miércoles, 18 de agosto de 2010

Hechizo de una Brisa Nocturna

(Sara Améstegui Lavayén)


Era una noche de ceniza fría. La neblina cubría, como un manto pesado, cada esquina de la ciudad. La luz de los faroles, embrujada por la espesa niebla, formaba figuras lúgubres que danzaban al ritmo del viento. La luna, oculta entre el velo de las nubes, parecía un borrón azul en medio del cielo. Las calles se habían convertido en pasadizos secretos, donde cada paso era una hazaña de vértigo y coraje. Las ramas de los árboles parecían sombras de seres extraños. Las grietas en las paredes parecían portales secretos a mundos de misterio. El murmullo del viento, fuerte y constante, completaba aquel paisaje gris de calles desocupadas. La noche ocultaba toda realidad. Sólo algunas sombras prófugas transitaban en esa oscura noche de noviembre.

Él caminaba con ambas manos en los bolsillos, la nariz roja por el frío y un libro viejo bajo el hombro. Ocasionalmente, se detenía en algún farol para leer su libro. Pero, a medida que avanzaba, la penumbra impedía que realice con éxito su inusual destreza. Sus pasos eran seguros y parejos. Disfrutaba escuchar el crujido de las hojas difuntas que anunciaban su lento recorrido.

Era un hombre gris sumergido en una noche negra.

Ella recorría las calles empedradas silenciosamente. Una gran bufanda verde cubría su cuello y una boina azul ocultaba su enredado cabello color caramelo. A menudo, frotaba con fuerza sus manos para encontrar algo de calor; tiritaba de frío y el ruido de sus dientes la irritaba. Mientras caminaba, imaginaba que cada piedra representaba un capítulo de su historia; le gustaba la idea de pisar su pasado, pasar por encima de él.

Era una sombra azul entre las luces doradas de calles sin vida.

Ambos caminaban sin nombre por un sendero de sombras. Se dejaban arrastrar por aquellas calles encantadas y frías. El paseo de aquella noche no tenía razón alguna. No tenían que llegar a ningún lugar, ni apurar sus pasos para encontrarse con alguien. No perseguían obligación alguna. Era una invitación de la noche, a la que ambos habían respondido sin titubear. La ciudad entera era cómplice de aquella intriga. Aunque estaban separados, sentían que la noche convertía su soledad en una pequeña trama de encuentros. El helado viento nocturno tejía para ellos un cuento donde sentían mirar todo por primera vez. Andaban sin buscarse; pero sabiendo que andaban para encontrarse.

Pero un encuentro es una metáfora cruel para dos peregrinos sin rumbo. Aquella noche, los dos pasaron por las mismas calles, mojaron sus pies con el mismo charco, contemplaron la misma luna azul y tomaron un descanso en el mismo café. Ambos dejaron huellas imperceptibles que condicionaban la ruta del otro. Se encontraron en ritos compartidos, cómplices presentimientos y pensamientos paralelos. Se encontraron en la soledad de una noche sombría, en la melancolía de una misma canción y en el sabor de un café amargo.

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