lunes, 8 de noviembre de 2010

La Ventana Inconclusa

(G. Munckel Alfaro)


Ante un cielo poblado por numerosas y opacas nubes, se alzaba aquella casa vieja que atacaba a mi nostalgia desde ángulos extraños; digo extraños porque nunca antes había llegado a este extremo de la ciudad. Una ligera obsesión me impulsó a acercarme a ella; algo en ella me reclamaba, me pedía en un susurro que la acaricie con el lente de mi cámara. Yo colecciono ventanas.

Desde mi sitio observaba el muro lateral de la casa, decorado con una simple pero curiosa ventana. Ojival y con un marco de madera (quizás coloreado por la humedad y los años), con vidrios entre empañados y sucios (que servían de lienzo al dibujo amorfo que realizó en ellos el descuido) y –esto era lo más curioso– con la parte inferior cubierta por una mancha blanca que se asemejaba a una pincelada y no permitía observar plenamente a la ventana. Daba la impresión de estar ante un cuadro pintado a medias.

Saqué la cámara de mi morral, que llevo sin falta a todos mis largos paseos por la periferia, y apunté en dirección a la casa, procurando enfocar bien la ventana. Era necesario acercarse un poco más para capturar todos sus detalles. Apunté una vez más y, para mi sorpresa, la ventana se veía ligeramente más pequeña, distante. Luego de permanecer con el ceño fruncido en señal de extrañeza durante unos largos segundos, me froté los ojos, di unos pasos más al frente y volví a apuntar. La ventana se había achicado, de nuevo.

Medité brevemente sobre este peculiar suceso y retrocedí. Quise poner a prueba a esa menguante ventana, así que tomé la cámara nuevamente y, tras comprobar que la casa se había acercado, no pude hacer más que pasarme una mano por el cabello, aún más extrañado. Había algo que me deleitaba en aquella ironía.

Me acerqué y alejé de la casa varias veces, jugando con la distancia (siempre distinta), observándola con y sin la cámara. Como era de esperar, la casa no se movía: permanecía en un estado de rigidez total y, a la vez, burlesca, ya que su aparente movimiento sólo podía percibirse mediante la cámara. La casa parecía resistirse a ser fotografiada; la notaba cobarde, testaruda. Esto, por supuesto, despertaba en mí un calor intenso, un hambre voraz, un deseo irreprimible de apropiarme de su ventana, de hacerla parte de mi colección.

Le hablé tiernamente. Primero en susurros y, después, en esa silenciosa y melancólica lengua que dominan todas las ventanas. Intenté seducirla, sedarla, todo esto con la dulzura y el calor de una caricia ambarina de otoño (ese galán que conquista a las ventanas con su lenta danza de hojas amarillentas). Nada. La ventana siempre imponía su terca distancia.

Me senté en el suelo y contemplé durante algunos minutos aquella misteriosa casa. Mi anhelo crecía en la medida en que el sol amenazaba con ponerse, no me quedaba mucho tiempo. Me paré, decidido, apunté directo al corazón de la ventana, le hablé una última vez en su frío idioma y disparé.

No es fácil coleccionar ventanas. Suelen protegerse con barreras: algunas veces tan sencillas como la hierba que las enmarca con imposibles filigranas y otras veces con manchas o borrones que pretenden esconderlas tras curiosos eclipses; pero esas barreras, al contrario de lo que pretenden, sólo embellecen la captura.

Ya es tarde y la luz va disminuyendo. Pienso, mientras camino, en este extraño suceso: nunca antes había encontrado una barrera como ésta, un mágico juego con el espacio que proponía distancias inexistentes. Sonrío pensando en mi nueva adquisición y, tras mirar atrás, notando la pared ahora desnuda, le hago una promesa al muro: volveré mañana y sembraré una fotografía a sus pies para que, en unos años, vuelva a crecer una ventana tan bella como la que le robé.