viernes, 29 de abril de 2011

VII

(Ariel Yañes)


Cuando las golondrinas se pierden en el vuelo de las hojas de otoño,

El camino que lleva de la soledad al hastío

Es la luz que devora tu joven silueta.

No todo está perdido, sin embargo no alcanza

Y eres la distancia que crece en tu mirada.

Sabemos el destino y el recorrido, no la salida,

Pero creces menguando eternamente.

No se oyen más que gritos de seres perdidos.

Caminas entre y sobre mi alma de café soluble,

Zapatos gastados, personas colgadas en roperos

Y el viento te señala con un dedo de vela solitaria.

Sí, ya no camino, pero no me he detenido.

Déjate caer para perderte en la brisa.

jueves, 7 de abril de 2011

Pirueta

(Yvonne Rojas Cáceres)


Piatto el cirquero, abrió la cortina de seda justo en el momento en que el sol hacía mutis por entre las montañas. Ingresó a la carpa repitiéndose que no debería hacer caso a sus presagios, pero Citarra el mago, que lo seguía de cerca con la mirada fija en el firmamento oscuro de la lona vieja de aquel circo, penetraba en su cabeza como si rasgara las cuerdas de su alma. Le recordaba la posibilidad de que sus vaticinios crearan una realidad nefasta, en ese atardecer que se adelantaba acompañado de nubes oscuras, arrastrándose por un cielo que no es cielo. Piatto negaba con la cabeza y con el corazón, con un latido entrometido en cada movimiento malagüero del mago cantor, que se repetía como un eco que se lleva la brisa.


Violeta llegó, acompañada de Corda, su eterno compañero de vuelos y piruetas, de andar lánguido y acompasado, tanto más diferente que Tamburí el otro trapecista, que le hacía sombra, más joven, más enérgico, pero que sin embargo hacía su entrada al plató de igual forma, con andar sutil y acompasado. Pero Violeta confiaba en Corda, ese con quién lograba crear la armonía precisa y necesaria en sus acrobacias. Ella sonreía sensual mientras comenzaba a subir por las escalinatas de madera hacia la plataforma, alentada desde el fondo, desde la oscuridad por la ligera señal de Piatto. Los demás callaron, cuando el primer nubarrón aparecía por detrás de las montañas.


La amenaza de lluvia pronosticaba un augurio y fue cuando Citarra interpeló, como rasgando las cuerdas del alma, afirmando un mal presagio, un presagio conocido que, Fisarmonio, el eterno payaso enamorado que asomaba desde la parte trasera de la carpa, exhibía en su rostro angustiado bajo un maquillaje triste pero necesariamente recargado. Mientras Violeta ascendía, escalón tras escalón, los latidos del corazón del payaso se hacían notas, se hacían voz temblorosa, presagiaban la tragedia.


Violeta alcanzó la plataforma, sujeto la cuerda del columpio, tomo aire con respirar entrecortado, a la vez que con delicado movimiento se acomodaba en la mecedora y se lanzó. Se escuchó un relámpago como introito previsible, mientras que Tamburí sujetando una de las cuerdas de amarro doble que colgaba del gran mástil que sostenía la estructura del trapecio y ayudado por su pequeña navaja, cortó la otra cuerda y fue suspendiéndose aceleradamente por el contrapeso que Corda ejercía al otro extremo del trapecio.


Abajo, ya en la penumbra Violeta podía divisar a Fsarmonio el payaso, cuya voz que le salía del corazón angustiado, hecha acordes interrumpidos y continuos se extendió en un suspiro largo y afligido. De fondo, los designios de Citarra terminaban de replicar. Corda subió después. Con movimientos acompasados, ondulando su silueta en el aire, columpió. Afuera, las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer.


Corda movía la cabeza, tarareando los ritmos como acompañando la melodía natural de la lluvia que crecía afuera; mientras Tamburí inventaba una secuencia acelerada de vaivenes y Violeta trataba de acoplarse a la armonía apresurada del balanceo de su compañero, en tanto que el corazón de Fisarmonio no dejaba de temblar, siguiendo el vaivén del columpio que sostenía a la mujer de sus sueños suspendida en el aire, quien de tanto en tanto se dejaba golpear por la brisa provocada en cada movimiento de Tamburí.


