lunes, 6 de febrero de 2012

En Nombre de Dios

(Sergio Tavel)


Exurge Domine Et Judica Causam Tuam. Psalm. 73

(“Álzate, oh Dios, a defender tu causa, salmo 73”

Leyenda que rodea el escudo del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición Española.)


La muchacha llegó con los primeros rayos del sol. La habían detenido hacía más de seis meses desde que se pronunció el edicto de gracia. Muchas fueron las personas que se presentaron voluntariamente a confesar sus pecados. El inquisidor general, Tomás de Torquemada otorgó el perdón a aquellos que se habían auto inculpado durante el tiempo establecido. Pero aún así, hubo muchos que se negaron y mintieron. El tribunal no tuvo otra elección y ordenó los arrestos. En los subsiguientes meses se apresó a más de una docena de personas. La mayoría bajo la acusación de practicar el judaísmo. Esa joven fue una de ellas. Los calificadores estuvieron recorriendo toda Sevilla, entrando en posadas, frecuentando casamientos, espiando reuniones de un elevado número de personas y tomando nota. Siempre tomando nota.

La muchacha tenía alrededor de unos veinte años. Era hija de un hacendado y se la conocía por toda la ciudad. Un sábado por la noche la vieron en una posada con varias personas. Según los calificadores, ella había rechazado un plato jugoso de cerdo bañado en alcachofas. Fue acusada de ser judía y apresada a las pocas horas. Cómo era costumbre, no se le informó de los cargos que se le acusaban; ni a ella, ni a su familia, por temor a que pudieran fraguar un plan o elaborar alguna mentira para engañar al tribunal.

Fernando Deza fue uno de los designados a ser testigo del interrogatorio a la joven mientras era sometida al riguroso examen. Era alto, de complexión delgada, con la cabeza rapada y expresión amable. Vestía un hábito desgastado y con rastros de viejas manchas que nunca había logrado sacar. Hacía poco menos de un año que se unió al Santo Oficio. Avanzaba con paso lento y firme por un gran pasillo de piedra que se encontraba en los niveles inferiores del Tribunal de Justicia. Estaba pobremente iluminado con algunas antorchas y se oía el eco de un lejano goteo. A su lado iban el alguacil, dos carceleros y el interrogador.

Al llegar al final del pasillo frente a una gran puerta de madera con un enorme candado, se detuvieron de golpe. Uno de los carceleros avanzó presuroso, sacó un gran manojo de llaves y la abrió. Los carceleros quitaron un par de antorchas de la pared y las sostuvieron en alto mientras dirigían la marcha. Al cruzar el umbral, los invadió un olor fétido. Fernando se cubrió la boca y la nariz con la manga de su hábito y avanzó. Trató de mantenerse inflexible y de no impresionarse mientras avanzaba por las celdas. El alguacil miró a derredor con asco e igualmente se cubrió la boca. A Fernando no le gustaba aquel hombre. Siempre creyó que se había unido solamente por el placer de torturar y no por el hecho de servir a Dios y limpiar la tierra de herejes e impíos. Al mirar a ambos lados, pudo ver que en las celdas los hombres no parecían hombres. Se asemejaban a animales enjaulados que se agazapaban en una esquina cubriéndose los ojos de la luz de las antorchas y ahogando un gemido. “Son herejes,” Se dijo a sí mismo mientras los miraba de reojo, “No merecen tu lástima.”

—Aquí es —anunció el carcelero que tenía cara de topo—. Está allí. En una esquina —a continuación le dio un puntapié a los barrotes—. ¡Oye, judía de mierda! ¡Llegó la hora!

Levemente iluminada por las antorchas, la joven estaba acurrucada en una de las esquinas. Su rostro demacrado, pálido y sucio, estaba lívido de terror. Soltó un leve gemido y trató de ocultarse lo más que podía. Vestía un camisón desgarrado que le colgaba en jirones del cuerpo. Fernando vio que estaba prácticamente desnuda. El camisón apenas la cubría y ella trataba de taparse en vano con sus manos. Estaba tan delgada que las costillas le sobresalían. Tenía los senos flácidos y los pezones puntiagudos. El estomago hinchado por el hambre. Las piernas y los brazos eran puro hueso. Su piel tenía cortes y magulladuras por todos lados y Fernando pudo ver mordeduras de rata, algunas heridas amarillentas y con pus, y moretones allí dónde la habían golpeado. Alrededor del vello de su entrepierna había sangre seca, indicio de que la habían violado en repetidas ocasiones.

