martes, 9 de noviembre de 2010

Transformaciones Cotidianas

(Paola Rodríguez Angulo)


De pronto, sin ningún aviso, sin dolor, ni si quiera un cosquilleo, su pie había desaparecido (o por lo menos el pie que conocía). En lugar del zapato de charol recién lustrado con el que se había subido a ese 3V, tenía un impúdico pie semidesnudo, apenas envuelto con las dos delgadas tiras de goma de una chancleta; tenía las uñas largas y pelo en las falanges.

Estaba seguro de que ese era su nuevo pie, pues pensaba en mover el dedo gordo y éste bailaba libremente al ritmo de la canción que tenía en la cabeza.

Lo observó con detenimiento: no le gustaban sus nuevas uñas, estaban, además de largas, desiguales, parecía que su dueño original trató de cortárselas con los dientes y no con un cortaúñas. En fin. “No todo es perfecto” pensó él.

Un frenazo en seco hizo que se golpeara la cabeza con la mujer que estaba justo delante de él. Bajaba uno, subían seis, cada vez más apretados; en algunos asientos entraban hasta tres personas y el pasillo se sentía cada vez más angosto.

El aliento oscuro de un individuo, demasiado alto para el bus, le rozaba la nuca causándole un cosquilleo constante. Él aguantaba la risa todo lo que podía hasta que una, sólo una, carcajada sonora salió desde su estómago. La gente que estaba a centímetros de él interrumpió su tímida charla a murmullos.

La carcajada lo distrajo. Sin darse cuenta, su mano dejó de ser la que conocía. Su nueva adquisición estaba repleta de bijoutería dorada y unas muy cuidadas largas uñas color carmesí. Pensó que contrastaban con las del pie.

Otra parada. Nadie bajó, sólo subieron. Más ajustados si eso es posible. Él sentía que esa regla de la física que dice que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio, ya se había roto dentro de ese bus. Preocupado, temió que se rompan más leyes físicas y que todos empiecen a flotar. El chofer bailaba en el volante al ritmo de la música que chillaba su pequeña radio y, con él, todos los pasajeros que iban intercambiando extremidades, torsos, cabezas, pestañas, cejas, orejas y algún lunar.

Se agachó para ver por la ventanilla. Tardó mucho para encontrar un claro entre la ventana y sus ojos. Cuando lo logró, alcanzó a ver la sucursal de un banco de la avenida Libertador. Faltaban sólo cuadras para llegar a su destino. Rápidamente, empezó la pesada labor de buscar sus miembros repartidos: se agachó y, tres metros más adelante, vio el distintivo zapato de charol bajo un bonito vestido de flores. Trató de estirarse para alcanzarlo. También le preocupaba la mano, aunque el pie era más importante, pues ese era su par de zapatos domingueros.

Se movía a la velocidad que el tumulto de la gente se lo permitía, cuidando de no perder ni uno más de sus miembros. Los estudiantes, con sus enormes mochilas cargadas de pesado conocimiento, ni se inmutaban ante sus ya desesperados intentos de avanzar. Tuvo suerte, en el camino encontró su mano que estaba en la muñeca de un anciano sentado del lado del pasillo.

Bajó tranquilo, creyendo ilusamente que había recuperado todas sus partes originales. Se fue caminando despreocupado y pensando en el cuento de Cortázar sobre un diario y sus excitantes metamorfosis, mientras una hermosa pluma de pavo real colgaba de su femenina oreja izquierda.