jueves, 22 de diciembre de 2011

Amando no tu piedra, sino el viento

(Sarahi Cardona)


He traído hasta aquí un papel,

Una formal renuncia.

La única manera que encontré.

Aquí está todo lo que no será.

Las sonrisas de desayuno,

La nostalgia al atardecer.


No quiero ser mirada,

Ya soy un alma gastada,

Un dolor incompleto.


Que la tarde y el viento me borren,

Que la piedra me olvide,

Que no vuelva a salir el sol,

Para estos restos.

Que inspire sin el amanecer,

Que todo se quede aquí.

Voy a dejar que vuele este papel.

martes, 20 de diciembre de 2011

Tu Vuelo más Profundo

(G. Munckel Alfaro)


El viento no ha cesado de evocar tus palabras

recordando el frío de tu silencio,

quizás porque aún le perteneces a esta altura,

quizás porque palpitas en el batir de las hojas

que pueblan este santuario.


Esta ciudad que comienza a poblarme

no ha dejado jamás de llamarte.

Te busca con ojos de ave,

con todos sus pájaros, cartógrafos del cielo,

tal vez sabiendo que es inútil

porque la canción del ave más negra

es el eco de tu más profunda ausencia.


Pero a la pluma del vuelo más triste

le falta mucho por alcanzar el suelo

en su caída poblada de trinos

y las aves te sospechan escondido

en el nombre secreto de la brisa,

amante del viento que te evoca.


Eres tú en esta ciudad desde otra altura,

amigo de nadie,

amigo del aire,

fugaz maestro de olvido.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Héroe de tu desnudez

(Yvonne Rojas Cáceres)


Te dibujas árida

Resquebrajando el papel celeste que te cubre por entero

Me miras desde lejos y tan cerca

Desde tus ventanas con tu lamento eterno


Observo tus venas contraídas y extensas

Agrietándote en todas direcciones, y pienso

La luz de este sol que se enciende y muere

No te regala ni un sólo paisaje bello


Habitada por seres necesitados

Has cobijado alguna vez un héroe de tinta y papel

Impertinente y terco


Uno que te anduvo a detalle

Que te amó por tus colinas

Que te regaló algunos destellos


Hundida bajo una planicie

Te alzas en tus estructuras de cemento

Acariciada por la brisa y el viento

Gimes desde tus entrañas de ríos densos

Contagiada de una inusitada flama

Que se extiende en todos tus extremos


Escuchas a tu héroe, te ha llamado

Lo ha hecho cada vez que sus huesos

Han sentido el frio y el calor perfectos

De tus albas y crepúsculos extensos


Se ha parado a verte

En tu desnudez de ocaso

Y te ha descrito en versos.


Ahora su sangre te recorre incompleta

Sólo en fragmentos

Nadie más concibió lo que aquel latido transmutado en letra

Quiso regalarte una mañana, un invierno.


Duerme con su paz

Por tus recovecos inundados de ese encantamiento

Trágate su aliento

Reviviendo en el roce de su fantasma eterno

Para que te descubra yo, en tu sueño

En tu hermosura oculta cuando caiga la noche

Y comience a transitarte lento.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Sin Título

(Sarahi Cardona)


La cosa, Nena, es que con unas gotitas de leche podés sacar todo el yogurt que queda en el envase, así ahorrás un poco también, además, cuando hagás las compras, no sólo comprés arroz, también comprá un poco de carne. No dejés tus zapatos en los escalones, un día te vas a caer, vos que corrés maratones en medias por toda la casa. Oye, ordená un poco las cosas, no sea que busqués algo y te retrase al salir. Ponés la lencería más sexy al lado de un oso de peluche que está en el sofá. En fin, vos sos así, un poco loca. Nunca tendés la cama y tampoco trapeás los pisos. Pero no sabés cómo me gusta imaginar que llego, que es nuestra casa y que todo ese desastre lo hiciste mientras me esperabas.

Pero no, Nena, vos no estás, esta no es una casa. Es sólo el umbral de una puerta vieja que sobrevivió al tiempo, yo soy un viejo y, mientras te hablaba, un niño distraído y travieso le dibujo un corazón a ese pedazo de madera.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Humus Homo

(Leslie Loayza)


Un campo minado de recuerdos te espera al otro lado, una mirada perdida en el paisaje sin fin que esconde la niebla te aguarda dormida, un secreto enmohecido en una esquina sospecha ser desterrado de su refugio y la entrada al momento adormecido y encerrado se halla inmortalizada a unos pasos frente a ti.

Una vez más se encuentra en el lugar de las evidencias enterradas y motivado por razones ajenas a un mundo de pasarela y tecnología camina con pasos alargados, sus piernas tiemblan sin saber si se debe al cansancio o al miedo, camina confundido y obligado, procurando olvidar recuerdos y avanza como hipnotizado por un umbral que recorrió más veces de las que se imagina. A lo lejos puede ver el dolor enmarcado y la satisfacción en cada grieta y surco, la carga se hace más pesada y el placer más palpable y agonizante.

La rutina que realiza cada cierto tiempo, inconscientemente, se hace evidente y confusa al momento de recorrer este camino alejado del mundo.Lo perturba y enloquece, quiere seguir, debe seguir, pero le pesa. Los sonidos no existen y las voces se hacen más fuertes. Camina dudoso pero sin parar, discute consigo mismo pero termina perdiendo y una que otra vez se enmudece y su mente queda en blanco.

En el asfalto nada le sonríe, los rostros son anónimos y vacíos, su mente le juega malas pasadas y lo atormenta cada noche, procurando que se levante agonizando y mojado, buscando que derrame sueños y robe tristezas. Nadie lo ve pasar, es ajeno a su mundo de piedras preciosas y contrabando, es translúcido y opaco. Él es sólo un peón suicida en el tablero, es la ficha roja y marcada, es una moneda.

