lunes, 10 de diciembre de 2012

El Gato


(G. Munckel Alfaro)

Le dicen así porque le gusta jugar. Primero lo ficha al tipo y se queda rondando cerquita de su casa, le hace bromas y lo jode un poquito nomás. Aunque a veces se pasa, a veces de verdad le lastima al tipo cuando hace sus bromas. Es que él no es como nosotros pues. Para nosotros es bien serio que le corte los frenos a su auto del tipo; pero para él no, chiste nomás es, parte de su juego dice. Lo podría matar así; pero es pues un as. Tan bien lo hace, que el tipo no se muere, sólo se pega el susto más jodido de su vida, se caga de miedo; pero sale sanito, o más o menos sano. Cosas como esa sabe hacer y hasta más jodidas. Y así lo puede tener al tipo durante días y hasta meses. Es pues así, le gusta jugar con los tipos como si fueran ratones. Después nomás los mata y se va caminando y relamiéndose sus bigotes, pensando pensando con quién puede jugar más tardecito.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Pucho


(Yvonne Rojas Cáceres)

Antes de salir disparado, sujetando por el cuello a la chaqueta que se resistía encaramada en esa silla, había discutido con el manojo de llaves que jugaba a las escondidas debajo de cualquier libro, indiferente frente a su apuro, a su desesperación. También había triturado furiosamente  el aluminio vacio, solitario, delator, mientras escribía la primera línea del poema derramando café sobre la letra del horror. Se habían terminado.

El montón de basura le hizo la última treta, sujetándole el zapato y provocándole una caída estrepitosa contra el pavimento de la calle desierta. Se sacudió más que colérico de toda la consternación del vicio y sus desechos. La chaqueta reclamó enganchándose a la verja, el manojo de llaves gritó  al fondo del bolsillo de su pantalón. Pero nada de eso lo detuvo. Corrió calle arriba, rogando que la lucecita del letrero estuviera fulgurando aún.

Con el aliento cortado por la prisa que prorrumpió en un suspiro de alivio, se asomó a la contraventana de la cantina, vigilada por la proveedora y su cajita milagrosa. De allí escapaban alaridos de goce y una mala sintonía con olor a ron. Se detuvo y calló, pues la vendedora ya había estirado la mano a su esperanza, con la cajetilla de sus rojos favoritos. De vuelta a casa, bajando la pendiente, se le podía ver envuelto en la humareda. Agradecido, dibujaba circulitos incandescentes que alimentaba con su absorta aspiración.