miércoles, 27 de julio de 2011

Danza Infinita

(Sergio Tavel)


Luego de cruzar el viejo puente de madera que separaba su aldea del denso bosque, decidió que no volvería temprano a casa esa tarde. Le apetecía admirar los árboles y sentir la dócil caricia de la brisa sobre el rostro.

Su padre le había encomendado recoger leña para calentarse del frío azote del otoño que se incrementaba por las noches, el cual anunciaba la pronta llegada del invierno. Aquella tarea jamás le pareció agradable, pero no podía quejarse. En ocasiones anteriores ya había sufrido las tundas de su padre. Tenía que recoger la leña sin importar cuánto le disgustase. Aquella tarde en especial no le preocupó demasiado. Caminaba perdido en sus pensamientos. Acompañado únicamente por el crujir de las hojas en el suelo, por el bosque, y la brisa.

El silencio de los árboles sólo era interrumpido por el viento al agitar su follaje y, como un susurro, acariciaba sus oídos con delicadeza. Agitaba una vara distraídamente, dándole leves golpes a los arbustos que estaban en su camino.

Fue entonces cuando lo escuchó: Un canto se elevaba por las parduzcas copas de los árboles. Una dulzura como no había oído jamás. Se quedó inmóvil unos momentos tratando de aguzar el oído para asegurarse de que aquella melodía era real y no un producto de su imaginación; la cual, quizás, ya le estaba jugando bromas.

Luego de varios minutos, comprobó que la voz seguía allí, flotando suavemente con la brisa, atravesando las hojas de los árboles. Leve. Inconclusa. Plenamente hermosa. Sintió que su corazón ardía con un fuego abrasador. Que Morfeo sostenía su alma entre sus brazos. Se sintió vivo.

Presuroso, emocionado y, absolutamente seducido, se dispuso a encontrar el origen de aquel canto. Anduvo por un sendero que no conocía apartando las ramas sueltas de los árboles. La melodía se hacía cada vez más fuerte. Su corazón dió un brinco. La respiración se le agitaba. Estaba cerca.

Al cabo de unos metros, y luego de apartar un arbusto especialmente espeso, la vio. Allá, justo en frente de él, había una mujer, sumergida en una imperecedera danza al tiempo que cantaba con aquella voz; tan perfecta, tan sutil.

Se quedó contemplándola sin creer que fuera real. No podía ser. Pero, sin embargo, allí estaba. Su largo y oscuro cabello se agitaba en perfectas ondas al tiempo que su cuerpo se movía en un etéreo compás, fundiéndose con la brisa, con el ocaso, con los latidos de su corazón.

Sintió que su cuerpo se estremecía. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía existir tal belleza, tan pura y tan solemne? Se encontraba ensimismado. La mujer danzaba con tal delicadeza, con tal precisión, que el mundo a su alrededor existía sólo por ella. Sólo para ella.

Se acercó un poco más, dando pasos silenciosos. No quería distraerla o asustarla. Se sentó a escasos metros de distancia. En ese momento, la mujer dio un leve giro y sus ojos se encontraron directamente con los suyos. Aquellos ojos eran de un profundo color negro, casi azabache. La luna se reflejaba en ellos con un suave fulgor plateado.

No podía creerlo. Ni siquiera podía asimilarlo. Allí estaba ella. Hermosa. Delicada. Las horas se convirtieron en aves que revoloteaban en vuelos pasajeros y fugaces, que alejaban el tiempo dándole paso a la profunda noche.

Estaba enamorado. Todo lo que alguna vez conoció ya no tenía sentido alguno. Quería quedarse allí para siempre. Con ella. Verla danzar hasta que la luna devore al sol.

Hileras de destellos de luz saltaban ante sus ojos cuando la luz de la luna acariciaba su cabello. Tan largo, que parecía extenderse infinitamente hasta alcanzar las estrellas y envolverlas en un abrazo seductor y ligero.

Las curvas perfectas de su cuerpo se movían rítmicamente con la brisa, convirtiendo aquel lugar en un paraíso de éxtasis y eterna paz.

Sentía que su dulce voz le acariciaba el cuerpo, le envolvía por completo. Elevándolo por pacíficos sueños, por añoranzas, y por paisajes de un mundo perfecto, sumidos en un sólo suspiro.

De repente, comprendió que pronto amanecería. Que tendría que volver a casa. Que llegaría el momento de abandonarla. Aquella idea le pareció tan horrenda, tan atroz, que no quería creerla. No podía irse. No quería irse jamás. Allí es dónde pertenecía. Justo allí. Con ella. Por toda la eternidad.