Se detiene antes de entrar, para meditar lo que está por experimentar. Se siente cada vez más adormecido en cada paso que da, una vez adentro deja atrás aquel ser sereno y sumiso en medio de una sociedad egoísta y condenada. Su mirada cambia, su olfato se agudiza y su persona se endurece. Ahora puede oler la sangre fresca de aquel día, reconoce las huellas disimuladas por la humedad, los rastros de la última vez se hallan latentes promoviendo la recreación de lo sucedido, a cada momento percibe dejavus y en cada rincón y partícula de polvo todo le es familiar.

Deja caer el cuerpo inmóvil y una vez libre lo despoja de sus complejos y defectos, el resto lo deja intacto y una vez embalsamado termina en un hueco que poco a poco lo rellena con tierra húmeda y fría, lo malo termina en sus adentros por defecto. A veces destapa antiguos trabajos y los convierte en polvo que termina disperso en el aire, otras veces simplemente permanece en silencio mirando al vacío.

Una vez más recorre el agotador camino donde crecen los pesares, las dudas y el rencor. Se adentra en las calles nocturnas de droga y billetes para reciclar vidas desperdiciadas o robar sueños egoístas.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

En el Umbral

(G. Munckel Alfaro)


Es verdad que demolieron la vieja casa. Quizás si hubiéramos llegado una semana, un mes o un año antes (no me dijeron cuándo pasó), la casa seguiría luciendo todo el esplendor de su decadencia.

Sabes bien que, con nosotros de vuelta, no se hubieran atrevido a tocar una sola piedra. De haber llegado a tiempo, seguramente hubiéramos franqueado la vieja puerta de madera para instalarnos lo mejor posible entre los muros anacrónicos que siempre nos acogieron.

Hubiéramos retomado la casa de a poco, con paciencia, limpiándola y remodelándola, con la vieja chimenea crujiendo de alegría ante el contacto de las múltiples hogueras encendidas en su interior para calentarnos e iluminarnos (algún día hubiéramos comprado velas).

¿Te imaginas el olor a carne con especias frescas, a pan horneado y a caldos burbujeantes y coloridos brotando desde el alma rejuvenecida de la cocina? Imagino la casa llena de vida, las paredes regocijándose con nuestras constantes idas y vueltas para recoger flores y leña, arrastrando muebles, alfombras y todo tipo de adornos. Todo esto a la luz de las velas, al menos hasta que llegara el momento de desvirginizar los muros con interminables caricias de cables que, tras algunos quejidos, hubieran hecho brillar de emoción eléctrica toda la casa, convirtiéndola en la envidia de la casas vecinas y lejanas.

Casi puedo ver la casa brillando de noche durante nuestras horas de lectura, de chocolate caliente y de todo aquello en que las velas no hubiesen podido ayudar dentro de las tinieblas de nuestros desvelos.

¿Puedes imaginar la sorpresa brillando en los ojos de nuestros primeros invitados? Boquiabiertos, los amigos de siempre a cada paso recordarían un mueble, un cuadro, una tabla suelta, un garabato en la puerta o la pared, una sonrisa de la abuela o una de las historias del abuelo. Sé que ambos hubiéramos sido más felices que nunca al son de las guitarras amigas despejando la casa de los últimos restos de silencio escondidos entre algunas piedras. Y sé que hubiéramos reído a carcajadas con la primera botella de vino rompiéndose en el piso, pero que hubiéramos guardado un hosco silencio con la segunda.

La calma y el silencio que hubieran seguido al hasta pronto de los amigos habrían estado cargados de una nostalgia reconfortante perfecta para el ambiente de la casa.

Casi puedo escuchar el ronroneo del primer gato en instalarse sobre el sofá frente a la chimenea. Sé que no te gustan los gatos; pero sabes tan bien como yo que los ratones te causan un pavor indescriptible y que, tras unas primeras discusiones, hubieras acogido al pequeño minino que, después de algunos intentos fallidos, habría declarado tu cama como suya; y sabes que lo hubieras acariciado sobre tu regazo mientras ambos se dedicaban a leer tu novela y yo te hubiera sonreído burlonamente desde el fondo de mi libro a medio leer.

Es cierto que la temporada de lluvia nos hubiera exigido las refacciones del techo postergadas desde el principio. Pero luego de haber luchado toda una tarde contra aquel ejército de goteras, la ropa abrigada y el chocolate caliente jamás nos habrían caído tan bien. Y, llenos de sonrisas y calor de lana, nos hubiéramos dormido arrullados por la lluvia.

Por eso corrí a buscarte. No tenía el coraje para venir solo a descubrir que era verdad, que nuestra casa fue demolida y que sólo nos queda el umbral de la puerta para refugiarnos de la tristeza que nos llueve sin clemencia.

martes, 13 de diciembre de 2011

Giros del Tiempo

(Yvonne Rojas Cáceres)


Ya había caído tres veces estrepitosamente sobre sus rodillas, antes de atravesar el portón de esa vetusta estructura derruida; la luz brillante como una maldita ilusión, que se esparcía por el sendero del bosque, al otro lado, había confundido su sentido de orientación más de una vez.

Pensaba que si corría podía dejar el pasado atrás, perderlo de vista y continuar su presente, pero el pasado habita en la sombra que proyecta la materia, cuando la luz descubre eso que queremos ocultar dibujado en el brillo de la cara.

Se detuvo en seco, paralizando los segundos que le rodeaban desesperados, el pecho no dejaba de latir, todo su cuerpo comenzó a temblar. Miró la punta de su espada que emergía ligeramente del casquillo de cuero. Aún goteaba sangre por su hendidura. Raspando la tierra húmeda bajo sus pies, parecía herirla en cada roce.

Oteó el horizonte que terminaba a los pies de una colina de roca dura y negra. Y, lentamente, giró sobre su eje, deseando encontrar la imagen difusa de la puerta detrás de él. No estaba allí. No era posible, habría andado un trecho relativamente largo, pero la enorme estructura debía distinguirse aún, quizás tan sólo como un recuerdo o una vaga memoria. En su lugar encontró nada, sólo la sensación pesada de una amnesia y humedad colgando de los enormes abedules.

