miércoles, 7 de septiembre de 2011

Apetito

(Yvonne Rojas Cáceres)


Me gusta oler, o sea que le he quitado la tapita de plástico azul a la botella y he pensado que le voy a hacer un bonito collar al flaco. Todavía estaba oliendo a refresco y a dulce, le he masticado su olor toda la tarde.

Estos días de fiesta son cachondos para la recogida, todos se mandan la borrachera con refresco blanco y vodka barato en este barrio. Luego, todo huele a vómito y a meo, uno no puede descansarse en las esquinas porque ahí nomás se descompone la panza.

En cambio en la calle del cojo siempre le llueve coronas de cerveza, es por eso que su cuate el pulgoso –un ch’api que siempre está oliendo a mote de haba y que parece que estuviera flotando de tanto pelo en sus patas–, tiene un collar que parece una pandereta.

El cojo siempre está oliendo a mierda, pero es mi cuate y me trago su peste; además que es calientito para dormir a su lado, será porque tiene piel de chancho, grasosa y mantecosa como su hubiera salido del horno; pero huele a rebuscallas de persona.

El tufo de la chela no me molesta, agrio y áspero, sólo que provoca mucha hambre, debe ser que se ha quedado en mi memoria, esa vez que me comí unos restos de un pique que dejaron en una mesa del Savarín del Prado. El mesero era mi amigo, me compraba mota cuando tenía cómo conseguirle. Era un tipo que siempre andaba oliendo a “quilquiña”, que tenía una nariz gigante que parecía un pedazo de marraqueta. Nunca le olí su nariz pero debe oler a pan guardado.

El tufillo de la mota es otra cosa, hace desaparecer los olores del cuerpo, que a veces cuando hace calor y no hay agua más que en el Rocha, se vuelven insoportables y lo peor es que salen del sobaco y las partes de uno. Las patas como vinagre seco en un k’allu, las axilas como la sopa de maní con mollejitas, la cabeza, cuando el cabello está mojado, huele a fricase y cuando está seco, a choclo podrido. Y las bolas, por lo menos mis bolas huelen a la Laura y es de ese olor que me acuerdo más y me da más hambre, pero un hambre diferente.

Cuando me toque ir al sector del “9” seguro que conseguiré buenos vidrios de ron o de singani; pero lo más genial es llegar donde el “pandino”, aunque hay muchos guardias privados, algunos nos dejan hurgar si les compramos cigarrillo de la casera de la Recoleta, una doña que parece una tucumana llena de granos, huele a jigote.

Me gusta sentarme a lado de los guardias cuando fuman, porque así puedo impregnarme de humo y la Laura se quiere acercar a mí.

Pero para ir allá hay que quequearse con el piojo; ese enano es una desgracia, dice que aprendió karate con los de San Antonio, donde todo huele a tripitas bien baratas. Sabe usar mariposa como si fuera un haz, su navaja huele a metal viejo y sangre seca, como un pedazo de pizza.

Es una macana que se ocupe de escarbar como nosotros, debería ser pillo nomás, con lo que sabe podría conseguirse buenos trancapechos y unos cuantos baldes. Las bolsas de trancapecho son una tortura, su olor podrido, siempre me hace retorcer las tripas, huelen a mi mamá cuando cocinaba, ahora la vieja está en el cielo, se murió de tanto changuear, debe oler a cementerio o como los rosquetes de Todos Santos.

Me gusta ir por el territorio del piojo, todo huele a limpio, a ensalada, además porque ahí está la Laura, siempre anda toda mugrienta pero me gusta como huele, su sudor es especial, huele a sexo todo el tiempo. Bueno, al menos a mí me hace dar un hambre diferente cuando pasa por mi lado. Además no me importa si se ha metido con el piojo o con otros de su cuadra. Total, yo también lo he hecho, especialmente cuando es invierno y hay que dormir en las canaletas de la Ciclovía, donde todo huele a mierda y meo.

Una vez me agarré una vieja, su piel parecía de papel periódico, olía a gastado, así deben oler las bibliotecas, pero se movía bien. La Laura también debe ser de las galoperas, se nota en su cara, sus ojos son bien pícaros y su olor es especial, huele a sexo todo el tiempo.

El agua está muy fría, pero debo raspar mis axilas bien, no quiero que a Laura me huela a estiércol o a vinagre. Tengo que remojar mis pies, a ver si la File me presta su tijera, así me saco las uñas que me duelen cuando camino, no vaya a ser que la Laura me huela a pata de indio y no me quiera coger esta noche.

La otra tarde me dormí después de un jale, en el sol; había sudado tanto que me mojé todo y estaba oliendo a corcho pegajoso, mi mano estaba adormecida entre mis piernas; me agarró el cachetón enganchando mis bolas, ese sí que es un hediondo huele como la ricina; le tuve que dar una tunda para que no les diga a los otros, me lamí la mano manchada de su sangre, me gusta como huele la sangre.

Me estaba soñando que la Laura me dejaba olerle en la barriga, su olor es tan especial, huele a sexo todo el tiempo. Luego nomás me di cuenta que era yo, me había estado manoseando tanto que mis manos se quedaron con su olor una semana.

Un día le voy a invitar al Rocha para que nos bañemos y me deje olerle su sexo mezclado con la arcilla negra del rio, y luego le voy a lamer las puntas de sus pechos para sentir el olor de su alma. Aunque no me guste que huela a limpio como las k’aras esas que se ponen perfumes baratos, que huelen como el aceite de las pollerías de la San Martín. Uno no puede sentir nada más que hambre cuando les ve pasar oliéndoles, sólo quieres cogértelas pero no las llegas a querer como a la Laura que tiene un olor muy especial, huele a sexo todo el tiempo. Me gusta oler, pero no me gusta tener hambre todo el tiempo.