El payaso elevaba la vista siguiendo el balanceo del columpio, suplicando al aura de un dios invisible, “regrésala a mí”. Violeta desde su altura replicaba “suspéndeme, haz que vuele” y continuaba “dame alas, elévame como melodía que lleva el viento, alto, lejos”. Las gotas caían como lágrimas golpeando el alma del payaso que, desde abajo y mirando a su diosa, cantaba su angustia en melancolía aguda y aturdida.


Tamburí y Corda no dejaban de marcar el ritmo del bamboleo de sus columpios. Fue cuando Violeta comenzó a temblar, la inseguridad se apoderó de ella y retornó a la plataforma, se quedó inmóvil y callada, parada en su trono.


Tamburí detuvo su vaivén sostenido del costado de la plataforma, al otro extremo del espacio de piruetas. El sonido de la lluvia se hacía más espeso. Corda seguía su ritmo en el aire: adelante, atrás. Luego adelante y otra vez atrás. Piatto habló. Cuestionaba la interrupción. Lo hizo dos veces. Hasta que se escuchó la voz aguda de Citarra: ¡quédate ahí!– le replicó a Violeta– ¡no te lances! clamó.


Fisarmonio lo presintió, sabía que se iba a lanzar de todos modos, nuevamente. Y su corazón volvió a latir. Otra vez, sus súplicas se hicieron más afligidas. Violeta nuevamente se suspendió y comenzó a volar, se movía como un ave aprendiz por el aire, ondeando su figura, desdoblando y encogiendo sus extremidades entre la brisa, mientras Tamburí volvía al céfiro con esa energía y esa furia que cortaba la unión que aquella mujer deseaba encontrar. Y el corazón de Fisarmonio se hacía voz.


Violeta nuevamente se detuvo, retraída en la plataforma. Todos callaron. Esta vez, solamente Corda habló desde su columpio en el aire. Mientras Tamburí le hacía eco tímidamente, deteniéndose de tanto en tanto. Las gotas de lluvia disminuyeron su replique. Sólo algunas se escuchaban golpeando la lona del circo que servía de cielo. ¿Dime qué te sucede, qué sientes, qué presientes? dijo Corda, dirigiéndose a Violeta. Tamburí iniciaba una serie de piruetas sostenido del columpio de cabeza hacia el plató. Al fondo Fisarmonio suplicaba, con su ya débil voz. La amenaza de la lluvia y el posible presagio eran presentidos en los establos, detrás de la carpa central, los animales del circo estaban alterados y sus llamados se podían escuchar.


Todos callaron otra vez. Luego, sólo el eco de la voz de Corda retumbó una vez en la lona del techo-cielo; y Violeta sujeto el columpio nuevamente, reclinándose hacia adelante, al vacío. Una vez, otra vez. Dando pasos cortos hacia el borde del plafón. Adelante, atrás. Adelante, atrás. Y se lanzó.


Tamburí retornó al compás, tratando de marcar el ritmo del vaivén de Violeta. Corda se dispuso al movimiento, muy tarde. Desde abajo, la melodía del payaso enamorado acompañaba la acción. Su corazón latía en pequeños sobresaltos. Todo se detuvo, se inmovilizó como una fotografía. Se escuchaba la sinfonía que fluía del corazón de Fisarmonio que no dejaba de temblar, acompañando aquella hazaña en que Violeta hizo su última pirueta escapando en un va y viene, que Tamburí no alcanzó, por más que aceleraba y trataba de reducir la velocidad, no lograba sostener el balanceo de Violeta. Tamburí se detuvo en seco, mientras que la hermosa trapecista con los ojos cerrados, sin mirar se lanzó hacia un cielo abierto, imaginario. Voló lejos, alto; desapareciendo lentamente en el ébano de la lona del circo.