La lluvia caía más fuerte golpeando las rocas y el viento agitaba los árboles despiadadamente. Buscó refugio, era inútil seguir más, la oscuridad comenzó a devorar el bosque ahora desconocido para él. Se acomodó en la saliente de una roca tratando de ocultarse de ese ahora que impregnaba todo el aire de la noche sin luna.

Casi adherido a la roca lisa, sujetó su espada entre las manos, la abrazó fuerte y cerró los ojos, deseando regresar el tiempo atrás. No pasaron más de dos o tres minutos y el fuerte relampagueo de la tormenta le puso alerta, cuando abrió nuevamente la mirada a la oscura realidad que se cernía a su alrededor, se topó nuevamente con lo que podría ser la sombra de aquella estructura medieval, pero esta vez se alzaba cerca, a unos metros de él y su escondite. Como si los fantasmas de las horas muertas quisieran alcanzarle y tocarlo.

Sorprendido, se irguió fuera del hoyo y caminó decido pero intrigado hacia el umbral de la puerta, volviendo sobre sus propias huellas. Allí estaba, se alzaba como un cruel augurio frente a él, podía reconocer el umbral de cuerpo duro y rocoso, la figura circular dibujada con cal en el portón y, al fondo, el bosque, ese bosque en el que se hallaba o creía hallarse poco antes, los abedules hinchados de humedad y de recuerdos, el sendero iluminado por el que había corrido cubierto de desalmados momentos suicidándose ante sus ojos.

Tratando de mirar hacia esa luz de atardecer que relampagueaba al otro lado de la puerta, frotó sus ojos y agudizó la mirada. De repente, pudo ver bajo la saliente de una roca un hombre adherido a la piedra lisa, abrazando su espada y cerrando los ojos tan fuertemente que parecía querer regresar el tiempo atrás.

Pensó que su deseo se había cumplido. Sujetó su espada y nuevamente atravesó el portón, queriendo alcanzar ese instante próximo que no había nacido, queriendo dejar el pasado atrás. Pero el pasado habita en la sombra que proyecta la materia, cuando la luz descubre eso que queremos ocultar dibujado en el brillo de la cara, mientras la tormenta, al otro lado de la puerta, anunciaba un futuro despiadado.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Condenado

(Sergio Tavel)


La oscuridad se cernía sobre la irregular pared compuesta por centenares de piedras. La pequeña ventana que se encontraba en lo alto no dejaba pasar la luz o el viento. El suelo estaba frío, repleto de rastros de paja, polvo, alguno que otro hueso minúsculo de rata, orín y excrementos. La peste de seguro era insoportable, pero ya no la percibía. Tantos años en ese lugar lo habían despojado de su olfato. Tantos años agazapado en las sombras habían hecho que olvidara cómo era el poder ver. Ya ni siquiera recordaba su nombre. Los días de correr por los prados o cabalgar con la brisa golpeándole el rostro se transformaron en sueños y, paulatinamente, en pesadillas. Ese día, sin embargo, se encontraba extrañamente feliz. Ese día dejaría por fin ese lugar. Volvería a ver la luz, la sonrisa de una doncella, el gris de las paredes de su hogar. Escucharía nuevamente el canto del río, la brisa al golpear el follaje de los árboles, las risas de los niños, el susurro de la vida a su alrededor. Sentiría el calor de una hoguera, el ardor del viento en el rostro al correr a toda velocidad, el suave cuerpo desnudo de una mujer, el frío punzante del lago en el invierno. Ese día volvería e experimentar todo eso. Ese día iba a morir.

Le dolían los pies y sentía acalambrados los músculos. Sabía que el amanecer se acercaba, el resquicio de los barrotes de la ventana reflejaban un ligero destello. Entonces, dirigió automáticamente la mirada al único lugar dónde la débil luz llegaba por unas pocas horas: la gran puerta de madera. Soltó un ligero suspiro tal como lo hacía cada mañana. Un escalofrío recorrió su espalda. La odiaba. Esa puerta se había convertido en su más grande temor y obsesión con el pasar de los años. Hubo un tiempo, cuando aún conservaba sus fuerzas y su cordura, en que trató de derribarla. Día tras día, hora tras hora, se abalanzaba contra ella, el impacto la hacía temblar, pero era demasiado grande, demasiado pesada. Luego gritaba, gritaba con todas sus fuerzas, hasta que la garganta se le desgarraba, hasta que el pecho le estallaba. Pero todo era inútil. Nadie lo escuchaba ni lo escucharía jamás. Estaba solo, rodeado de cuatro paredes y una gran puerta de madera.

Se rascó la nuca, impaciente. Ya no podía esperar. Ya había tenido suficiente. Instintivamente, le echó una mirada al pequeño hueco que había en la parte inferior de la puerta. Aguzó el oído tratando de escuchar los pasos de un guardia, se harían cada vez más fuertes y luego se detendrían, por aquél pequeño hueco se deslizaría un plato con comida, los pasos se reanudarían y se desvanecerían hasta el día siguiente. Pero no ese día. Ese día no le traerían comida. Ese día iba a morir.

Se retorció un poco para estar algo más cómodo. Sentía la cabeza extraña y le picaba. Se acostumbró a sentir el cabello cayéndole por el rostro y la espalda y ahora sólo sentía los piojos caminando por su cuero cabelludo. Se lo habían cortado al ras el día anterior con la intención de que el cabello no se interpusiera en el camino de la cuchilla.

Frunció el cejo sin quitar la vista de la gran puerta. Era oscura como el azabache, tenía varias grietas y hendiduras por toda su superficie, manchas de orín, rasgaduras con trozos de piel y sangre seca. Incontables veces se había arrancado una uña o hecho un corte en un dedo al golpear, rasguñar y patearla en su desesperación.

