miércoles, 23 de febrero de 2011

Leteo

(G. Munckel Alfaro)


La noche pasada lo había marcado de por vida. Sin hallar una mejor manera de sosegarse, se refugió en el primer bar que halló a lo largo de su paseo por la ciudad. No conocía la zona, pero se hallaba demasiado ensimismado como para comprender que se había perdido.

Pasaron un par de horas y varios vasos de lo peor que había bebido en su vida, cuando, de golpe, miró a su alrededor y percibió que no sabía dónde se hallaba, ni mucho menos cómo había llegado a dar con el infame lugar que ahora lo rodeaba. Volvió los ojos hacía el borroso vaso que aprisionaban sus manos, lo miró y, al llevárselo a la boca, cerró los ojos con la fuerza necesaria para ayudar a que la breve oleada de asco pasara con mayor facilidad. Para cuando el vaso golpeó la mesa, comprendió la ironía que las horas pasadas en el bar habían reservado para esa noche: no sabía dónde se había refugiado ni cómo había llegado a dar con ese inmundo bodegón, no recordaba los nombres de las calles por las que había caminado sin rumbo, ni siquiera sabía qué clase de brebaje había bebido en las pasadas horas; pero, eso sí, cada uno de los vasos que se había acercado a la boca esa noche llevaban el nombre de ella, lo único que deseaba no saber.

Aquella ironía le arrancó una áspera carcajada, que apenas pudo callar al perderse en lo más profundo de su nuevo vaso. Desde que ingresó a ese sucio bodegón de mala vida, los vasos nunca dejaron de llegar, llenos de ese horrible líquido que fluía hacia él como las aguas de aquel fabuloso río del olvido; pero el brebaje que inundaba su vaso sólo encerraba la esperanza de ese olvido que, al parecer, aun dormía en el fondo de la damajuana escondida bajo una gruesa capa de polvo.

Fuera de ella, lo único en lo que podía pensar era en la incapacidad humana de olvidar sólo pedazos de la vida, de eliminar de su memoria a personas o recuerdos específicos, sin los cuales quizás se podría vivir en paz. Ella y la imposibilidad de olvidarla se negaban a abandonar su imaginación. Cada hora que pasaba, le clavaba agudos segundos en la memoria, segundos que susurraban el nombre de ella. En cada vaso, buscaba deshacerse para siempre de su recuerdo.

Las horas pasaron y, ya rendido, perdido y con la visión borrosa, dejó que su alrededor se nublara poco a poco para dar paso a las imágenes que se apresuraban en invadirlo. La recordó.

La primera vez que la vio, hace varios años, caminaba sin rumbo por una calle concurrida —al igual que en muchos de sus paseos por la ciudad. Por casualidad, se paró para ver la hora en su reloj de pulsera y asegurarse de que aún eran las seis. Pero al elevar la mirada, quedó pasmado. La bella figura que apareció en la esquina no le dejó más opción que darle alcance: el segundo en que alcanzó a verla le pareció efímero en exceso.

Caminó más rápido, procurando no correr; pero la figura no dejaba de alejarse. Y, luego de un par de cuadras de ilógica persecución, logró alcanzarla, pasarla y apoyarse en el muro de un edificio, separado de ella por algunos pasos.

La vio acercarse poco a poco, su corazón se afligía buscando las palabras adecuadas con las cuales podría aproximarse a ella; pero no las halló. Se quedó en silencio y, sin esperanzas, la vio pasar; pero ella giró la cabeza y, por unos breves segundos, se miraron.

Ese breve pasaje de su vida se hacía borroso y, luego de una pausa de alcohólica neblina, el bar reapareció. Ese había sido el inicio de la serie de recuerdos que no lo dejaban descansar. Ya no le quedaban fuerzas para esperar a que su memoria lo hiriese con más visiones de ese borroso pasado. Apuró el sorbo que quedaba en el fondo de su vaso y salió.

Siempre lo supo. Ella lo empujaría hacía esa oscura necesidad, hacía ese deseo de borrarla de su memoria. En el brillo de sus ojos resplandecía el anhelo del olvido, ese deseo que lo llevaría a perder la razón. Pero desde esa noche nada sería lo mismo. Había decido sacarla de su vida para siempre, olvidando, uno por uno, los signos que componían su nombre.