(Yvonne Rojas Cáceres)
Como todos
los años, ese día se había lavado el pelo con agua de manzanilla, hervida con
algunas hojitas de cedrón y romero que atraen la magia blanca de las nubes y de
la buena suerte. Esta vez la virgen le daría primero, un hombre.
Sus largas trenzas
no eran especialmente oscuras, más bien llevaba en la cabellera, reflejos de
fuego que brillaban con el sol. Perfectamente sujetas con las “tullmas” doradas que le había tejido su tía, se
balanceaban acariciando su cadera, al mismo ritmo que su pollera de terciopelo verde
que le había costado todo el trabajo de mayo en la casa de los Valdez.
Antes de
salir, sujetó la bolsa y se aseguró de que no tuviera ningún orificio que
permitiera que el líquido viscoso y sanguinolento del contenido chorreara, revelándolo.
Envolvió la bolsa en el aguayo, mientras en su preciosa cara de indígena se
dibujaba una mueca de disgusto por el dolor de vientre que no le dejó dormir;
echó bastante Leche de Rosas a su cuello
y manos, frotó también algo entre las piernas para disipar cualquier aroma
comprometedor. Hacía calor y tendría que cruzar la ciudad entera para llegar al
templo en las afueras. Después de todo, no siempre se ofrenda una “wawa” a la
Santa Vela Cruz.