Un par de grilletes colgaban del techo. Sonrió al darse cuenta que también se despediría de ellos. Nunca más sería encadenado. Nunca más se quedaría colgado mientras el látigo le desgarraba la espalda. Nunca más vería únicamente la puerta mientras los golpes lo hacían agonizar de dolor.

Le pareció que los minutos no pasaban. La luz estaba por abandonar la puerta y dejarlo sumido en la oscuridad nuevamente. Odiaba ese momento, así como odiaba esa puerta. La respiración se le agitó y el corazón empezó a palpitarle de forma acelerada. Se había distraído y no escuchó los pasos que se acercaron. Escuchó el ruido de unas llaves. Sonrió, si fue de consuelo o de miedo, nunca lo supo. Ya podía sentir la brisa, casi podía ver el sol brillando en un vasto cielo azul. Levantó una mano y se acarició el rostro. El estruendo de una cadena al golpear el suelo retumbó en las paredes, la puerta chirrió y la luz de un farol penetró en la celda. Dos hombres estaban parados en el umbral cuando la puerta se abrió de par en par. Con una sonrisa, dirigió un último pensamiento a su hogar.

martes, 6 de diciembre de 2011

Resignación

(Sarahi Cardona)


La he citado a las seis de la mañana en esta plaza. Sé que llegará tarde, pero necesitaba llegar antes. Quería sentir el aire frío de la madrugada, que mis ojos cansados sientan el viento lastimándolos. Al menos así tendrá sentido el querer dejar el insomnio atrás cuando ella llegue.

He venido con un vestido y me he puesto aretes. Sé que se acercará con su aliento desagradable, recorrerá con sus ásperas manos mis muslos y me lastimará el sexo. Está tardando, en el fondo no quiero que llegue, pero sé que lo hará. No hay vuelta atrás. La llamé y la necesito.

Me obligará a hacer todo lo que quiera. No me dejará salir a la ventana a ver la lluvia y tampoco dejará que saque el vino para la cena. Iré de su mano y a ella le gusta estar en un solo lugar.

Quiero respirar hondo y verla de frente cuando llegue, decirle que es bienvenida aunque sea mi última opción, que por ella voy a dejar atrás todo lo que ayer le dije a mi espejo.

La mañana no ha cambiado. Este asiento y mi último cigarrillo de libertad. Ya la veo acercarse. Me da miedo, me parece fea y simple, pero cuando llegue la abrazaré. Sí, ya la vi.

viernes, 2 de diciembre de 2011

La Ruta de la Seda

(Leslie Loayza)


Años atrás, en un cuarto azul y turbio, cuando entre la tempestad y la calma, una parte de mí se perdió, la noche me la trajo en medio del silencio y la humedad. Mis piernas me temblaban, en mis brazos comenzaban a notarse ciertas manchas moradas y el corazón desaceleraba. Sin embargo, recuerdo bien que mi rostro no demostraba sentimiento alguno y que mis ojos nunca la miraron distorsionada. Encendí un cigarrillo partido y mientras procuraba cubrir mi cuerpo con un pedazo de tela sucia sentí el peso de su mirada, volteé. Ya no estaba ahí.

Fue desde ese entonces que ella me acompaña en los momentos más dulces y bizarros de mi vida. Siempre estuvo conmigo sin estarlo, la diferencia es que ahora yo lo sé. Muchas veces pude sentir su presencia, la mayoría de ellas efímeras, pero nunca la sentí como aquella vez.

Hace un par de meses, estuve con ella, disfrutando el arrullo de su silencio, acariciando su ausencia y acostumbrándome a su belleza. Con el tiempo, fui conociendo su esencia, con el tiempo empecé a buscarla, necesitarla y desearla. Hace poco empecé a amarla.

Días atrás, me di cuenta que cada vez me cuesta más alejarme de ella, prescindir de su presencia, anhelar su figura cerca de mí con más frecuencia. Muchas veces la observo sin mirar, entre la multitud la espero y alguna vez pude sentirla y tuve ganas de escapar con ella, en medio de conversaciones, de cuando en cuando escucho su voz y al momento de acostarme mi mente la dibuja para tocarla sin importar si estoy o no con alguien.

Ayer le propuse escaparnos del mundo a un lugar lejano, desolado y escondido. Ayer le confesé mi verdad con timidez en un principio, con soltura poco después. Le dije que por ella me despojaría de todo, dejaría atrás a mi familia, abandonaría el mundo material, dejaría en el olvido antiguos amores y el actual. Y así lo hice.

Hoy despierto ligera con el alba y, por primera vez puedo sentir su piel tersa, sus ojos profundos me dicen que es mía y me reconforta. Hoy ella es real, puedo tomar su mano y caminar descalza sobre la arena fría, reír y escuchar su risa, besar su cuello y sentir el calor que emana, puedo sentirla como siento el agua gélida del mar turbulento y recostarme en su regazo. Y sin importar cuán sola esté, ella siempre recogerá mi pelo del rostro mojado, limpiará la arena adherida a la ropa y acompañará al cuerpo que yace taciturno y cianótico en medio del oleaje, el sereno y la sílice.

jueves, 1 de diciembre de 2011

La Jaqueca Vecina

(G. Munckel Alfaro)


La mañana se filtraba con toda su potencia a través de la ventana de la habitación y la luz golpeaba de lleno en el rostro aún adormecido de Lulu. Un suave gruñido y un frotarse los ojos le sirvieron para brincar fuera de la cama.

El sol inundaba toda la casa, y casi podía respirarse un calor espeso en lugar del aire matutino. Poco a poco, la agilidad con que Lulu había saltado de la cama fue dando paso a una pesadez insoportable que comenzaba a instalarse en sus pies. Ahora arrastraba sus pasos hacia el cuarto de baño, esperando encontrar una pausa refrescante en la lluvia personal de una ducha helada; pero la puerta del baño se perdía en una distancia imposible, bloqueada por un humeante espejismo. Sentía que la pesadez, que había trepado hasta sus rodillas, le permitía moverse a penas, como en cámara lenta.

