sábado, 7 de mayo de 2011

Redención

(Paola Rodríguez Angulo)


Cayeron las palabras, grandes y huecas en la bóveda de mi cabeza, en ese momento tan vacía, que causaron un estruendoso eco.

No supe que sentir, por un lado estaba la traicionada: fiera e impulsiva compañera lista para clavar las uñas en los ojos del traidor.

Por el otro estaba la mártir: esa llorona y quejona que sólo piensa en su desgracia mientras se auto compadece por lo injusto de su vida.

Además, estaba esta otra, misteriosa y cautivante, que sale de una profunda sombra… no sabía a cual seguir.

Quise cortarme lo suficiente para caber en tu molde y aún, tras años de mutilaciones, nunca estuve a la altura de tus expectativas.

Ahogada en la constante desesperación cambié mi imagen, mis frases, mis ideas: vendí mi cerebro para comprarte y luego pasó lo inevitable.

Busqué como una mártir mi cruz, necesitaba cargar con la culpa de mis actos, compartirla contigo, pues sabía que serías el mejor verdugo y te revelé mis pecados.

Como lo esperaba, te encargaste de atormentarme, lanzando tu furia sobre mí, no me diste tregua, eras un profesional. Tus cambios repentinos, venían en los momentos más radiantes como un trágico recordatorio de lo efímero de la felicidad: esos momentos, cuando tus ojos acusadores, llenos de rabia y tu boca tensa escupían palabras de hierro candente, marcando en mi frente la letra escarlata.

Y viví cada día de culpa, como si tu trato fuese la única válvula para expiar mis errores. Hasta hoy.

Siempre supe que considerabas menos grave la traición de un hombre que la de una mujer. Ahora, veinte años después y aún a tu lado tengo mi conclusión: la traición sabe igual para hombres y mujeres. Aunque esta vez la tuya me sabe a redención.