martes, 29 de noviembre de 2011

Cuadro Cutáneo

(Yvonne Rojas Cáceres)


Eran las cinco de la mañana, la bruma de la oscuridad se invisibilizaba dejando sólo un filtro por donde el sol disparaba rayos de luz directo a sus ojos entreabiertos. No había dormido, sólo se dejó estar, caer en la pesadumbre sobre el sillón de la sala.

Todos los contornos y protuberancias de los cojines le lastimaban los huesos, tenía las manos languidecidas sobre las rodillas y su cabeza ligeramente erguida, se tambaleaba de rato en rato mostrando que ya no quería tener control sobre sí misma, sobre sus actos y sus pensamientos.

Afuera, la lluvia comenzó a caer intempestivamente y eso le llenó de una infinita nostalgia que invadió la habitación entera con una bruma espesa y gris. Y allí, en medio de ese remolino de brisa fría y húmeda que penetraba por la puerta de entrada que había estado abierta toda la noche, lo vio. Su alma se hizo añicos y comenzó a sentir cómo filosas agujas se incrustaban por cada extremo de su cuerpo.

Te esperaba hace buen rato, le dijo mientas sus extremidades se derrumbaban un poco más queriendo alcanzar el suelo, derrotadas. No había apartado la mirada de la rendija de luz que se escabullía entre las cortinas, pero notaba la presencia de él, más de una mirada profunda y directa hacia su pecho desnudo, cortándole la respiración. Acércate le dijo, y así lo hizo, lentamente hasta el fondo de su cuerpo, aleteando frenético, rozando su materia viva y cansada.

Luego con pericia de arquitecto, entre caricia y caricia, ubicó diminutos poros abiertos, cerca de la boca del estómago, tan pequeños como el rastro que dejaría un alfiler cuando se clava en la piel blanda, en carne ausente de huesos, para penetrar, abriendo orificios, rasgando músculos, tendones, epidermis, hasta el fondo de su materia viva.

Con sus garras de diantre, filudas, puntiagudas y negras, provoca en cada zarpazo, que pequeños trozos de piel y de carne vuelen disparados y como ácido que disuelve toda superficie en que salpica. Ella ha comenzado a sentir fuego en las entrañas pero se deja hacer casi deleitada, gimoteando y conteniendo las lágrimas.

Dolor, aletea girando sus húmedas alas, concentrado en la tarea de abrirse paso por la carne; hasta que se convierte en fluido rojo, ha llegado a la arteria principal, se ha materializado en sangre que se abulta congestionada en el cuello de ella, impidiéndole respirar.

Ya está contaminada, ahora él se filtra por cada ramificación, atravesando como navajas, cada centímetro de su cuerpo. Cuando llega a ese espacio del alma, parecido a una planicie latente cubierta de finas sedas transparentes, se detiene con sus ojos iluminados, otea un horizonte interno, marca un punto y nuevamente convertido en criatura alada penetra con sus dedos de cera caliente, el centro del espíritu, con movimientos circulares agranda la circunferencia como si se tratara de arena.

Sus dedos de cebo se derriten al contacto con la cálida materia del alma mortal de ella y el líquido corre abriendo surcos para gotear por las costillas y apostarse en el hueco del vientre contraído de la mujer.

Por fin ha logrado extender el agujero como para caber por medio de él y en un vuelo de segundos en el que quiebra, desgarra, corrompe, destroza, rae y tritura, llega al cerebro y se detiene.

Emanando de su propia materia rayos brillantes de luz blanca, disparados al centro del globo ocular que parece una lupa, le muestra esa realidad distorsionada que se sucede al otro lado, cada rayo de luz choca estrepitosamente con el lente quebrándolo, abriéndole una rendija por donde la luz en mil fragmentos, se dispara hacia afuera, unos como lagrimas cristalinas, otros como brillo de sufrimiento, algunos más osados como ira que acumula fluido en ese espacio blanco entre los párpados enrojecidos.

Es en ese momento en que ocurre aquel extraño hecho, en el que se puede descubrir el pacto entre este dios maldito y su víctima. Ella siente dolor un dolor infinito. Trata de zafarse de él, como siempre lo ha hecho y como siempre, él ya está tan dentro que es imposible cualquier lucha, está poseída. Besa sus manos y su pecho brillante como una llama, se deja consumir hasta el último resquicio, húmeda de fiebre y delirio.

Cuando él ve que no se mueve más, que sus ojos se han cristalizado, se levanta con cuidado de ese cuerpo ulcerado, de esa piel lacerada y se va con la lluvia que afuera, lo ha empapado todo.