viernes, 19 de agosto de 2011

El Reloj

(Sergio Tavel)


Depositó con suavidad la copa de vino en la ovalada mesa de madera que adornaba la enorme habitación. Cruzó los dedos y se acomodó en el mullido sofá mientras le dirigía una mirada taciturna al fuego que ardía apenas en la gran chimenea.

Había pasado la mayor parte del día en aquel lugar, una enorme biblioteca con estantes que rozaban el techo el cual se elevaba a varios metros. Unas cuantas botellas de vino ya vacías reposaban sobre la mesa, acompañadas por las cenizas de varios puros. La espera se hacía larga. Después de todo, estaba aguardando ese día desde hace mucho tiempo, a pesar de todos los intentos por evadirlo, por cambiar de rumbo, por huir de el.

Recorría la habitación con la mirada. Siempre le había gustado la forma en que la luz danzaba intermitente en la madera de las paredes. Observaba sus viejos libros, empolvados y gastados. Era una vista hermosa.

Al cabo de un momento, reparó en el enorme reloj que se encontraba apoyado en la pared. Las manecillas le indicaban que pronto llegaría la medianoche. Faltaba poco. Se quedó contemplándolo durante varios minutos. Aquel reloj siempre le había hecho compañía durante las largas horas de lectura, borrachera o aburrimiento.

Le pesaban los ojos y sentía que la penumbra lo arrastraba lentamente al sueño. En ese momento, de aquel reloj surgió un potente sonido, rítmico y penetrante. La medianoche se había posado sigilosa sobre las horas y el tiempo.

Se frotó el rostro con las manos para despabilarse al tiempo que sonreía. El reloj había despertado y podía escuchar la acompasada respiración que salía de su gran pecho de madera. Ya no estaba sólo. La espera dejaría de ser penosa.

El reloj le dirigió aquella delgada sonrisa que le inspiraba tanta confianza. Los latidos metálicos de su corazón repiqueteaban con un leve eco en las paredes. Pero, a pesar de todo, no podía alejar aquella sensación agridulce que lo invadía. Su más grande amigo y confidente había regresado. Pero sabía muy bien el porqué.

Se sirvió una copa de vino y la llevó con suavidad a los labios. Esbozó una torcida sonrisa y se encorvó en el sofá. Trataba de recordar cómo había llegado a esa situación, a esa espera agonizante.

Sabía que el reloj tenía las repuestas; había sido su compañero durante toda su vida. Presente en cada precario instante. Ahora, al final de todo, le anunciaba afablemente aquella hora tan temida. Aquel momento que se negó a creer.

Intentó sonsacarle alguna respuesta o algún dejo de explicación. Pero aquel no hizo más que sonreír y, con su suave y rítmica voz, decirle que estaba preparado, que no tenía por qué temer, que el momento llegaría e imitando un ligero murmullo se alejaría con soltura.

Puso la copa de vino en la mesa y se dispuso a encender un puro. En ese momento, el reloj volvió a hablar, aquella profunda voz retumbaba en su pecho de madera y en su largo corazón de metal. Ese instante fue como una caricia. Allí estaba su amigo, consolándolo, confortándolo y extendiendo sus brazos hacía él en señal de armonía.

Se enfrascó en una perenne charla; recordando los momentos de su infancia, de su juventud. Aquellos momentos en los que rió, sufrió y vivió. Recuerdos en los que siempre estuvo presente el reloj. Aún ahora, en su vejez, seguía allí sonriendo como siempre lo había hecho.

Las horas pasaban. Incluso había olvidado que se le terminaba el tiempo. Bebía, fumaba, reía y conversaba como no lo hacía hace tantos años.

El fuego de la chimenea casi se había extinguido. Oyó entonces el chirriar de una puerta al abrirse en el piso inferior. Con un sobresalto, aguzó el oído y le dirigió una mirada a las manecillas. Le quedaban tan sólo un par de minutos. El momento había llegado.

Se enderezó en el sofá, se acomodó el viejo saco y pasó una mano por el cabello entrecano. Observó con atención al reloj y, con pesar, le pidió que lo recordase, que nunca olvidara que fue un hombre y, como tal, también amó y lloró; tuvo sueños y esperanzas; anhelos y tristezas.

Se levantó penosamente. Se acercó a él y le agradeció por todas las horas juntos, por la compañía y el consuelo. Por las largas charlas o el plácido silencio. Recorrió con la vista la habitación, la cual estaba casi a oscuras, el fuego estaba pronto a extinguirse y su luz ya no danzaba sobre los enormes estantes. Se volvió hacia la puerta, sonrió, le dirigió un último vistazo al reloj, cuyas manecillas se habían detenido, y le dijo:

Me despido ahora, viejo amigo. Ya puedo oír cómo sube por las escaleras.