viernes, 9 de septiembre de 2011

Fuego Enaltecedor

(Sergio Tavel)


Cuando arrojó el cuchillo a las brasas que ardían al final de la habitación, provocó que saltaran algunas chispas y restos de carbón. Era un lugar sucio, repleto de instrumentos de metal que colgaban de las paredes: tenazas, moldes pequeños, martillos de todos los tamaños, pinzas, un gran yunque, y algunos clavos. El hollín cubría todo dándole aquella apariencia volcánica que tanto le agradaba.

Se había tomado el día libre, lo que tenía planeado hacer le tomaría bastantes horas. La semana anterior aceleró el trabajo, alargándolo hasta avanzadas horas de la madrugada de manera que todos los Señores y caballeros habían recogido sus yelmos, espadones, cotas de malla y petos mucho antes de lo esperado por lo cual la paga fue mucho más generosa.

Se encontraba sentado en una silla de acero situada justo en medio de la habitación. Observaba con bastante fascinación el espejo grande y manchado que estaba apoyado en una mesa. El rostro que le devolvía la mirada era largo y duro, largas mechas de cabello grasiento lo enmarcaban dándole un aspecto feroz. Pero lo que observaba no era su cabello, ni sus ojos negros y profundos como un par de túneles, ni su nariz ganchuda; observaba el área quemada de su rostro, el lado izquierdo estaba completamente destruido y brillaba a la luz de las brasas con un tono rojo mortecino. De la oreja sólo quedaba un pequeño agujero y el hueso puntiagudo del pómulo sobresalía ligeramente de la piel; el fuego se había encargado de destrozar la carne y la mejilla era un amasijo de cicatrices negras y duras como el cuero repletas de hendiduras; el ojo aún veía pero tenía un tono grisáceo y lechoso.

Pasó los dedos por su rostro delicadamente, acarició las hendiduras y la piel dura que sobresalía. Le encantaba sentir que su mano no encontraba una oreja cuando se pasaba los dedos por el cabello de la sien. Pero, sobre todo, le producía fascinación la expresión en los rostros de las personas cuando salía a dar paseos por el pueblo. Lo miraban con repugnancia, con odio y miedo. Los niños se echaban a llorar cuando les sonreía con lo que le quedaba del labio. Las doncellas se ponían nerviosas y de inmediato cambiaban de rumbo, mientras que los ancianos se persignaban y murmuraban. A él le encantaba, lo emocionaba, incluso lo excitaba. Se sentía poderoso, que podía hacer cualquier cosa y nadie se atrevería a reprochárselo.

Los Señores que lo visitaban trataban de mantener su cortesía y sus modales de la corte al tiempo que hacían el mayor esfuerzo por apartar la vista de aquel rostro deforme. Él simplemente se reía para sus adentros mientras contemplaba sus expresiones nerviosas y aprensivas. Le daban asco, esos rostros pomposos nunca tendrían el poder del suyo, sus incontables títulos y posesiones no provocaban el mismo miedo que las cicatrices que lo cubrían.

Es por eso que había tomado esa decisión, la estuvo analizando durante bastante tiempo y llegó a una única respuesta: sólo era perfecto a medias. Quería que el poder se extendiera y cada ángulo sea igual de temido; que los ancianos contaran historias sobre él a los niños que no quieren obedecer; que las doncellas tuvieran miedo de su virginidad cuando pasaba por su lado; y sobre todo, que todo Rey, Señor, caballero o mercenario, temblara ante su sola presencia.

Entonces se levantó, se dirigió hacia las brasas, recogió con suavidad el cuchillo que ya se encontraba al rojo vivo y se volvió al espejo. No podía evitar sonreír. Alejó el cabello del rostro y levantó el cuchillo. Los latidos se le aceleraban y el sudor le caía por la frente. Entonces, lo acercó al lado derecho de su rostro y sintió el potente calor que emanaba. Respirando hondo, lo presionó contra su mejilla, el dolor fue intenso, delicioso, sentía como los músculos se contraían y achicharraban, como la piel se desgarraba y la carne siseaba. El olor que despedía impregnaba su nariz.

Al tiempo que apretaba los dientes acarició el resto del rostro con el cuchillo, quemando y destrozando lo que quedaba. El cabello se empezó a caer y retorcer cuando pasó el cuchillo ardiente por el cuero cabelludo. Podía ver su transformación, la sentía. La sangre le hervía, su corazón latía con tal fuerza que le pareció que el pecho le reventaría. No pudo evitar contener una erección y una risotada estridente que retumbó por toda la habitación. Ahora sería perfecto, temido y adorado por siempre.