miércoles, 18 de agosto de 2010

Las Horas sin Tiempo

(G. Munckel Alfaro)


“El tiempo tiene un miedo cienpiés a los relojes.”

(César Vallejo)


La lluvia de la madrugada aún podía adivinarse en lo que restaba de la tarde: el olor a tierra mojada, el tono gris oscuro del asfalto húmedo, el cielo pintado con ambivalentes nubes.

Miró el reloj de pulsera por cuarta vez en esa cuadra: las seis y media (aún). Se recogió el cabello en un sencillo y leve moño. Caminó. Sintió que el calor del abrigo no era suficiente y pensó en comprar cigarrillos para confundir su temperatura. Miró el reloj una vez más, pensando en lo inútil de aquella operación. Su paseo por la ciudad no dependía del tiempo; salió a caminar sin rumbo y respirar el perfume de la lluvia, nada más.

La botella de vino que la acompañaba envuelta en una bolsa de papel había quedado medio vacía, medio llena. Se la llevó a la boca y bebió del pico de la botella. Estaba sola, no hacían falta vasos ni formalidades.

En la esquina, apoyado contra un poste de luz cubierto de afiches pretéritos y húmedos, se dibujó la silueta de un hombre fumando. Solo, quizás esperando a alguien o sólo disfrutando de la combinación de aire fresco y tabaco. Caminó hacía él, dio un par de pasos alejándose y se detuvo.

Retrocedió y le pidió un cigarrillo. Rápidamente, él sacó la cajetilla arrugada del bolsillo de su chaqueta y ofreció el cigarrillo sin decir una palabra. Encendió un fósforo y se lo alcanzó.

—No gracias, no fumo— dijo ella, y guardó el cigarrillo en el bolsillo interno de su abrigo.

Él, a modo de respuesta, arqueo las cejas, sorprendido. Se sintió confundido, pero no se atrevió a emitir palabra alguna, sólo la miró. La miró y algo dentro de ellos se ató. Fue casi un pacto silente, el nacimiento de cierta complicidad que sólo ellos conocían.

Ella reanudó la marcha y él caminó a su lado, fumando. Recibió la botella y, sin averiguar qué contenía, se la llevó a la boca. Vino tinto. Caminaron un largo tramo en silencio y, tras varias cuadras, se sentaron en la banca de una plazuela vacía.

Él encendió un cigarrillo. Ella miró su reloj. Entonces él sintió miedo. El cielo oscureció y los faroles pintaron el ambiente con luces nocturnas y anaranjadas. La botella había llegado a su fin.

Cuando ella se dispuso a mirar nuevamente su reloj, él se levantó y caminó hasta la vereda, dio media vuelta y se quedó inmóvil al borde del camino. Pero la contemplaba. Ella oscilaba entre mirarlo y mirar su reloj. Las seis y media (aún).

—Hace horas que son las seis y media— dijo ella, seria, y dirigió su intensa mirada a lo que los grises edificios permitían ver del horizonte. La distrajo la repentina voz del hombre:

—Ya no tienes tiempo, o ya tuviste demasiado— dijo con un tono de voz ambiguo, que no dejaba entender si se trataba de una pregunta o una afirmación. Se acercó a ella, puso una mano sobre su hombro y, con la otra, la invitó a levantarse. La miró y descubrió que aquellos ojos irradiaban melancolía. Sintió que se perdía en ellos. Algo en su melancolía lo paralizaba, lo fascinaba.

Se quedaron de pie, frente a frente, en el borde de la anónima plazuela. De pronto, él sacó un cigarrillo de su chaqueta y lo miró. Cerró el puño con el cigarrillo adentro, se separó un paso de ella, tomó su mano izquierda y acercó el puño a su muñeca. Al abrirlo, un largo insecto plateado bajó de la mano y se posó sobre el reloj, se hundió en su interior y desapareció. El reloj volvió a funcionar.

—Quizás sólo sean unas horas, quién sabe. Sólo puedo ofrecerte mi tiempo, es todo lo que tengo. Ahora es tuyo, dispón de el como te plazca— dijo él, mirándola con ternura.

Ella lo miró. Miró su reloj. Tuvo miedo, pero esbozó una dulce sonrisa. Se acercó a él y lo tomó por ambas manos. Recordó la mano que, minutos antes, se posó con ligereza sobre su hombro. Recordó haber imaginado el gesto antes.

—Siento que estoy robándote tiempo— comenzó a decir ella, con cierta tristeza danzando en su voz. Pero se vio interrumpida por la tímida voz del hombre.

—Al robarme horas, las conviertes en minutos y, en cierto sentido, siento que soy yo quien sale ganando y robándote tiempo.

Comenzaron a caminar, buscando donde refugiarse de la lluvia que se hacía inminente. Entraron a un café y se acomodaron en una mesa pequeña. Ordenaron una segunda botella de vino. Llovía.

En la mesa, junto al cigarrillo que humeaba sobre el cenicero, el tiempo corría libre, entre ambos y envolviéndolos. Cada vez que uno de los dos miraba el reloj de pulsera abandonado sobre la mesa, el tiempo temblaba. Lleno de ilógico miedo, se alejaba corriendo con sus incontables patas de segundero hasta el extremo de la mesa. No se percataba de que ambos ignoraban su existencia, su paso y su rastro.

Afuera, la lluvia pintaba las calles. Los faroles se expresaban, con dorados y cobres, danzando entre las gotas. Adentro, el vino llenaba el lugar con el perfume que emanaba de las dos copas. El cigarrillo insistía en dibujar irrepetibles filigranas en el aire. El tiempo pasaba girando sobre la mesa redonda.

La conversación entre ambos —él y ella; la lluvia en la ciudad y el ambarino calor del refugio— derivó en futuros encuentros. La noche se hacía notar en las pausas. Pronto, la botella de vino y la cajetilla de cigarrillos se agotaron (quedaba uno, refugiado en el abrigo de ella, quien lo llevaría consigo sin saberlo).

Las horas de la noche pasaron en minutos. El reloj se acercó sigiloso al tiempo y lo encerró en su interior. Al parecer, era tarde.

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