Se levantó. Había tomado una decisión. No volvería a casa. Se dirigió hacia ella lentamente, con timidez. Tembloroso y emocionado, le tocó levemente el hombro. Para su asombro, ella no se sobresaltó, en cambio, se dio lentamente la vuelta y lo observó con cariño.

Sin pensarlo dos veces y, completamente seducido por su belleza, la rodeó con los brazos y la besó. Aquel fuego abrasador se extendió por todo su cuerpo, calentándolo. Ella, con ligereza, le devolvió el beso y el abrazo en un instante sublime.

La luna brillaba con más intensidad que antes. El mundo a su alrededor dejó de existir. Sólo importaba ella. Su dulce voz acariciaba sus oídos de tal forma que todos los demás sonidos y melodías que alguna vez disfrutó se desvanecieron en un instante.

Sus tiernos labios eran todo lo que imaginó y mucho más. Sintió que flotaba. Que el viento y la brisa lo elevaban lentamente y lo invitaban a danzar entre las estrellas. Que la luna y su luz le rodeaban todo el cuerpo. Ella lo abrazaba con firmeza, ungiéndose a él en una danza infinita. Inmortal.

Fue allí dónde se ahogó. En el lago más hermoso que había visto en toda su vida.

martes, 26 de julio de 2011

Ámbarcielo

(G. Munckel Alfaro)


Desde mi mesa, podía verla de perfil contra la ventana. Su cabello casi flotaba en el aire, brillando en desordenadas hebras cobrizas. No podía determinar el color exacto de su cabello, el nudismo de la luz al atardecer se había instalado en ella, brindándole una piel de oro y una cabellera de cobre. La imagen de ella, sólo movida por el viento pasajero, era la más perfecta metáfora de mi primera nostalgia.

Mientras comenzaba a recordar, la imagen de ella ante la ventana, casi fundiéndose con los irrepetibles colores del ocaso moribundo, se hizo difusa, convirtiéndose en borrosas manchas que aún conservaban los cálidos matices de la escena. Esos colores, todos los posibles destellos del cobre, pronto se transformaron en un largo prado dorado, brillando a la luz del ocaso, mientras tres niños corrían hacia el atardecer. Me reconocí entre ellos, deteniéndome de golpe y mirando el paisaje ambarino en el que el brillo del sol se instalaba en las cabelleras de los otros niños, que no habían dejado de correr y parecían casi dejarse llevar por el viento.

Ciertamente, la mujer de la ventana no estaba vinculada a mi infancia ni, mucho menos, a mis hermanos. Era, simplemente, una desconocida que, sin pretenderlo, se convirtió en una hermosa imagen que jamás olvidaría. Pero algo en mí vinculaba esas dos imágenes, separadas por tantos años; algo en los colores y en el viento las entrelazaba y las unía. En mi rostro se dibujó una melancólica sonrisa.


Ya no me importaba que la ventana hubiese quedado desprovista de aquella ambarina mujer, tampoco me importaba que, sin haberlo percibido, hubiese resbalado a través de las horas hasta quedar instalado en la noche, sin siquiera haber abandonado mi lugar. Un mesero se acercó a encender la vela que se erguía en medio de mi mesa y aproveché la ocasión para ordenar un whiskey.

No podía olvidar el perfil de la mujer, los colores del cielo que, durante esa efímera tarde, fueron suyos también. La luz de la solitaria vela inundaba el contenido de mi vaso, casi intacto, llenándolo de los colores de mi nostalgia, recordándome, una vez más, aquel prado de mi niñez, aquella mujer de la ventana.

Mi mente se dejaba llevar por el hilo de humo que brotaba del cenicero. Mi vista se perdía tratando de descifrar los imposibles filigranas que flotaban sobre mi cabeza. Mi vaso estaba vacío y, probablemente, la medianoche se había quedado atrás hacia ya varias horas. Eventualmente, tendría que dormir.


Me desperté antes del amanecer y, aún en la cama, encendí un cigarrillo con la intención de reencontrar el sueño; pero no tenía caso, estaba demasiado despierto. Decidí levantarme y caminar hasta el bar, esperando tontamente observar un amanecer al oeste a través de su ventana.

Era muy temprano. Las sillas aún dormían sobre las mesas y no había nadie en la barra, así que me acerqué a la última mesa frente a la ventana, levanté una silla y me dediqué a esperar.