La lluvia comenzó a golpear despertando a la realidad, con toda su furia mientras la tarde se hacía noche como en una pirueta.

miércoles, 6 de abril de 2011

Escena Melancólica Bajo Luz Tenue

(G. Munckel Alfaro)


Los fuertes rayos de sol que entraban por la gran ventana bañaban el estudio con una luz que las pesadas cortinas entreabiertas pintaban de verde. Sentada ante el antiguo y reluciente escritorio, Karen sollozaba suavemente mientras contemplaba el retrato de Jorge. La situación de su amigo la sumía en un estado de profunda melancolía en el que, lo último que deseaba, era quedarse sola. Algunas de las lágrimas que derramó, humedecían las desordenadas hojas de papel sobre las que se apoyaba. Aún sollozaba cuando Gabriel, lleno de energía, entró en el estudio y, al escucharla, se acercó a tranquilizarla. También miró el retrato y, aún tratando de consolar a su amiga, derramó un par de lágrimas que fueron a parar en el cabello de Karen. Sin dejar de notar un manojo llaves, descuidadamente abandonado frente al retrato de Jorge, se acercó a Karen y le dijo que saldría a buscar a los demás.


La puerta del estudio se abrió con un ligero chirrido de casa vieja y, de pronto, el ambiente se llenó con la dulce voz de Víctor, que llegaba acompañado por Gabriel, Bruno y Diana. Karen se sintió aliviada. La presencia de sus amigos la reconfortaba. De alguna manera, al escuchar la tranquila conversación entre Gabriel y Víctor, al ver las manos de Bruno y Diana entrelazándose en la sombra, se sintió mejor. Junto al polvo que flotaba en el aire iluminado por la luz de la ventana, se podían sentir un aire de paz y una brisa de melancolía que, al poco tiempo, envolvió a los cinco en la inevitable conversación sobre la inestable salud de Jorge.

—Quizás lo mejor sería no alarmarse, después de todo, aún no sabemos nada sobre su condición— dijo Víctor, con un toque áspero en su dulce voz, quizás debido a la inusual cantidad de cigarrillos que lo entretuvieron desde la madrugada.

—Quizás… No sabemos nada sobre su condición— por supuesto, Gabriel le dio la razón (casi siempre lo hacía) con ese extraño tono que a veces lo caracterizaba, dando la impresión de subrayar la frase de Víctor.

La brusca irrupción de Gonzalo cortó casi de golpe la tranquilidad que flotaba junto al polvo del estudio pobremente iluminado. Con un leve gruñido malhumorado, trató de dar fin a la conversación de la que se veía excluido; pero sus amigos, acostumbrados a su tosca forma de ser (que contrastaba fuertemente con la lucidez y la paz con que hablaba a veces), ignoraron casi del todo al malhumor del recién llegado, que abandonó el estudio a los pocos segundos de haber entrado.


Los cinco conversaban apaciblemente. Bruno, siempre tranquilo, parecía apoyar a Diana aun en sus breves desvaríos (usuales en ella desde hace un par de años). Karen, más callada que de costumbre, se limitaba a asentir cada vez que se dirigían a ella. Gabriel, cubriendo su carisma con el manto de humildad que siempre sacaba a relucir cada vez que Víctor conversaba, se limitaba a seguir el hilo de su conversación, dejándose llevar por su voz. La presencia de Jorge en el estudio, tácita pero ineludible, obligaba a todos en el estudio a mirar el rostro enmarcado cuando se mencionaba su nombre.

—Tal vez sería mejor tratar de mantenernos tranquilos, no mostrar miedo— dijo Víctor, con ese dejo de cigarrillo en su voz.

—…No mostrar miedo— subrayó Gabriel. Por alguna razón, esa manera suya de darle la razón nunca parecía estar de más, parecía reforzar y hacer más cierta la idea de Víctor.

Gonzalo, nuevamente, abrió la puerta con delicada torpeza. Gruñó algo que sólo Víctor entendió, ya que el resto del grupo estaba sumido en un estado de melancolía colectiva y no le prestó la debida atención. De todos modos, no importaba: el mensaje era para Víctor. Su presencia era necesaria en la habitación del convaleciente.


Mientras Víctor se encontraba fuera del estudio, Gonzalo aprovechó la ocasión para tratar de imponer su opinión entre los cuatro restantes:

—En este momento, todos nosotros deberíamos junto a Jorge. Es probable que no llegue a esta noche; pero ustedes, cobardes, prefieren encerrarse en esta habitación, evadiendo su deber como amigos. La sola idea de dejarlo ahí, muriendo a solas, debería avergonzarlos…

—¿Y quién dijo que está muriendo?— interrumpió repentinamente la voz de Karen —Sí, es verdad que está muy enfermo, todos lo sabemos; pero eso no te da ningún derecho de entrar a reprocharnos que busquemos un poco de paz en esta casa. Sabes que estamos tan preocupados por Jorge como tú…

—Basta— cortó Gabriel —todos estamos apenados por la situación de Jorge, pero no nos dejemos arrastrar por eso. De cualquier forma, si todos estuviésemos en la habitación de Jorge, sólo lograríamos incomodarlo.


