(Yvonne Rojas Cáceres)
Tanteando los
objetos, se deslizó fuera de la habitación hacia el patio, atizó el fogón para
hervir el agua y repitió la oración acostumbrada; sostuvo, el romero, el
llantén y la hierba buena, uniendo sus savias con un buen nudo de lana oscura
que arrojó al agua burbujeante mientras se persignaba. El ingrediente preciso, la
linaza, iba al final haciendo que el líquido se torne denso y plomizo. Un vapor
ébano comenzó a fluir fuera del pote que ella tapó con prisa evitando que
escapara. Sujetó la olla y la envolvió
en varios trapos de yute y luego en el aguayo. Se la montó en la espalda y
salió lentamente hacia la hora azul del amanecer, repitiendo la oración de
siempre, mientras su piel se aclaraba hasta quedar como un papel y el
escurridizo vapor negro que fluía por una de las rendijas del atado, construía
las sombras de las cosas por donde pasaba. Afuera las criaturas noctámbulas le esperaban
en la esquina de siempre, la barrendera, la putita borracha, el taxista y el
guardia, ansiosos del brebaje que les devolvería sus sombras para que nadie en las
horas claras, pudiera notar la diferencia.