Cuando desperté, descubrí mi cigarrillo convertido en un largo gusano de ceniza que se extendía a lo largo del cenicero que había improvisado antes de dormirme en la mesa. Todavía era temprano, pero noté a un par de meseros que conversaban apoyados en la barra. Caminé hacia ellos y ordené un café. Al volver a mi mesa, sentí el aire fresco que entraba por la ventaba acariciando mi rostro, me senté y cerré los ojos por un momento. La mujer de la ventana se dibujó en mi mente y, una vez más, una sonrisa melancólica se dibujó en mi rostro.

Sin abrir los ojos, escuché al mesero acercarse y lo sentí vacilar antes de dejar la taza de café sobre la mesa. Le di las gracias y abrí los ojos. Sobresaltado, pude ver a la mujer de la ventana entrando al bar. Llevaba un vestido de lino blanco que se mecía suavemente al ritmo de sus pasos. Era la primera vez que la veía de frente.

Vi cómo apoyaba su mano derecha sobre el cristal de la ventana mientras dirigía su vista hacia el paisaje. Casi podía sentir el mar al observarla de perfil, clavando su mirada de una manera tan profunda que parecía hundirse en su interior, alejándose completamente de las olas que se agitaban tímidamente en el exterior.

Quise levantarme y acercarme a ella, halagar la vista o su vestido, con la esperanza de que ella guiase mis palabras hacía una conversación más profunda; pero tardé menos en volver a sentarme que en pensar en hablarle. Sentía que, si dejaba de contemplarla en silencio, si hacía que apartara su mirada del mar, ella se desvanecería.

Mientras miraba a la mujer de la ventana y, a pesar de hallar cierto placer en llamarla de ese modo, decidí otorgarle un nombre. La veía y la recordaba al mismo tiempo, mezclando los colores que la envolvían en ambas visiones. Pronto, mi mente se convirtió en un campo de batalla entre los colores que la definían, tratando de determinar el nombre con el que siempre la recordaría. Finalmente, la primera imagen que tuve de ella, al igual que mi primera nostalgia, prevaleció. Los colores de aquella tarde, que ahora sentía tan lejana, se convertirían en la razón de su nombre más secreto. Desde ese momento, la llamé Ámbar.


Todos los días, me instalaba en la mesa del fondo, cerca de la ventana, esperando su llegada, muchas veces en vano. Con el tiempo, comprendí que su aparición estaba ligada a mi sonrisa. Su llegada era casi una caricia fresca, como si naciera del mar que se agitaba del otro lado de la ventana.

Las tardes en que no aparecía, dejaba que las olas se llevaran mi mirada hacia el horizonte, esa inalcanzable franja en que se diluye el sol antes de ser absorbido por el mar, siempre sediento de cielo. Perdía la esperanza junto a ese sol que se hundía con mi mirada.

Mi estadía en el hotel giraba en torno a ella. Pasaba las horas observándola o recordándola, siempre en silencio. Temía perderme una de sus apariciones. Tuvieron que pasar varios días cargados de su ausencia antes de animarme a salir del hotel y pasear por la playa. Las noches eran cálidas y me alentaban a caminar por la orilla del mar, buscando sosiego en el sonido de las olas. Con el tiempo, comencé a llenar las ausencias de Ámbar con largas caminatas por la playa.


Una noche —quizás la menos cálida, pero sin ser fría— creí verla desde la ventana. Una mujer vestida de blanco contemplaba el mar, permitiendo que le acariciara los pies. Podía ver su cabello danzando libre en el aire de esa noche, la única noche en que la vi.

La imaginaba un ser de luz. Sólo la había visto aparecer bajo la luz blanca y pura de la mañana, o minutos antes de que la nostálgica luz del atardecer inundara el bar del hotel. Pero ahora la veía de noche, la veía con tal claridad que sólo pude atribuir esta nueva visión a la luna llena, de la que brotaba el cielo.

Procurando disimular mi apuro, abandoné el bar y me dirigí hacia la playa, hundiendo mis pies en la arena que la inmensa luna teñía de azul. Corrí hacia el mar, hacia ella. La imaginaba inmóvil y con la mirada perdida en el horizonte invisible.

Disminuí la velocidad de mi carrera a medida que me acercaba a ella, comprendiendo lentamente que, en todos los días que pasé contemplándola o recordándola, nunca supe qué decirle. Y tampoco lo sabía ahora.

