martes, 5 de abril de 2011

Un Día para el Olvido

(Sarahi Cardona)


Don Burela llegó e impregnó el ambiente con su olor a cigarro, café y uno que otro trago. En la pampa, el viento era gélido; todo el pueblo estaba consternado con las circunstancias. Todos parecían estar listos para salir de sus casas en un santiamén, todos se conocían porque vivían rodeando la plaza y no había nada más allá. Don Burela vio llegar a don Arnulfo, él parecía saber más de la novedad, total, la gente que como él, con tantos fiados pendientes y sin esperanza de conseguir trabajo aunque haya hecho un año de universidad en la gran ciudad. Se saludan, y empiezan una tertulia tranquila que se va tornando en tensa a medida que hablan del asunto que tiene conmovido al pueblo.


Don Bulera y don Arnulfo se sientan en un banco mientras don Ricardo y Ricardito llegan al mismo tiempo hablando a la vez, informándoles que “Esa”, como ahora llaman a la que otra fue “ella” quiere volver, —parece que el viento la traerá— comentan, su condición de machos hacía que la aborrezcan por haber dejado tanto llanto y amargura. En el pueblo, todos estaban acostumbrados a dar consejos, pero sabían que no era la ocasión de emitir opiniones. Padre e hijo buscaron lugar en otro banco, justo al frente de sus vecinos.


Don Burela, por su condición de ciudadano ilustre, consideraba que le correspondía guiar a los demás, le pidió a Ricardito acercarse, por ser el más joven, para que ayude al viejo Esteban a llegar hasta el centro de la plaza, donde estaban ubicados. El viejo se quejaba que, de no haber sido tan grande la desgracia, no hubiera salido, pues el reumatismo y los calambres lo estaban atormentando. Don Burela aprovechó para quejarse del clima, si no era el viento, era la lluvia. En cambio Ricardito llevaba el tema hacia su preocupación por el progreso del pueblo. Pero se callaron una vez que la volvieron a mencionar.


Don Ricardo se acercó a don Burela. Cuando se juntaban, perdían la noción del tiempo, se conocían de toda la vida, ellos más que nadie habían hablado de las primeras desgracias, por eso don Ricardo creyó necesario expresar a su confidente que lo entendía, que lo apoyaba. Que él debía ser el fuerte, que siempre lo había admirado, le dijo que toda la vida había estado orgulloso de que un hombre tan decidido sea amigo de él, un campesino ya viejo. Don Burela estaba agradecido, lo estimaba, por eso mismo se sentía frustrado al no poder resolver la situación de una vez.


El Dr. Ernesto llegó llamando a don Burela y el viejo se les acopló. El primero por ser alcalde, el segundo por el respeto del que gozaba y el tercero por toda la experiencia, trataron en vano de dar opciones para resolver el problema. La desesperanza se notaba en lo quedó de sus voces.


Doña Arminda se presentó. Dejó a todos en el más absoluto silencio, la miraron expectantes. Ella, una beata, con lágrimas en los ojos, empezó una oración pidiendo de una vez la calma para el pueblo.


El viejo Esteban, tal vez por sus achaques, fue el primero en resignarse, Ricardito lo siguió y don Burela empezó la retirada. No había más remedio, ese año la fiesta del pueblo no tendría banda: al músico se le había ido la mujer el año anterior y volvió arrepentida, pero su intento de reconquista dejó al músico sumido en el dolor y, por tanto, no tocaría en la fiesta. Todos los habitantes que se habían dado cita en la plaza, se retiraron a la vez. Fastidiados por habérseles frustrado la única fecha del año en la que todo era celebración. La reunión acabó con un carajazo del viejo Esteban.