todos los días, me instalaba en la mesa del fondo, cerca de la ventana, esperando su llegada, muchas veces en vano. Con el tiempo, comprendí que su aparición estaba ligada a mi sonrisa. Su llegada era casi una caricia fresca, como si naciera del mar que se agitaba del otro lado de la ventana.

Las tardes en que no aparecía, dejaba que las olas se llevaran mi mirada hacia el horizonte, esa inalcanzable franja en que se diluye el sol antes de ser absorbido por el mar, siempre sediento de cielo. Perdía la esperanza junto a ese sol que se hundía con mi mirada.

Mi estadía en el hotel giraba en torno a ella. Pasaba las horas observándola o recordándola, siempre en silencio. Temía perderme una de sus apariciones. Tuvieron que pasar varios días cargados de su ausencia antes de animarme a salir del hotel y pasear por la playa. Las noches eran cálidas y me alentaban a caminar por la orilla del mar, buscando sosiego en el sonido de las olas. Con el tiempo, comencé a llenar las ausencias de Ámbar con largas caminatas por la playa.


Una noche —quizás la menos cálida, pero sin ser fría— creí verla desde la ventana. Una mujer vestida de blanco contemplaba el mar, permitiendo que le acariciara los pies. Podía ver su cabello danzando libre en el aire de esa noche, la única noche en que la vi.

La imaginaba un ser de luz. Sólo la había visto aparecer bajo la luz blanca y pura de la mañana, o minutos antes de que la nostálgica luz del atardecer inundara el bar del hotel. Pero ahora la veía de noche, la veía con tal claridad que sólo pude atribuir esta nueva visión a la luna llena, de la que brotaba el cielo.

Procurando disimular mi apuro, abandoné el bar y me dirigí hacia la playa, hundiendo mis pies en la arena que la inmensa luna teñía de azul. Corrí hacia el mar, hacia ella. La imaginaba inmóvil y con la mirada perdida en el horizonte invisible.

Disminuí la velocidad de mi carrera a medida que me acercaba a ella, comprendiendo lentamente que, en todos los días que pasé contemplándola o recordándola, nunca supe qué decirle. Y tampoco lo sabía ahora.

Me detuve a unos pasos de ella y, una vez más, la contemplé en silencio. Pensé en dar media vuelta y ya casi podía verme caminar cabizbajo de vuelta al hotel, subir hasta el bar, acercarme a la ventana, apoyar mi mano derecha en el cristal y perder mi mirada en la perfecta fusión entre noche, mar y Ámbar. Pero sacudí la cabeza, deshaciéndome de esa idea, respiré hondo y avancé hacia ella. Al caminar, sentía que los pocos pasos que nos separaban se convertían en horas de camino hacia una distancia incierta.

Llegué hasta la orilla del mar y sentí la espuma azulada acariciándome tímidamente los pies. Dejé que mis ojos navegaran hacia el horizonte invisible, donde supuse que encontraría la mirada perdida de Ámbar, que permanecía de pie a mi lado.

Lentamente, comencé a girar la cabeza hacia la izquierda. Por fin me encontraba realmente junto a ella. La emoción de verla a mi lado se acumulaba en mi pecho, creciendo a cada instante como un suspiro contenido por décadas. Casi podía sentir su respiración marcando el ritmo del vaivén de las olas.

Se había ido. Desconcertado, miré en todas las direcciones posibles, buscando encontrar el color de su vestido adentrándose en la noche, buscando las huellas de sus pies en la arena; tratando de escuchar el sonido de las olas chocando contra su cuerpo; tratando de recordar el sonido de sus posibles pasos alejándose. Nada. Se había ido.


Con absoluto desgano, mi mano extrajo la cigarrera y el encendedor del bolsillo de mi pantalón. Me llevé un cigarrillo a la boca, lo encendí con torpeza y fumé perdiendo la mirada en el mar.

Tras unos minutos, el humo del cigarrillo se apoderó de mis ojos, obligándome a cerrarlos y restregarlos con mi mano libre. Al abrirlos, noté una pálida figura brillando en medio de las olas, no muy lejos de donde me encontraba. Incrédulo, me adentré unos pasos en el mar, para comprender que veía la espalda desnuda de Ámbar y su cabellera flotando a la luz de la luna. La vi girar la cabeza y mirarme. Una imperceptible sonrisa se dibujó en su rostro antes de sumergirse en el mar.


Di media vuelta y comencé a caminar cabizbajo de vuelta al hotel, subí hasta el bar, me acerqué a la ventana, apoyé mi mano derecha en el cristal y miré hacia el mar. Me llevé un cigarrillo a la boca, olvidando completamente encenderlo. Por última vez, le permití a mis ojos perderse en lo que alguna vez fue la perfecta fusión entre noche, mar y Ámbar.

En completo silencio, el cigarrillo apagado resbaló de mis labios y tocó el suelo. De golpe, lo comprendí.

—¿Se encuentra bien? —preguntó un mesero que había estado observándome.

—¿Qué? Sí, sí. No es nada.

—¿Está seguro? ¿Le sucede algo?

—No es nada­ —repetí—. Es la brisa.