(Yvonne Rojas Cáceres y Sergio Tavel)
Vestida con
sedas claras, se pasaba todo el día retozando en sus sueños. Egoísta ella, no
dejaba que ni un sólo suspiro tocara las sienes casi muertas del escritor que
en un rincón rasgaba la pluma inerte sobre la hoja de papel ya gastada. Las
ideas eran esquivas, los versos ausentes, las frases lo eludían y con el viento
se alejaban.
Aquel viento
que soplaba cálido en una alcoba lejana, en lo alto de una torre, donde la
indiferente musa dormía desatenta al llamado, al grito de la pluma sobre el
papel, al despertar del alba, a la caricia de la luna.
Y el
escritor desesperaba, ¡Oh, musa, aquí me tienes! ¡Desciende tu velo sobre mí y
acaricia mi semblante! ¡Deja que tu voz me guíe hacia las planicies de mi
inspiración! Mas la musa ausente, dormitaba.
¿Era el
viento quién los conectaba? El viento escurridizo, convertido en brisa,
regresaba de su viaje sin respuesta, sin palabra, sin verso; y el escritor
moría de a poco, lentamente, cual fruto en invierno se marchitaba, la piel se
le secaba, los ojos se desvanecían ante la ausencia de palabras. Sólo la sangre
aún vibraba de sus manos destrozadas por el infame esfuerzo. Y caía, y brotaba.
¡Musa de mi perdición! vociferaba, ¡aquí está mi sangre, manchando el papel que
olvidaste!
Una gota de
sangre que caía del papel abandonado, fue atrapada por el viento, se transformó
en ave con alas rojas como el fuego, con ojos de ámbar que brillaban al
destello de una imaginación; voló surcando el poco aliento que invadía la
habitación y destrozando de un golpe el cristal de la ventana, se alejó entre
las nubes y desapareció en el horizonte.
Ahora
soy ave, con júbilo exclamaba, soy viento, por tu insolencia me convertí en
canción y me transformé en verso.