La ducha helada fue útil mientras duró. Pero al salir sintió la pesadez rozándole tímidamente los muslos. Espantada, se vistió con lo primero que encontró y se precipitó escaleras abajo. Llegó a la cocina con la pesadez asiéndola de la cintura. Buscando cómo escapar del calor, abrió el refrigerador y, al sentir un ligerísimo soplo helado, se tendió en el piso de la cocina, encontrándolo menos frío de lo esperado.

Con los ojos cerrados, sintió la pesadez presionando su ombligo con uno de sus múltiples y calientes dedos. Respiró hondo, tratando de saciarse con la escasa brisa helada que despedía el refrigerador; pero lo único que logró fue instalar el aire lleno de sol espeso en sus pulmones. Ahora la pesadez amenazaba con tomar sus brazos.

Con toda la torpeza que acompaña al desesperar de calor, Lulu se levantó y arrastró sus pies hasta el gabinete de medicamentos. Sabía lo que predecía la ropa húmeda y pegajosa adherida a su cuerpo. Tenía que encontrar el frasco de pastillas antes de que fuera demasiado tarde.

En unos minutos, el suelo se vio poblado por una serie de frascos que rebotaron y alternaron entre permanecer cerrados o esparcir su colorido contenido. El frasco no aparecía y la desesperación de Lulu crecía al sentir la pesadez deslizándose por su cuello. Cuando el gabinete de medicamentos quedó vacío, Lulu imaginó que la lágrima que corría por su mejilla se evaporaría antes de tocar el piso.

Ya sentía la pesadez pellizcándole las orejas cuando logró ver, más allá de la bruma espesa de calor, un frasco blanco volcado sobre la mesa de la cocina. Decidida, comenzó su lento caminar hacia el anhelado frasco; pero la distancia que se interponía entre ella y su meta parecía no disminuir jamás. Todas sus fuerzas se acumularon en su interior en forma del potente grito de guerra que la impulsó a correr, casi braceando, hacia la mesa. En un último esfuerzo, tomó el frasco y cayó al suelo, sonriendo a su precioso tesoro. Pero ya era tarde, la pesadez que se apoderaba de su cráneo pronto se manifestó en un insoportable chirrido metálico que tronaba en todas las habitaciones de la casa: alguien tocaba el timbre.

Su rostro palideció tanto como el calor lo permitió. A toda prisa, abrió el frasco y se llevó a la boca un par de las pastillas blancas que tanto había buscado. Tenía la esperanza de aliviarse al instante, pero escuchó el chirrido del timbre una y otra vez. Sabía que las pastillas tardarían al menos media en hacer efecto.


El timbre no dejaba de sonar y retumbaba dolorosamente en su cráneo, tuvo que tragar saliva y levantarse para abrir la puerta. Sabía que la jaqueca era inevitable desde el momento en que sonó el timbre y que no tenía más opción que lidiar con ella. La vecina sabía muy bien que estaba en casa y no dejaría de tocar el timbre hasta verse atendida.

—Buenos días, hijita, ¡qué clima! —dijo la anciana desde el umbral de la puerta—. ¿Te desperté? Tienes que dejar de dormir hasta estas horas, ya son las nueve de la mañana y una señorita como usted no debería pasar tantas horas en la cama.

Mientras hablaba, con esa molesta costumbre de tutear y ustear indistintamente, la señora entró a la casa y, ya se dirigía a la cocina, cuando vio la incontable cantidad de frascos y pastillas que decoraban el piso.

—¡Pero qué barbaridad, esto es un chiquero! —criticó mientras pasaba a la cocina, sólo para encontrar el refrigerador abierto y otro frasco abierto en el suelo—. ¡Dios me libre! Yo no entiendo cómo es posible que una señorita respetable como usted pueda vivir así, ¿qué dirían sus señores padres? ¡Es una barbaridad!

El rostro de Lulu palideció un poco más, esta vez a causa de la ira que hervía en su interior. La anciana se instaló en una silla frente a la mesa, en el lugar que, indisputablemente, correspondía a Lulu.

—¿No me vas a ofrecer algo de tomar? —preguntó autoritariamente la vieja señora—. ¡Y con el calor que hace afuera! Esta no es manera de tratar a los invitados.

—Hay una gran diferencia entre invitado y visita indeseable —se atrevió a mascullar Lulu.

—¿Qué dijiste? —preguntó sobresaltada la vecina.

—Nada, nada —se apresuró a responder.

—Es que no se puede entender lo que dices cuando hablas dentro de tu boca. Qué costumbre tan molesta —criticó la señora—. Entonces, ¿no me vas a ofrecer nada de beber? Una limonada helada no estaría nada mal con este calor.

—No tengo limonada —dijo Lulu, algo turbada.

—En ninguna casa pueden faltar limones —aseguró la anciana—. Esperaré a que prepares una; pero sin azúcar.

Lulu comenzaba a perder la paciencia. Se llevó ambas manos a la cara y se la restregó con violencia. Le dio la espalda a la vieja, sacó algunos limones del refrigerador y se dispuso a preparar la limonada.

—No te olvides del hielo —le recordó la vieja.

Temblando de furia, Lulu terminó de preparar la limonada y llevó jarra y vasos a la mesa.

—Gracias, hijita —dijo la anciana mientras tragaba la limonada con avidez—. Y dime, ¿ya encontraste algún apuesto jovencito para casarte?

Lulu no atinaba a decir nada, sólo miraba a la señora, dejando que el color de su rostro respondiera por ella.

—Es que es una barbaridad que una señorita tan linda siga soltera. Si no te casas pronto, acabarás siendo una vieja solterona. Y ni qué decir de los hijos ¿cuándo piensas tener hijitos?