Me detuve a unos pasos de ella y, una vez más, la contemplé en silencio. Pensé en dar media vuelta y ya casi podía verme caminar cabizbajo de vuelta al hotel, subir hasta el bar, acercarme a la ventana, apoyar mi mano derecha en el cristal y perder mi mirada en la perfecta fusión entre noche, mar y Ámbar. Pero sacudí la cabeza, deshaciéndome de esa idea, respiré hondo y avancé hacia ella. Al caminar, sentía que los pocos pasos que nos separaban se convertían en horas de camino hacia una distancia incierta.

Llegué hasta la orilla del mar y sentí la espuma azulada acariciándome tímidamente los pies. Dejé que mis ojos navegaran hacia el horizonte invisible, donde supuse que encontraría la mirada perdida de Ámbar, que permanecía de pie a mi lado.

Lentamente, comencé a girar la cabeza hacia la izquierda. Por fin me encontraba realmente junto a ella. La emoción de verla a mi lado se acumulaba en mi pecho, creciendo a cada instante como un suspiro contenido por décadas. Casi podía sentir su respiración marcando el ritmo del vaivén de las olas.

Se había ido. Desconcertado, miré en todas las direcciones posibles, buscando encontrar el color de su vestido adentrándose en la noche, buscando las huellas de sus pies en la arena; tratando de escuchar el sonido de las olas chocando contra su cuerpo; tratando de recordar el sonido de sus posibles pasos alejándose. Nada. Se había ido.


Con absoluto desgano, mi mano extrajo la cigarrera y el encendedor del bolsillo de mi pantalón. Me llevé un cigarrillo a la boca, lo encendí con torpeza y fumé perdiendo la mirada en el mar.

Tras unos minutos, el humo del cigarrillo se apoderó de mis ojos, obligándome a cerrarlos y restregarlos con mi mano libre. Al abrirlos, noté una pálida figura brillando en medio de las olas, no muy lejos de donde me encontraba. Incrédulo, me adentré unos pasos en el mar, para comprender que veía la espalda desnuda de Ámbar y su cabellera flotando a la luz de la luna. La vi girar la cabeza y mirarme. Una imperceptible sonrisa se dibujó en su rostro antes de sumergirse en el mar.


Di media vuelta y comencé a caminar cabizbajo de vuelta al hotel, subí hasta el bar, me acerqué a la ventana, apoyé mi mano derecha en el cristal y miré hacia el mar. Me llevé un cigarrillo a la boca, olvidando completamente encenderlo. Por última vez, le permití a mis ojos perderse en lo que alguna vez fue la perfecta fusión entre noche, mar y Ámbar.

En completo silencio, el cigarrillo apagado resbaló de mis labios y tocó el suelo. De golpe, lo comprendí.

—¿Se encuentra bien? —preguntó un mesero que había estado observándome.

—¿Qué? Sí, sí. No es nada.

—¿Está seguro? ¿Le sucede algo?

—No es nada­ —repetí—. Es la brisa.

lunes, 25 de julio de 2011

Vista hacia un Café en una Tarde de Lluvia

(Sarahi Cardona)


Llegué tarde, unos minutos, pero tarde. Él ya estaba con ella, los vi por las ventanas ambarinas del café. Y admito que es realmente hermosa, es seductora y es femenina. Todo lo que se dice de ella siempre tiene que ver con misterio, brujería y pasión. Es fina, elegante, se mueve como si estuviera danzando. Me gusta verlos juntos, ella me atrae, me enloquece, me excita. Voy a entrar, quiero que ambos me vean, quiero que nos vayamos a casa, que él me desnude y la casa se inunde con el aroma de ella. Quiero que después de hacerme el amor, se quede viéndome a mí, con ella. Pero, no, mejor los dejo solos un rato más, son la imagen perfecta que quiero conservar. Él, el hombre que nunca acabará de ser mío, con el que se me perdieron los besos más cómplices y masoquistas y ella, su copa de vino que me dice que no hay más espacio para mí.

miércoles, 20 de julio de 2011

Esa Noche

(Sergio Tavel)


La oscura habitación se iluminó de repente con una luz intensa y fugaz como la de un relámpago. El estruendo que estalló, había sido tal, que su eco todavía reverberaba en las sucias paredes.

Le temblaban las manos; no de nervios, no de miedo, sino de satisfacción. Una profunda satisfacción se movía en su interior, reptando y colándose en cada inhalada de aquel aire sucio y pútrido que impregnaba su nariz.