Gonzalo, que en el fondo no tenía ganas de discutir con sus amigos, dejó la habitación y fue reemplazado inmediatamente por Víctor. Junto a él, una estela de paz pareció entrar por la puerta del estudio. La calma de la habitación se llenó con diversas historias sobre la vida de Jorge junto a sus amigos que, a pesar de los gratos recuerdos, sólo lograban pintarse sonrisas llenas de una profunda melancolía.

De pronto, Víctor se acercó al escritorio y, antes de levantarla, contempló la segunda fotografía que adornaba el escritorio. El marco ovalado encerraba el rostro de una mujer desconocida.

—Jorge siempre estuvo lleno de secretos— declaró —estuve en esta casa, en este estudio, incontables veces y, sin embargo, jamás logré que Jorge me dijera quién es la mujer de esta fotografía.

—Jorge siempre estuvo lleno de secretos…— subrayó Gabriel, haciendo aún más cierta la sentencia de Víctor.

Una vez más, Gonzalo entró en la habitación. Pero esta vez, la palidez de su rostro prologó la triste noticia que dejó flotando en el aire con un torpe gruñido antes de abandonar la habitación: Jorge estaba peor, probablemente no le quedaba mucho tiempo.


Víctor, que hasta el momento se había mostrado como el más estable del grupo, quedó abatido. No sabía qué decir, pero intentaba decirlo de todos modos. Los demás, notablemente turbados, trataban de mantener la calma. El verde resplandor de los muebles parecía ser lo único estable en el estudio, parecía ser el único color adecuado para iluminar la indisposición que se instalaba en todos aquellos que respiraban el aire espeso, cargado de inquietante tristeza, que flotaba en la habitación.

Por fin, armándose de coraje, Víctor decidió salir del ahora opresivo estudio para ver qué ocurría exactamente con Jorge. Casi chocó con Gonzalo, que comenzó a hablar ni bien abrió la puerta del estudio.


Gonzalo, con su soberbio carácter, tratando de imponerse sobre el silencioso caos que flotaba en el estudio, daba órdenes sobre lo que debía hacerse cuando sucediera lo inevitable. Se sentía a cargo y nadie podría hacerlo cambiar de opinión.

Gabriel, por su parte, se había puesto de pie y aprovechó el breve momento en que Gonzalo dejó de hablar para dirigirse a sus amigos y tratar de convencerlos, con su brillante forma de hablar, de que aún había esperanza, de que se estaba haciendo todo lo posible por ayudar a su amigo.

Pero casi sin escuchar lo que Gabriel decía y, a la vez, casi robando sus palabras, Gonzalo llenó la habitación con su voz, que se esparcía por el aire, procurando convencerlos de que todo estaba perdido, sólo quedaba prepararse para lo peor. Trataba de entender que Jorge estaba perdido y sus amigos lo sabían; pero no querían escucharlo.

Gabriel, lleno de energía, inundó lentamente el estudio con la triste dulzura que sus palabras irradiaban cuando se sabía escuchado. Luchaba por aferrarse a la idea de que Jorge mejoraría y sus amigos creían en él; pero sin esperanzas.

La discusión cesó cuando, por una imprevisible coincidencia, ambos decidieron que lo mejor que podía hacerse, era acompañar a su amigo mientras estuviera con vida. Y, aún esgrimiendo sus palabras, pero ya no el uno contra el otro, sino contra la melancolía que se encontraba al otro lado de la puerta, salieron del estudio, seguidos por el resto de sus amigos.


Aprovechando un breve momento de solitario silencio, Gabriel retornó al estudio y se instaló en el escritorio. Su mano derecha se movía con presteza mientras escribía la primera línea de una carta que sólo él podía y debía escribir. A penas había escrito una línea cuando Gonzalo, esforzándose al máximo por mantenerse calmado, entró en el estudio y se acercó al escritorio. Sus palabras flotaron en el aire hasta alcanzar a Gabriel. Todo había terminado, los demás esperaban abajo.