Lulu se resignó a esperar el efecto de las pastillas. No podía faltar mucho.

—¿Y en esta casa no se desayuna? —preguntó la anciana—. Con razón estás tan delgada. Deberías comer un poco más, así ningún hombre se va a fijar en ti. Por eso no consigues marido.

Con notable mal humor, Lulu se levantó y caminó hacia la alacena. Volvió a la mesa con un paquete de galletas que depositó de mala manera sobre el mantel, a lo que la vieja señora sólo respondió con un gesto negativo, sin dejar entender si se debía a las galletas o a la mala gana de Lulu.

—No tengo otra cosa —se adelantó Lulu al ver que la anciana levantaba el dedo al tiempo que abría la boca. Pero de nada servía adelantarle una posible respuesta, la vieja no se quedaría callada.

Mientras criticaba lo viejas que estaban las galletas, la voz de la anciana comenzó a perder todo significado y, gradualmente, se convirtió en el eco de un constante palpitar en la cabeza de Lulu. El dolor de cabeza era insoportable. Podía ver el arrugado rostro de su vecina gesticulando sermones interminables; pero los latidos de su cerebro eran lo único que podía escuchar.

Poco a poco, los latidos cedieron y la voz de la anciana se dejó escuchar nuevamente.

—¿Me estás escuchando? —parecía haber estado repitiendo desde hace unos minutos.

Mientras la vieja criticaba el refrigerador, que había permanecido abierto, Lulu supo que, si su cerebro había dejado de palpitar, las pastillas estarían a punto de surtir efecto.

Se sentó frente a la vieja, apoyando ambos codos sobre la mesa y la escuchó protestar por sus malos modales durante unos minutos. Pronto, la voz de la anciana comenzó a disminuir y, poco a poco, se fue quedando callada. La bruma de calor hacía difícil verla, pero Lulu sabía que las pastillas por fin estaban dando efecto: la figura de la anciana se veía cada vez más borrosa tras la cortina de calor y, tras unos segundos poblados sólo por la sonrisa de Lulu, la vieja se desvaneció.

Las aspirinas por fin habían surtido efecto. Es verdad que aún hacía calor; pero ahora que ese arrugado dolor de cabeza había desaparecido, sería menos duro soportarlo.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Soledad

(Yvonne Rojas Cáceres)


La luz de la luna vieja entra por la ventana y me esclaviza entre las fronteras de penumbra que dibuja. En esta habitación fría y desnuda. En este aislamiento que habitamos los dos, en un cuarto piso aprisionado del centro. En esta ciudad maldita. Porque esta pena que inventaste para deleitar tu patetismo, no me conmueve. Entonces miro todo como en una pesadilla, las calles ya no me llaman al paseo, las luces de neón que alumbraron alguna vez nuestro romance se han opacado en tu rostro, en tu voz. Mucha realidad, me digo, y te grito ¡desaparécete!

Tus heridas se adhieren a mi voz, a mi grito, y finalmente tu eco, al final del pasillo, me responde –perdóname– y no quiero perdonar. Quiero mis alas. Quiero volar. Caer, deleitarme del dolor, de ese dolor que ya no logras provocar en mi carne, en mi razón. –Confórmate– me dices y te replico –es demasiada realidad–.

Regreso a la penumbra, a la ventana que me llama, a la nostalgia que me viaja por la sangre. Me basta, me sobras. Quiero gritar y en lugar de eso susurro tu nombre desarticulado como tu deseo.

¡Desaparécete! En el cielo que me observa con ese gran ojo de plata, o donde tú quieras. Ya no ansío ver tu reflejo en el cristal de esta ventana. Se consume la furia, en su lugar está el desencanto, la indiferencia. Despierto a este segundo eterno, hecho trizas. Después y al final, la oscuridad me reclama no haber soñado.

Sigues ahí, al final del pasillo, de pie. Cubierta de tus lágrimas. Es demasiada realidad, contenida en ti en tu figura deforme que ayer me conquistaba. Esa que por una rendija penetra a mis sueños, mortífera, desnuda y furiosa. Esa realidad que traes en los ojos.

Estoy despierto nuevamente, desesperado. Y sigo implacable ¡Desaparécete! y sólo el eco me responde, el eco muerto que sólo tú y yo escuchamos, que compartimos.

Me acerco a ti sigiloso, casi débil. Te sujeto por el brazo, que intenta abrazar lo que queda de mi caridad inerte. Te abalanzas casi alegre, insegura. Acerco mi boca a tu oreja, deseosa de escucharme amarte. Con la furia que me dejaste te presiono. Te arrastro te estrangulo. Una y otra vez ¿A dónde va? ¿A dónde siquiera se dibuja mi razón? Ya no la encuentro. Y la última palabra que escuchas de mi boca es afuera de la ventana, cerca del pavimento. ¡Desaparécete! Viajes sin rumbo se disipan, y luego aparecen delineados en la historia que me persigue, que no me alcanza, que me implora paz.

Regreso satisfecho al sillón para mirarme nuevamente en reflejo de la ventana, cuando irritado descubro que estas ahí otra vez, parada al final del pasillo gritándome, –confórmate ya–.

martes, 29 de noviembre de 2011

Cuadro Cutáneo

(Yvonne Rojas Cáceres)


Eran las cinco de la mañana, la bruma de la oscuridad se invisibilizaba dejando sólo un filtro por donde el sol disparaba rayos de luz directo a sus ojos entreabiertos. No había dormido, sólo se dejó estar, caer en la pesadumbre sobre el sillón de la sala.

Todos los contornos y protuberancias de los cojines le lastimaban los huesos, tenía las manos languidecidas sobre las rodillas y su cabeza ligeramente erguida, se tambaleaba de rato en rato mostrando que ya no quería tener control sobre sí misma, sobre sus actos y sus pensamientos.