Retrocedió lentamente y, con presteza, sacó un cigarrillo del bolsillo interior de su chaqueta. Lo acercó a los labios y lo encendió sin prisa, casi como si quisiera saborear lentamente cada segundo. Duró menos de lo que esperaba, pensó.

Miró a su alrededor, observando por primera vez aquella habitación con detenimiento. Este lugar es un basurero, dijo con aspereza, al tiempo que exhalaba el humo del cigarrillo. Sin darle mucha importancia, se dirigió a un viejo sillón que estaba cerca, y se sentó, impávido.

Maldito, murmuró, mientras dirigía su mirada al hombre que yacía en el suelo a pocos pasos de distancia. Había caído de tal forma que su cuerpo se encontraba en una posición extraña. Aún tenía los ojos abiertos y, de una forma repulsiva, reflejaban con un destello la luz del farol que se filtraba por la raída cortina entreabierta.

Lo observó en silencio por varios minutos. Distraídamente, pasaba los dedos por el revólver que aún sostenía en la otra mano, casi como si lo acariciara. Tanto tiempo, se dijo, tanto tiempo. Repetía aquellas palabras una y otra vez como si no diera crédito a lo que acababa de ocurrir. Te busqué por tanto tiempo.

¿El tiempo? Ya no importa. ¿Qué es el tiempo? El vacío... del todo. Estos pensamientos recorrían su mente, presurosos, y se desvanecían en un instante. ¿Estoy feliz? ¿Tendré paz al fin? No, ¿cómo podría tenerla? Inhaló el humo ligero una vez más. Su rostro, se sorprendió, está idéntico a como lo recuerdo. ¿Recordaría el mío? Quizás. Aunque, tal vez no. De seguro no fui el primero… ni el último.

Fue tu error, sonrió, no debiste llevarte aquel anillo. Di contigo, lo hice. ¿Acaso lo observaste con detenimiento alguna vez? Quizás sólo era un simple anillo para ti. Una baratija. ¿Notaste las iniciales talladas en el borde? No, de ninguna manera.

La policía ¿Qué fue lo que hizo? Nada, absolutamente nada, apretó el puño con fuerza. Arrojó el cigarrillo ya consumido hacia el cuerpo con un hábil movimiento de los dedos.

Me juraron que ya habías huido. Que era imposible encontrarte: “Debe estar ya muy lejos.” Eso fue lo que dijeron. ¿Cuánto tiempo te buscaron? Un año, tal vez dos. Recuerdo que les gritaba: “¡El anillo! ¡Se llevó su anillo! ¡Tiene sus iniciales!” ¿Me hicieron caso? No, jamás: “De seguro ya lo vendió.” Esa fue su excusa. Pero no desistí, frunció el entrecejo y encendió otro cigarrillo, jamás desistí.

De repente, notó que la sangre empezaba a rozar el borde de sus zapatos. Sintió asco, repulsión. Se levantó de un salto y se alejó unos pasos. Entonces reparó en el orificio que la bala había dejado en su pecho. Tan ridículo. Tan inútil, hizo una mueca de desprecio. Por tanto tiempo te temí, te odié, ¿y ahora? No eres nada.

Sintió aquel fuego crecer en su interior, tal como lo había sentido momentos antes. Sostuvo el cigarrillo entre sus labios y, respirando agitadamente, levantó el revólver y le apuntó con el. El estruendo, le pareció, fue aún mayor que el primero. Mucho más ensordecedor. Pero no le importó. Decidió que ni siquiera le daría un último vistazo al cuerpo. Ya no importa, no importará nunca más.

Con paso ligero, se dirigió hacia la puerta mientras guardaba el revólver en la empolvada chaqueta. Momentos después, se encontraba caminando por la oscura vereda, apenas iluminada por un farol solitario. La noche, la ligera lluvia, y aquel cálido cigarrillo, eran su única compañía.

Lo hice, susurró, lo hice. Siguió caminando sin poder evitar el torrente de recuerdos que se introducían en su mente y que, por tanto tiempo, lo habían atormentado. Recordó aquella noche, fría y lúgubre, aquella noche en la cual su vida cambió para siempre.

¿A qué hora ocurrió? murmuraba, no lo recuerdo. Tenían que haber sido las tres de la madrugada. Sí, tenía que ser. Sus pasos retumbaban en el silencio de la noche. No lo escuché, dijo con un dejo de culpa en la voz, no desperté a tiempo. Dobló una esquina y siguió andando por un callejón aún más desolado.

