martes, 13 de diciembre de 2011

Giros del Tiempo

(Yvonne Rojas Cáceres)


Ya había caído tres veces estrepitosamente sobre sus rodillas, antes de atravesar el portón de esa vetusta estructura derruida; la luz brillante como una maldita ilusión, que se esparcía por el sendero del bosque, al otro lado, había confundido su sentido de orientación más de una vez.

Pensaba que si corría podía dejar el pasado atrás, perderlo de vista y continuar su presente, pero el pasado habita en la sombra que proyecta la materia, cuando la luz descubre eso que queremos ocultar dibujado en el brillo de la cara.

Se detuvo en seco, paralizando los segundos que le rodeaban desesperados, el pecho no dejaba de latir, todo su cuerpo comenzó a temblar. Miró la punta de su espada que emergía ligeramente del casquillo de cuero. Aún goteaba sangre por su hendidura. Raspando la tierra húmeda bajo sus pies, parecía herirla en cada roce.

Oteó el horizonte que terminaba a los pies de una colina de roca dura y negra. Y, lentamente, giró sobre su eje, deseando encontrar la imagen difusa de la puerta detrás de él. No estaba allí. No era posible, habría andado un trecho relativamente largo, pero la enorme estructura debía distinguirse aún, quizás tan sólo como un recuerdo o una vaga memoria. En su lugar encontró nada, sólo la sensación pesada de una amnesia y humedad colgando de los enormes abedules.

La lluvia caía más fuerte golpeando las rocas y el viento agitaba los árboles despiadadamente. Buscó refugio, era inútil seguir más, la oscuridad comenzó a devorar el bosque ahora desconocido para él. Se acomodó en la saliente de una roca tratando de ocultarse de ese ahora que impregnaba todo el aire de la noche sin luna.

Casi adherido a la roca lisa, sujetó su espada entre las manos, la abrazó fuerte y cerró los ojos, deseando regresar el tiempo atrás. No pasaron más de dos o tres minutos y el fuerte relampagueo de la tormenta le puso alerta, cuando abrió nuevamente la mirada a la oscura realidad que se cernía a su alrededor, se topó nuevamente con lo que podría ser la sombra de aquella estructura medieval, pero esta vez se alzaba cerca, a unos metros de él y su escondite. Como si los fantasmas de las horas muertas quisieran alcanzarle y tocarlo.

Sorprendido, se irguió fuera del hoyo y caminó decido pero intrigado hacia el umbral de la puerta, volviendo sobre sus propias huellas. Allí estaba, se alzaba como un cruel augurio frente a él, podía reconocer el umbral de cuerpo duro y rocoso, la figura circular dibujada con cal en el portón y, al fondo, el bosque, ese bosque en el que se hallaba o creía hallarse poco antes, los abedules hinchados de humedad y de recuerdos, el sendero iluminado por el que había corrido cubierto de desalmados momentos suicidándose ante sus ojos.

Tratando de mirar hacia esa luz de atardecer que relampagueaba al otro lado de la puerta, frotó sus ojos y agudizó la mirada. De repente, pudo ver bajo la saliente de una roca un hombre adherido a la piedra lisa, abrazando su espada y cerrando los ojos tan fuertemente que parecía querer regresar el tiempo atrás.

Pensó que su deseo se había cumplido. Sujetó su espada y nuevamente atravesó el portón, queriendo alcanzar ese instante próximo que no había nacido, queriendo dejar el pasado atrás. Pero el pasado habita en la sombra que proyecta la materia, cuando la luz descubre eso que queremos ocultar dibujado en el brillo de la cara, mientras la tormenta, al otro lado de la puerta, anunciaba un futuro despiadado.