miércoles, 10 de noviembre de 2010

Jamás Revelada

(Yvonne Rojas Cáceres)


Tengo recuerdos me dice mientras hojea ese álbum de fotografías antiguas, detenido en su regazo, balanceando la silla mecedora que la sostiene, al compás del péndulo de aquel enorme reloj en esa casa tan vieja como sus pupilas–. Pero mis recuerdos no son míos continua–, porque, en realidad, siento que nada de lo que recuerdo haya sido vivido por mí, es como si algo los hubiera puesto en mi mente a la fuerza, esa no es mi vida. Siento que yo era feliz, doctor, y cuando recuerdo, sólo siento angustia, pena, una pena infinita.

Pero no es posible porque, si son esos sucesos los que están en su memoria, es porque los ha vivido usted, entonces me atrevo a preguntarle ¿cómo es posible que usted no los sienta suyos? ¿O es que no se ve en ellos? ¿Ve a alguien más? ¿Alguien que no es usted?

Sí y no me responde, señalando con su dedo una fotografía gastadafíjese. ¿Ve a esta muchacha? Mi abuela me dice, “ésta eres tú, junto a tu madre, cuando tenías doce años; estabas con la boina que ella te compró justo antes de irse de viaje, ella te quería mucho, tanto que podría dar la vida por ti”.

Y mientras me habla de esos recuerdos que no son suyos, las fotografías del álbum parecen contarme otra historia. Una mujer relativamente joven sosteniendo a un bebé, sin dejar de mirarlo, haciendo que sus brazos formen una cueva cálida con su pecho vivo como pared de fondo.

Una niña abstraída en el rostro de su madre, las dos juntas, entrelazadas, inseparables, iguales, posando para la eternidad. Frente a un lago, al pie de una escalera, mirando el horizonte; siempre tomadas de la mano, capturadas por un lente frío que logró proyectar su complicidad en cada detalle de sus poses y sus caras allí, en esas fotos, inmóviles pero vivas.

Y yo recuerdo a una mujer despidiéndose en el andén de una estación, el sonido de la locomotora que me vuelve loca replica sujetándose la cabeza con las dos manos–. Pero no se despide de mí; se despide de alguien más, alguien que está muy triste, que de alguna forma presiente eso que va a suceder. La mujer, la mujer sí se me hace familiar; pero yo no soy esa niña.

En los ojos de esa mujer, en cada fotografía, se percibe la angustia de una lenta espera, como si se sintiera incapaz de algo ante aquel pedazo de sí misma que la acompaña. Observo con más detalle la fotografía que ella me señala. Una mujer y una niña, de doce años aproximadamente, con una boina en la cabeza. Los ojos de ambas contienen unas pupilas viejas como la fotografía que las capturó. Están mirando al mismo punto en un horizonte y, a la vez, me observan; pero la imagen de la mujer parece traslúcida: un azul opaco delinea el contorno de su cara. Al fondo, las rieles del tren y, más allá, un horizonte nublado, como amenazante.

¿Y qué sucede que va a suceder? ¿Usted lo sabe? le pregunto.

Sí, pero no puedo decirle a la niña, a la niña de la fotografía, no puedo decirle porque no me escucha responde, desesperándose.

Pero esa niña es usted. Mire, es usted le digo.

No doctor, no soy yo –replica ella–. Esa niña está triste, esa niña sufre porque no verá más a su madre. Yo no recuerdo a mi madre doctor, no la recuerdo.

Trato de calmarla mientras sujeto su brazo para acercarla nuevamente a la realidad.

Es lógico, tuvo un trauma después del accidente de sus padres, es lógico que algunos hechos se hayan borrado por el dolor, por el impacto. Por eso tratamos de ayudarle para que pueda recordar y continuar con su vida sin atormentase.

Usted no me entiende doctor me dice con los ojos estallando lágrimas–. Yo no sé qué me pasó, pero alguien borró mis recuerdos, mi vida, y me puso esta memoria en la cabeza. Verá, yo no siento pena ni dolor por la muerte de esa pareja, no eran mi familia; yo ya no sé quién soy, pero no soy esta niña, no sé qué hago aquí. Además, no estoy atormentada me replica, con una mueca burlona. Se levanta de la silla, casi evitándome.

Lo único que me atormenta es que yo pude ver el accidente, sabía que eso iba a pasar; pero no pude decirle a la niña, no pude evitar que sus padres subieran al tren porque gritaba y les suplicaba que no se despidieran. Pero no me escuchaban. Además, hay un nombre, doctor, hay un nombre que se repite como un eco en mi cabeza: Helena. Eso es todo.

Por supuesto su madre se llamaba Helena, es lógico le digo. Me mira intrigada.

¿Mi madre? ¿La mujer que murió?

Su madre, hace cinco años atrás, en el accidente. Justo después de haberse tomado esta fotografía.

Y esta fotografía ¿dónde estaba? me pregunta.

Usted la sujetaba en sus manos cuando llegó aquí, a la casa de su abuela. No quiso soltarla durante mucho tiempo. Fue usted quien la puso en este álbum le recuerdo–. La amnesia es producto de su trauma.

Ella camina hacia la ventana, sin escucharme. Mira el infinito por unos minutos donde el silencio se traba y sólo se escucha el viejo reloj.

Entiendo que ya no es posible avanzar en la terapia y levanto con desgano mi maletín mientras miro de reojo la fotografía en el álbum, que ha quedado abandonado en la silla mecedora. Ella no se inmuta por mis movimientos, sigue mirando a la nada fuera de la ventana. “Está tan perturbada”, pienso mientras camino hacia la puerta.

Bueno, señorita, mañana continuaremos. Descanse un poco. Avisaré a su abuela para que pueda entrar le digo, contagiado de una angustia feroz que invade toda la habitación. Ella no se despide.

De regreso a mi consultorio, encuentro un sobre en el escritorio: son las últimas pruebas de mi indagación que el instinto me llevó a realizar. Tardaron mucho, pero la tecnología de ahora hace posible estas maravillas. Pudieron salvar los negativos de una vieja cámara fotográfica, semi destruida en el accidente, muy cerca del cuerpo de Helena, la madre de mi paciente. Abro el sobre con cuidado y miro los negativos borrosos de las fotografías tomadas.

Para mi sorpresa, encuentro la imagen, esa misma imagen, jamás revelada, de una niña de doce años con una boina en la cabeza. Los ojos contienen unas pupilas viejas como el celuloide que las capturó. La imagen de Helena ya no está; en su lugar, un halo rodea a la figura de la muchacha y se extiende en su costado izquierdo, dibujando una silueta que parece sostenerla.

Las palabras me retumban en la cabeza “te quería tanto como para dar la vida por ti, o tomar tu lugar, o capturarla para la muerte si presintiera un futuro de sufrimiento”.