Debió haber sido el ruido que produjo la verja cuando él saltó encima de ella o, quizás, el seco sonido de sus pies al golpear el suelo. De cualquier forma, ella se despertó. ¿Preocupada? ¿Asustada? ¿Quizás, con coraje? Me gustaría saberlo. Se detuvo de repente, me gustaría saberlo.

Continuó avanzando sin saber muy bien adónde se dirigía. Arrojó el cigarrillo a un lado de la vereda y, mientras tosía, se dispuso a encender otro. Y yo que jamás fumaba...

No desperté a tiempo. Ese día trabajé demasiado, estaba cansado. Debí despertar, pero no lo hice. No, sí lo hice. Desperté. Fue su grito y ese estruendo, lo que me desgarró el alma, la voz se le quebraba. Me levanté de un salto de la cama. Me dirigí a la sala… y la vi. Y lo vi a él.

Cuando llegué ya era tarde. Me apuntó a mí. Jaló el gatillo… y me destrozó la mejilla, dijo con burla, al tiempo que distraídamente rozaba con los dedos la cicatriz que deformaba ligeramente su mejilla izquierda.

¿Cuánto tiempo pasó hasta que recobré el sentido? No mucho, creo. El dolor era intenso. La cálida sangre brotaba a chorros. Pero aún así, me arrastré hacia ella. Respiraba. ¡Todavía respiraba! La mano que sostenía el cigarrillo le temblaba. Estaba empapada en sangre. Me dirigió una mirada confusa. No pude articular palabra… no pude, dobló otra esquina, y continuó su marcha solitaria fumando con más intensidad que antes.

Fue esa noche, dijo con austeridad, la noche que vi a mi hermana morir en mis brazos, arrojó el cigarrillo a medio consumir e introdujo las manos en los bolsillos. El frío era cada vez más intenso. Pero ya está hecho. Lo hice. Después de tanto tiempo, lo logré. ¿Paz? Jamás la tendré. No la quiero. No quiero nada, absolutamente nada.

Siguió andando con la cabeza gacha. Adentrándose en la oscuridad de incontables callejones solitarios. Sin rumbo. El pesar del andar de sus pasos era lo único que se escuchaba. La luz de un farol, intermitente, proyectaba en el suelo su larga sombra. Se sentía como un espectro. Como un verdugo. Como un alma perdida.

Pasaron doce años… doce largos años.

martes, 19 de julio de 2011

9

(Yvonne Rojas Cáceres)


Escúchame. ¿Arrepentimiento? No. El fin siempre justifica los medios. Aunque sé que me podría excusar de esta desesperación que como telaraña se ha colado entre mis papeles de oficio y el alma. Pero no. Me dejaste hueco el pedacito de cielo que colgaba de mi ventana urbana. Ya no puedo volar. Sin epitafio, sin féretro. Sálvame, concédeme un “Descanse en paz”.

No me lo dijo el jefe, ni siquiera el bocón de Paulo. Leí la nota en el absurdo matutino de mala muerte, así lo habías planeado: “Se suceden una serie de desapariciones misteriosas en el pueblo. La policía no tiene idea”.

No vi su foto en el panel de corcho a la entrada de la oficina, nunca miro los obituarios frescos, y esta vez dolía demasiado. Yo sé mejor que nadie lo que se siente ser retratado en ese trecho de hiedra seca. Estar en trocitos y sin respirar.

Los cuerpos, esos cuerpos dejan una marca como si se hubiera pintado con un carbón el contorno de su silueta, adquieren posiciones extrañas y hasta incómodamente grotescas y, en otros casos, se presentan ciertas pistas que comprometen al eclipsado con una muerte violenta y cruel. Cercenamientos que luego se convierten en tu colección más preciada, que significan algo de vida, que destilan sangre tibia, que laten, aunque sea por unos minutos más.

Es curioso, pero no logro recordar cuándo comienza todo, quizás son años o tal vez sólo meses, el único conteo que te mantiene en pie, es el de lo que ha desaparecido. 39. Lo que sí se mantiene fresco en mi memoria es un incontenible dolor. Todas y cada una de las pistas que me acercan a cada tránsito de su cotidiano, de sus estupideces de mortales comunes y corrientes. Hasta la última. Primero, porque en este lugar todos se conocen demasiado, luego porque de una u otra manera llegué a sostener extraños encuentros con cada una de las víctimas antes de forzarlos a ser misterio, abandonando la huella de su silueta dibujada en el muro del colegio, en la fosa del cementerio, tallada en la corteza de un árbol, en las seis escalinatas de un sótano, bajo las florecitas o en la lavandería del hotel.