Afuera, la lluvia comenzó a caer intempestivamente y eso le llenó de una infinita nostalgia que invadió la habitación entera con una bruma espesa y gris. Y allí, en medio de ese remolino de brisa fría y húmeda que penetraba por la puerta de entrada que había estado abierta toda la noche, lo vio. Su alma se hizo añicos y comenzó a sentir cómo filosas agujas se incrustaban por cada extremo de su cuerpo.

Te esperaba hace buen rato, le dijo mientas sus extremidades se derrumbaban un poco más queriendo alcanzar el suelo, derrotadas. No había apartado la mirada de la rendija de luz que se escabullía entre las cortinas, pero notaba la presencia de él, más de una mirada profunda y directa hacia su pecho desnudo, cortándole la respiración. Acércate le dijo, y así lo hizo, lentamente hasta el fondo de su cuerpo, aleteando frenético, rozando su materia viva y cansada.

Luego con pericia de arquitecto, entre caricia y caricia, ubicó diminutos poros abiertos, cerca de la boca del estómago, tan pequeños como el rastro que dejaría un alfiler cuando se clava en la piel blanda, en carne ausente de huesos, para penetrar, abriendo orificios, rasgando músculos, tendones, epidermis, hasta el fondo de su materia viva.

Con sus garras de diantre, filudas, puntiagudas y negras, provoca en cada zarpazo, que pequeños trozos de piel y de carne vuelen disparados y como ácido que disuelve toda superficie en que salpica. Ella ha comenzado a sentir fuego en las entrañas pero se deja hacer casi deleitada, gimoteando y conteniendo las lágrimas.

Dolor, aletea girando sus húmedas alas, concentrado en la tarea de abrirse paso por la carne; hasta que se convierte en fluido rojo, ha llegado a la arteria principal, se ha materializado en sangre que se abulta congestionada en el cuello de ella, impidiéndole respirar.

Ya está contaminada, ahora él se filtra por cada ramificación, atravesando como navajas, cada centímetro de su cuerpo. Cuando llega a ese espacio del alma, parecido a una planicie latente cubierta de finas sedas transparentes, se detiene con sus ojos iluminados, otea un horizonte interno, marca un punto y nuevamente convertido en criatura alada penetra con sus dedos de cera caliente, el centro del espíritu, con movimientos circulares agranda la circunferencia como si se tratara de arena.

Sus dedos de cebo se derriten al contacto con la cálida materia del alma mortal de ella y el líquido corre abriendo surcos para gotear por las costillas y apostarse en el hueco del vientre contraído de la mujer.

Por fin ha logrado extender el agujero como para caber por medio de él y en un vuelo de segundos en el que quiebra, desgarra, corrompe, destroza, rae y tritura, llega al cerebro y se detiene.

Emanando de su propia materia rayos brillantes de luz blanca, disparados al centro del globo ocular que parece una lupa, le muestra esa realidad distorsionada que se sucede al otro lado, cada rayo de luz choca estrepitosamente con el lente quebrándolo, abriéndole una rendija por donde la luz en mil fragmentos, se dispara hacia afuera, unos como lagrimas cristalinas, otros como brillo de sufrimiento, algunos más osados como ira que acumula fluido en ese espacio blanco entre los párpados enrojecidos.

Es en ese momento en que ocurre aquel extraño hecho, en el que se puede descubrir el pacto entre este dios maldito y su víctima. Ella siente dolor un dolor infinito. Trata de zafarse de él, como siempre lo ha hecho y como siempre, él ya está tan dentro que es imposible cualquier lucha, está poseída. Besa sus manos y su pecho brillante como una llama, se deja consumir hasta el último resquicio, húmeda de fiebre y delirio.

Cuando él ve que no se mueve más, que sus ojos se han cristalizado, se levanta con cuidado de ese cuerpo ulcerado, de esa piel lacerada y se va con la lluvia que afuera, lo ha empapado todo.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Recuerdo

(Sergio Tavel)


—Jamás pensé que volvería a este lugar —susurró al viento—. Lo soñé durante tantos años.

Las hojas de los árboles se mecían suavemente y la luz del sol se filtraba entre ellas. Aquél jardín se encontraba exactamente como lo recordaba: Grandes árboles circundaban los estrechos senderos de piedra; bancos de mármol muy blanco eran visibles al borde, aunque los años les habían abierto algunas grietas; las fuentes de agua con elaboradas estatuas de doncellas desnudas, centauros y ángeles se encontraban esparcidos, imponentes como silenciosos guardianes; la sombra de la gran mansión en el fondo, vigilante, tan impresionante como siempre lo fue.

—Aquí fue donde solíamos ocultarnos cuando jugábamos a las escondidas, ¿lo recuerdas? —sonrió el niño apuntando hacía unos arbustos especialmente crecidos que ocultaban un banco casi derruido— Nadie nos podía encontrar ahí.

—Lo recuerdo —susurró el hombre mientras caminaba de la mano del pequeño.

—¿Cuántos años han pasado?

—Demasiados —murmuró con un dejo de tristeza en la voz.

Llegaron a un claro y el hombre se sentó en un banco y soltó un suspiro mientras observaba el pequeño lago artificial que se extendía por el claro.

—Siéntate —le dijo al niño.

—No —respondió bruscamente—. Me quedaré a investigar. Tú pasas demasiado tiempo sentado. No era así antes.

—Antes era joven.

—Eres joven ahora, sólo que lo has olvidado —se alejó dando saltos y se metió entre la maleza. Tenía alrededor de once años. Su ropa estaba sucia, usaba un pantalón corto con tirantes y tenía el pecho desnudo cubierto de moretones y raspones.

“Pasa más tiempo en el suelo que de pie —pensó.”

Aprovechó el momento para respirar hondo y contemplar el lago artificial durante largos minutos. Tantos años habían pasado y el lago era el mismo. Este era mi santuario —susurró—. Aquí leía, pensaba, jugaba. Aquí tuve mi primer beso —sonrió suavemente.

—¿Te acuerdas su nombre? —el niño había vuelto.

