lunes, 21 de noviembre de 2011

La Duda del Hada Escribidora

(Yvonne Rojas Cáceres)


¿Qué pasaría si al centro de la cueva emerge un terrible dragón? Preguntó el hada que llevaba buen rato tratando de sostener sus alas temblorosas, para evitar salir disparada del salón.

El duende contestó, lo primero es respirar bien hondo, tomar las cosas con calma y si las palabras mágicas no resultan, sólo lanza una sonrisa, a veces y te lo digo por experiencia, eso resulta.

¿Por qué a veces? Pensé que siempre resultaba, dijo el hada mordiendo la duda para no gritar. Mientras en su pequeña cabecita las ideas volaban empapadas de sorpresa. Para nada el aspecto de su amigo el duende había sido favorecido en dones, pero su sonrisa, siempre le tranquilizaba y gracias a eso, de él comenzaban a fluir las historias que contar, como la brisa. Entonces era preciso darle un toque de inquietud a esa situación.

El duende se recostó en su mullido sillón, en actitud dubitativa y miro al hada con intriga, tamborileando con su lápiz amarillo sobre las hojas verdes de su cuaderno; no podía entender cómo un ser encantado como ese, al que se le había encomendado la tarea de identificar a quienes se merecían conocer la belleza del mundo mágico, no conciba que las criaturas tienen un carácter, una personalidad, una actitud. Así como el dragón que lanza fuego por sus fauces cada vez que le cosquillea el dedo pequeño de la pata.

El hada entendió, al menos ese momento que su pregunta no venía al caso, pues sí conocía la táctica para semejante descripción. Y se quedó parada ahí por unos segundos mirando el techo, esperando que sus tantas preguntas no fastidiaran a su amigo y terminara por expulsarla de su propia conciencia.

El duende le dijo, al final mi querida, usa tus polvos mágicos. Ellos están hechos para remediar las fisuras de la vida que te aquejan. Y trata de evitar que las anécdotas de la supervivencia te hagan girar en malos aires cuando acabas de tomar ciertas pociones, hechas para marearte, así podrás beberte cuanto se te ofrezca sin peligro alguno que después tengas que pedir ayuda para abrir cualquier traba que se te presente.

Las sabias palabras del duende sirvieron al hada que se sintió más tranquila, sujetando el don preciado que la naturaleza le había otorgado, la simpatía de escribidora, dejó de cuestionarse por qué le tocaría ser el espacio callado y tranquilo de toda reunión, ni por qué esa mirada suya tendría un brillo especialmente apaciguador.

Cogió su pluma y su tinterillo y se fue volando a imaginar sus historias en su pequeña casa de ese su gran mundo, pero se percato de tener siempre suficiente polvo mágico en la bolsa, cerca de los chocolates, por si alguna vez tendría que lidiar con alguna histérica hechicera de palabras dispersas y oraciones cortas, que se había mudado al centro de su mesa de escribidora, justo en medio de las flores de su jarrón, esa que sufre de mal de amores aunque nunca haya amado; o, aquel viejo cascarrabias del parque de grises por donde pasa de camino a su morada, cada vez que puede acordarse dónde está, ese que más que de sabio, tiene de antipoeta; o, quizás ese herrero maldito, que adora mutilarse soñando con hermosas damiselas y que vive justo ahí, en la palabra final de algunos de sus cuentos; o esa especie de criatura indefinible que con cierta paranoia a las alturas, se imagina siempre perseguida por fantasmas del pasado.

Comprendió al fin que sólo una sonrisa bastaba para atravesar cualquier fantasía, o enfrentarse a cualquier criatura y, de todos modos, en esta tú nueva historia, una errata mi amiga, siempre es útil, le dijo el duende mientras la despedía desde su balcón.