La más complicada fue Raquel. Esa noche, las alucinaciones me invadieron. Había imaginado el bosquejo en la cocina, marcado entre el mesón de mármol y el suelo, yaciendo jaspeado, con un granate de líneas que cubren su materia y las manchas de sangre regadas en la mesa, los utensilios, el lavaplatos y las paredes, un rastro que conduce de la puerta trasera de la cocina hacia el patio y luego se pierde justo donde comienza el pavimento de la calle y todo termina ahí. Se me moría la ilusión, se me esfumaba la voluntad y, como una droga, necesitaba más. Esa noche escogí el caserón abandonado. Te gustan las enredaderas olorosas y llenas de florecitas blancas. Una cursilería que me sentía casi obligado a cumplir. Podía hacer todo por ti, pero esas fanfarrias tuyas me incomodaban de sobremanera.

Por la cantidad de rastros carmesí que se abren como amapolas en la silueta marcada en el piso, se podían contar 23 puñaladas que atravesaron hasta la cerámica, tan duramente hechas que algunas traspasaron el azulejo. Podía sentir el quebramiento de sus huesos, el brotar de la sangre, el espasmo de su materia.

Rastros de pellejo y algunos dientes, mechones de cabello rubio y una que otra uña que anuncian un eterno forcejeo. Sin embargo, el resto de la casa, desquiciantemente ordenado, ni una pista, ni una huella. Nada. Ninguno de los vecinos, ni siquiera él mismo, que estuvo esa noche allí al frente agitando sus persianas, pudo notar disturbio alguno.

Luego, el déjà vu. Comenzó con Raquel y luego le siguieron los otros 38. Soñaba reteniendo en mis manos enfurecidas un cuchillo cebollero, encajándolo en la piel y materia flácida de aquella mujer que luchaba recostada en el suelo, luego sentía como mis manos empujaban su rostro hacia la cornisa de mosaico, propinándole golpes como a un saco de arena, los dientes volaban por el piso y eso te deleitaba asquerosamente.

Despertaba sudando y sujetaba mi rosario, imaginaba que, en tu sueño o en el mío, estaba protegido del remordimiento y la culpa. Al igual que tú. Además, los fantasmas ya no registran sensación alguna. No la conocía, pero me incitabas a hacerle daño, me contagiabas de un deseo ferviente, casi sexual, en el acto violento de matar.

Luego la desaparición, el lugar, el patrón encajaban con el sueño y me desesperaba, temía a la sospecha. Debía tomar un café bien cargado con un trago de whisky para volver a la realidad, todos me observaban sin decir nada sólo rumoreando mi comportamiento extraño de esos últimos meses, pero me sentía en mis cabales. Y debía, de alguna manera, cumplir tus patéticas peticiones.

Creo que sospechaba que algo ocurría conmigo, por supuesto no dije nada a nadie, aunque más de tres veces estuve rasguñando el muro de mi soledad para tratar de hallar un confidente. Me contuve y dejé que, como una rueda, giraran los extraños hechos que me trajeron hasta aquí. Hasta donde tú misma me orillaste.

Primero te sentí, no le di importancia. Supuse que se trataba de un trauma de niñez oculto en mi inconsciente; hasta que pude verte, rodeada de velas olorosas, con los ojos volcados hacia atrás y escupiendo flema por la boca, te veías grotescamente poseída y me hablabas balbuceando mientras tu cuerpo se sacudía con espasmos frenéticos. Te pregunté qué querías de mí y tu única respuesta era otra pregunta: ¿Dónde están? Y luego 9, 9, 9; repetías ese número hasta el cansancio; fue cuando supe que no habrían más desaparecidos. Que te habías cansado de mí, que ya no me necesitabas. Era peso muerto en tu frenética huida de la razón. Ahora vete, despierta a tu mundo perfecto.


El ruido del televisor encendido la despertó, se levantó desesperada después de la horrible pesadilla, eran las 5 de la mañana, aquella confesión que ese extraño y onírico ser le había revelado comprimió su alma en una diminuta caja de angustia que parecía colgar en el aire pendiendo de un delgado hilo que la conectaba a la realidad, quizás su aura, a miles de metros del suelo. ¿Por qué se sentía tan culpable? Sabía que los números del 1 al 9 están asociados a características específicas, que juntas abarcan toda la experiencia de la vida. Pero era la cara de la muerte, fría y azul, frente a ella.