—No, fue hace mucho tiempo.

—Yo sí —le dijo con picardía—, hubo un tiempo en que no parabas de repetirlo. Lo murmurabas al viento. Lo escribías en todas partes. Lo tallabas en la corteza de los árboles.

—Sí —susurró—, pero lo olvidé, ¿cuál era?

—Si no puedes recordarlo yo no te lo voy a decir —agarró una piedra muy pequeña y se la arrojó. A continuación se acercó al lago y se agachó.

—¿Por qué hiciste eso? —le reprimió mientras se frotaba la frente.

—Porque ya no eres tú. Tus palabras son viento, las olvidaste, las enterraste —metió ambas manos al agua y la hizo chapotear mientras reía.

—Fue hace mucho tiempo.

—Pero ahora estás aquí, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces mira a tu alrededor —sacó una rana del lago con un movimiento rápido.

Así lo hizo. Los árboles le susurraban, la maleza crujía y el lago lloraba. Detrás de él, en un árbol viejo y muy oscuro había un nombre tallado. La letra era de una mano infantil y torpe, decía “Melisa.”

—¿Lo ves? —le dijo el niño mientras observaba a la rana dar saltos por el pasto.

—Sí —murmuró—, ahora lo sé —le dirigió una mirada rápida al niño—. Levántate, te estás ensuciando y tienes magulladuras en las rodillas.

—¿Y qué? —lo miró con pena— las ropas se pueden lavar, si se rompen se compran otras, si me corto simplemente dejo que la herida sane. Esta rana saltando delante de mío es más valiosa que todo eso, al igual que los árboles a mí alrededor, el lago detrás mío y el reflejo de la mansión en él, ese nombre tallado en aquél árbol, nuestro escondite detrás del banco roto y la sonrisa en mis labios. Todo esto es inmortal, ¿por qué lo has olvidado? —sacudió la cabeza y volvió a contemplar la rana.

“Porqué crecí —pensó—, me hice mayor.”

—Esa no es excusa —le reprimió el niño—. Aquellas cosas no deberían olvidarse jamás.

Entonces escuchó pasos que se acercaban. Se dio la vuelta bruscamente y vio a su hija. Una mujer muy bella de unos treinta años.

—¿Qué haces, papá? —le preguntó con dulzura.

—Recordando —le dijo. Giró la cabeza y vio que el niño ya no estaba.

—Se fue —susurró con sorpresa al darse cuenta.

—¿Quién se fue, papá? —le dirigió aquella mirada de preocupación que conocía muy bien.

—Mi niñez.

viernes, 25 de noviembre de 2011

La Ciudad en Llamas

(Leslie Loayza, G. Munckel Alfaro, Sergio Tavel, Sarahi Cardona)


Deambulaba por la ciudad en busca de cigarrillos cuando, de pronto, encontró una colilla aún encendida en una grieta de la vereda. Se detuvo un momento para considerar si debía recogerla o no y, al verla más de cerca, notó que tenía una marca de labial de un color que le recordaba a alguien, razón por la cual decidió conservar la colilla.

A los pocos minutos, se arrepintió de no haber apagado la colilla antes de guardarla en su bolsillo, que había comenzado a quemarse. Al darse cuenta de que se encontraba en una acera muy angosta, abarrotada de personas y que en la calle el tráfico apremiaba, no se decidió a lanzarse al suelo y rodar.

Llegó a gustarle tanto la cálida sensación, que ignoró el hecho de que el fuego se propagaba por el resto de su cuerpo. Sin embargo, la ardiente sensación pronto se tornó insoportable, por lo que recurrió a quitarle una bolsa de agua al niño que pasaba por su lado y, con ella, trató de extinguir el fuego. Tras ver que no funcionaba, quiso apagar las llamas de su ahora húmedo pantalón usando ambas manos, que se incendiaron en el acto. En su desesperación, se llevó ambas manos al cabello, el cual se convirtió en una llamarada que pronto bajó a su rostro. Extrañamente, la gente que pasaba a su lado lo ignoraba y seguía su rumbo.

A esta altura, se había convertido en una llamarada transeúnte y, sólo entonces, una señora asustada trató de socorrerlo tomándolo de los hombros para sacudirlo, sacudidas que provocaron el inminente incendió de su chal y, gracias a la exagerada cantidad de perfume que usaba, el fuego se propagó rápidamente, ocasionando dos hogueras humanas. La señora, que debía encontrarse con una amiga, la vio a lo lejos y corrió hacia ella. La amiga intentó apagar el fuego con su sombrero, lo que resultó en que ambas señoras ardieran en llamas. En cuestión de minutos, las histéricas llamaradas comenzaron a chocar con otros transeúntes, propagando el incendio.

En medio del caos, una de las fogatas andantes chocó con un poste de luz, causando un apagón en toda la ciudad. Pero ya no importaba. Con tanta hoguera deambulando y propagándose por las calles, la ciudad podía prescindir de iluminación eléctrica.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

A Tempo

(Sarahi Cardona)


Es una época extraña, ha nevado y han puesto leña en las chimeneas de todos los castillos. Las princesas están dormidas y los príncipes contemplan aburridos el atardecer, todas las solteronas hilan en ruecas y nadie es feliz, mas todos tienen motivos para empuñar sus espadas y pronunciar palabras de honor

Los bosques donde habitan tanto duendes como jabalíes están cubiertos de niebla y no aparece ninguna batalla posible, por mucho que las armas estén listas. Se oye música de laudes, quizá tocada por impíos, quizá por Ninfas perdidas en el bosque.

Un hombre camina sin rumbo y sin preocupación, tiene en la mirada la misma cantidad de paciencia y avidez. No lleva equipaje y por eso no se sabe qué tipo de gente es. El tiempo es raro, tiene antojos de seres soñadores y estos acaban siendo tomados por pinceles de pintores indiferentes y colgados en cuadros para habitaciones cuadradas y vacías.