jueves, 19 de enero de 2012

No Salgas Sola

(Yvonne Rojas Cáceres)


Claro pues, es fácil decir, es fácil hablar, es fácil acusar, aunque me esté partiendo la espalda mirando cómo las gentes se persignan cuando me ven sacudido por el viento de la colina más alta. Bajando y subiendo el cerro, mascullan groserías contra mí, creyéndose justicieros de su causa.

No pues, si yo no soy de papá ni de mamá, he nacido de la lluvia y del barro negro, de la alcantarilla y de los desperdicios. Estoy relleno hasta el cogote de todo pensamiento morboso y los más bajos y asquerosos sentimientos que ellos quieren enterrar.

Si alguna vez fui un ch’iti, seguro que no estaría como los que son de su mamita, seguro que me comería los mocos oculto en los rincones donde los ñatos bien no se animan a trajinar; mirando a esas que son de su papito, esas con sus trencitas y su inocencia escondida y protegida bajo sus falditas de colores y florcitas. Seguro me habría tenido que aguantar las sobras de comida de alguna vieja y arrugada como una pasa, que se creía ganar un lugar en el cielo llevándome comida y llamándome a la conciencia, toqueteando mis adentros, partiendo y hurgando esa ingenuidad que pude haber tenido alguna vez, porque seguro que pude haber sentido, pude haber creído y pude ser otra cosa, una cosa, uno más de esos que me mira desde abajo, esos que agradecen en sus plegarias la suerte de no haber parido uno como yo.

Creo que todo el tiempo he sido un adobero, porque he mezclado barro con pelo de chancho y paja seca, aplastando masa hedionda en un cuadrado de madera, ese donde siempre me han querido encajar. Mis manos siempre han estado untadas de bosta de animal, se han creado callo y por eso no siento; ni cuando me imagino que te toco tu piel tan delgadita, tan clarita y limpiecita.

Me gusta el silencio de la madrugada, antes de que los pájaros canten sin razón alguna, interrumpiendo el sonido de tu respiración cortita y suavecita, cuando te miro como a un pedazo de carne en el rincón seco de mi guarida.

Por eso el águila me gusta, porque sólo silba cuando ve a su presa, cuando clava sus garras en su carne tembleque, llevándole a volar por el aire sucio de este barrio y que luego adoba en su propio llanto y se la come desgarrando su piel hasta el hueso. Mirando su carita asustada, con sus ojitos pequeñitos y brillosos, aplastando su cuellito de palito seco, escuchándole suplicar por favor no me hagas eso. ¿Pero qué te estoy haciendo criaturita? Te estoy salvando de esta vida enferma, te estoy enseñando que el poder se mide por la fuerza, te estoy permitiendo morir antes de convertirte en gente, hipócrita y mañosa. Qué mejor que enterrarte abierta por la mitad para mostrar tu almita que se ha de quedar con su inocencia como víctima, toda pura y limpiecita.

Pero luego, luego te llega esa resaca maldita, de nunca haber podido hacerte mártir. Es que mis huesos y mi cuerpo los han hecho chuecos y se han inventado historias sobre mí, me han puesto apodos de espanto y me han convertido en el coco de los cuentos nocturnos, para encajarme en ese cuadrado de madera; y luego me han colgado en este poste en la cima de esta colina cerca de tu ventana y de las ventanas de tus amiguitos, para que me veas asustada y ocultes tu inocencia debajo de tus frazadas y te orines del susto y no salgas lejos, no salgas tarde, no salgas sola. No salgas.

Por lo menos puedo mirar desde aquí arriba la hipocresía de estas gentes. Puedo imaginarme cuando te observo desde la ventana de tu cuarto pintado de rosas, cubierto de juguetitos con ojos tiesos que se relamen lujuriosos cuando te cambias las bombachas debajo de la toallita con dibujos de abejitas; saltando como una ranita sin saber lo que es la vida, lo dura que es la vida. Y tú arropándote para ocultarte todo, con sus miedos de animales en celo.

Si fuera gente pues, ahí nomás me habrían cogido, abriendo mi bragueta para jugar con mi hombría. Pero colgado de lo alto de este poste, en la cima de esta colina sólo puedo pensar. 83 años me han convertido en muñeco atravesado por un palo que me sirve de columna, con un letrero pintado con la rabia de sus temores, de su moral fulera, de su humanidad corroída.

Todo el barrio en una turba me eligió, me fabricó como el ejemplo del terror y la ignorancia castigados, para esconderles sus miedos, sus sentires morbosos, sus ideas malditas y sus deseos prohibidos. “Violadores y ladrones en esta zona, serán linchados y colgados” dice mi epitafio, ese que cuelga de mi cuello de paja, encima de los trapos que sirven de abrigo a este cuerpo hecho de desperdicios, de adobe y de pelo de chancho, de todas y cada una de sus culpas y sus miedos.

“El águila”. Dicen que me llamaba Hernán y que asustaba a los dulcecitos tentadores que jugaban a sus aventuritas de papel cerca de la plaza. Yo no me acuerdo, debe ser porque mi cabeza está hecha de yeso, pero se me retuerce la barriga de paja cuando te veo pasar con tus muñecas y esa tu inocencia escondida, oculta debajo de esa tu faldita pintada de colores y florcitas. Mis ojos tiesos te miran como un águila desde lo alto de este poste y te quiero atrapar.

Pero una cosa sé, sentirías el mareo del vuelo y yo lloraría cuando comenzara a destrozarte. Por eso, no salgas lejos, no salgas tarde, no salgas sola. No salgas.