Debía esperar que el departamento de policía abriera al público. Pero no podía quedarse un minuto más en su cocina, sentía pánico y la presencia de ese misterioso hombre de su sueño, riendo detrás de sus dientes de desfiladero, meneando el cuchillo frente a su rostro en un vaivén inaguantable de horror. Preguntándole qué deseaba más ¿otra víctima?

Salió cubriéndose el pijama con un abrigo y las botas de nieve. Hacía frío, pero ni la semi oscuridad del amanecer ni el viento que calaba los huesos eran tan terribles como quedarse ahí sola en la cocina.

—Disculpe, quiero comunicar algo importante.

—Dígame señora.

—Es sobre los desaparecidos.

—¿Tiene información?

—No, no sé, debo hablar con el oficial a cargo.

El guardia la condujo a la oficina del teniente, mientras ella discurría la forma en la que le contaría lo que había vivido durante tres semanas de pesadilla.

—Mire, yo tengo un don algo extraño, no sé si me va a creer, pero logro hacer contacto con muertos.

El teniente reclinó su cuerpo en el respaldo de su mullido sillón de cuero mientras dibujaba una expresión burlesca en su rostro.

—¿A qué se refiere?

—Tiene que hacer algo para que pueda creerme, de otra manera va a mandarme al manicomio. Por favor debe confiar en mí esta vez e ir exactamente a donde le voy a indicar, luego hablaremos.

Después de varias argumentaciones, se subieron a una patrulla y condujeron hasta las afueras del pueblo, hacia el magnífico caserón abandonado. Ingresaron al jardín trasero algo descuidado pero hermoso y siguieron una extraña pista de gotas de cebo de vela que se extendían hacia la enredadera de flores.

—Cave allí, justo en el borde de la enredadera.

El teniente siguió su orden como poseído por una curiosidad morbosa. No hubo levantado más de 10 puñados de tierra y por entre el húmedo estiércol de abono emergió un dorso blanco, luego la mano entera se dejó ver con el meñique y el anular arrancados de cuajo. El teniente se reclinó espantado cogiendo su radio mientras ella miraba el horizonte de la mañana de espaldas a la escena.

—¿Ahora si me va a escuchar? Son 9.

lunes, 18 de julio de 2011

Canela, Melón y Café para la Gloria

(Sarahi Cardona)


Su vida había transcurrido en el mismo pueblo, sin más esperanzas que el viento y, por toda aventura, una escapada al río. Se había casado a los 16 años con un vecino trabajador y decente. Hacían el amor todas las noches. En su casa habían manteles y flores y los días simplemente transcurrían según la costumbre.

Lo único especial en su vida era un espejo gigante en su sala, al que le daba la luz del sol de frente. Ella esperaba la tarde para desnudarse frente a el. Se sentía sensual, femenina, poderosa; jugaba con la luz y sus manos para acariciar su piel, se creía perfecta. Hasta que el sol se ocultaba y volvía a la cocina.

Había sido amante de la gente importante del lugar, había tenido aventuras con todos los turistas que le parecieron interesantes; pero nada le quitaba el miedo, la obsesión, quería ser deseada más allá de la muerte, existir con su esencia salvaje y apasionada. No necesitaba que la amen, sino que la deseen, que la admiren, que la recuerden.

Llevaba 15 años coleccionando recortes de periódicos. Cada día, aumentaban los asesinos, muchas formas de matar y ninguna digna de su cuerpo perfecto. Hasta que lo encontró. Un hombre de 40 años, atractivo, tan obsesionado con la belleza como ella. Embalsamaba a sus víctimas y se pasaba meses enteros haciéndoles el amor, acariciando su cuerpo, llenándolas de luna y pasión. Cuando la policía encontraba los cuerpos, les faltaba el clítoris, era su suvenir.

Se puso un vestido rojo, el color que combinaba con sus labios y sus pezones. El perfume que había preparado, su receta secreta, canela, melón y café. Se fue a buscarlo, a buscar su gloria.

La invadía la sensación que la enloquecía, era “eso” que subía y bajaba en su vientre, que jugaba con su ombligo, era miedo y ansiedad, eran ganas y aprensión. Pero estaba decidida. Toda la vida había sido una más. Ahora sería ELLA.

La policía encontró su cuerpo a los pocos días, ya empezando la descomposición, pero el vestido estaba intacto, no había señales de violación.