Gabriel parecía no haberlo escuchado y, mientras Gonzalo se retiraba, no dejó de escribir la carta. Se sentía atrapado. No podía pasar de la primera línea: se hacía borrosa, la tachaba, volvía a escribirla; se hacía borrosa, parecía nublarse, la tachaba, volvía a escribirla; se hacía borrosa, parecía nublarse, invadida por una niebla incongruente, la tachaba, volvía a escribirla; se hacía borrosa, parecía nublarse, invadida por una niebla incongruente, se perdía en la nada de unas manchas ciegas, la tachaba. La hoja se llenó de borrones antes de que pudiera comprenderlo. Sus ojos estaban empañados. Jorge había muerto.

martes, 5 de abril de 2011

Un Día para el Olvido

(Sarahi Cardona)


Don Burela llegó e impregnó el ambiente con su olor a cigarro, café y uno que otro trago. En la pampa, el viento era gélido; todo el pueblo estaba consternado con las circunstancias. Todos parecían estar listos para salir de sus casas en un santiamén, todos se conocían porque vivían rodeando la plaza y no había nada más allá. Don Burela vio llegar a don Arnulfo, él parecía saber más de la novedad, total, la gente que como él, con tantos fiados pendientes y sin esperanza de conseguir trabajo aunque haya hecho un año de universidad en la gran ciudad. Se saludan, y empiezan una tertulia tranquila que se va tornando en tensa a medida que hablan del asunto que tiene conmovido al pueblo.


Don Bulera y don Arnulfo se sientan en un banco mientras don Ricardo y Ricardito llegan al mismo tiempo hablando a la vez, informándoles que “Esa”, como ahora llaman a la que otra fue “ella” quiere volver, —parece que el viento la traerá— comentan, su condición de machos hacía que la aborrezcan por haber dejado tanto llanto y amargura. En el pueblo, todos estaban acostumbrados a dar consejos, pero sabían que no era la ocasión de emitir opiniones. Padre e hijo buscaron lugar en otro banco, justo al frente de sus vecinos.


Don Burela, por su condición de ciudadano ilustre, consideraba que le correspondía guiar a los demás, le pidió a Ricardito acercarse, por ser el más joven, para que ayude al viejo Esteban a llegar hasta el centro de la plaza, donde estaban ubicados. El viejo se quejaba que, de no haber sido tan grande la desgracia, no hubiera salido, pues el reumatismo y los calambres lo estaban atormentando. Don Burela aprovechó para quejarse del clima, si no era el viento, era la lluvia. En cambio Ricardito llevaba el tema hacia su preocupación por el progreso del pueblo. Pero se callaron una vez que la volvieron a mencionar.


Don Ricardo se acercó a don Burela. Cuando se juntaban, perdían la noción del tiempo, se conocían de toda la vida, ellos más que nadie habían hablado de las primeras desgracias, por eso don Ricardo creyó necesario expresar a su confidente que lo entendía, que lo apoyaba. Que él debía ser el fuerte, que siempre lo había admirado, le dijo que toda la vida había estado orgulloso de que un hombre tan decidido sea amigo de él, un campesino ya viejo. Don Burela estaba agradecido, lo estimaba, por eso mismo se sentía frustrado al no poder resolver la situación de una vez.


El Dr. Ernesto llegó llamando a don Burela y el viejo se les acopló. El primero por ser alcalde, el segundo por el respeto del que gozaba y el tercero por toda la experiencia, trataron en vano de dar opciones para resolver el problema. La desesperanza se notaba en lo quedó de sus voces.


Doña Arminda se presentó. Dejó a todos en el más absoluto silencio, la miraron expectantes. Ella, una beata, con lágrimas en los ojos, empezó una oración pidiendo de una vez la calma para el pueblo.


El viejo Esteban, tal vez por sus achaques, fue el primero en resignarse, Ricardito lo siguió y don Burela empezó la retirada. No había más remedio, ese año la fiesta del pueblo no tendría banda: al músico se le había ido la mujer el año anterior y volvió arrepentida, pero su intento de reconquista dejó al músico sumido en el dolor y, por tanto, no tocaría en la fiesta. Todos los habitantes que se habían dado cita en la plaza, se retiraron a la vez. Fastidiados por habérseles frustrado la única fecha del año en la que todo era celebración. La reunión acabó con un carajazo del viejo Esteban.