El carcelero con cara de topo abrió la celda y entró con el alguacil. La muchacha gimió y cruzó las piernas y los brazos tratando de ocultarse y cubrir su desnudez.

—No tiene sentido, pequeña —le susurró con malicia el alguacil y le arrancó los retazos del camisón de un jalón. Ambos hombres rieron estúpidamente mientras la levantaban por la fuerza y la obligaban a caminar.

—¿M…me… me lleváis a casa? —dijo la muchacha con una voz temblorosa y ronca.

—¿A casa? —se burló el segundo carcelero que estaba afuera esperando, el gordo que no tenía un solo diente en la boca— Os llevaré directo hasta mi polla. —le dijo y a continuación le apretó uno de los senos y le metió la mano entre las piernas mientras reía estridentemente.

Fernando apartó la mirada asqueado. “A la joven aún no la hemos acusado formalmente,” Pensó, “Todavía no se merece castigo alguno.”

Momentos después, ingresaron en una sala cuadrada de piedra. La sala del riguroso examen. El interrogador, un anciano de calva brillante, se acercó al centro de la habitación. Vestía un hábito negro y en el cuello le colgaba un enorme crucifijo de madera. En el techo de la habitación había una polea de la cuál colgaba una cuerda. Los carceleros arrastraron a la muchacha hasta ahí y le empezaron a atar las muñecas por detrás de la espalda.

“Será puesta a prueba en la garrucha.” Se dio cuenta, mientras se rascaba la barbilla y se acomodaba el hábito. “Le tocó un examen suave.”

—Atadla con fuerza —apremió el interrogador—. No quiero que se vaya a soltar.

La joven murmuraba para sí con los ojos impregnados de miedo. —Dios mío. Dios mío. Dios mío —repetía rápidamente.

Una vez que las muñecas estuvieron firmemente atadas, los hombres se dispusieron a atar a sus piernas un bloque de piedra para darle un peso adicional. Cuando terminaron, indicaron con un gesto al alguacil.

—Empecemos —dijo este y se acercó a una enorme rueda de madera que estaba colocada en la pared y a la cual llegaba el otro extremo de la cuerda de la polea. Entonces, la sujetó y miró con ansias al interrogador.

—Qué Dios os dé la fuerza para resistir y la voluntad para confesar —dijo con una voz potente que retumbó en las paredes de piedra.

—Amén —terminó Fernando.

—Levantadla —le indicó el anciano al alguacil. Este asintió y comenzó a rotar la rueda. Se escuchó crujir a la madera. La cuerda se tensó y los brazos se le elevaron por detrás de la espalda. Una expresión de horror cruzó su rostro. Luego, lentamente, la cuerda jaló sus brazos y la izó del suelo.

Fernando trató de mantenerse serio, pero los gritos de la muchacha eran desgarradores. Las articulaciones de sus extremidades superiores se le estaban dislocando lentamente. El alguacil tenía una sonrisa de oreja a oreja y los carceleros mascullaban insultos, le escupían el cuerpo y la manoseaban. El anciano se mantuvo sereno y con un movimiento de la mano les indicó a los carceleros que se alejaran.

—¿Sois judía? —le preguntó al instante. La muchacha no contestó. Solamente gritaba.

—¿Sois judía? —repitió— ¡Contestadme!

—¿Q… qué? —dijo con un dejo de voz.

—¿Sois judía? ¿Practicáis el judaísmo en secreto de vuestros padres católicos, de la Iglesia y de Cristo? —sentenció.

—¡No! —gritó desesperada.

—Puta hereje —silbó el alguacil.

—¿Coméis cerdo? —insistió una vez más el interrogador.

—N… no… —dijo sin entender.

Fernando chasqueó la lengua. Había cometido un grave error.

—¡Lo admitís! —chilló el anciano.

—¿Admitir qué? —insistió la muchacha. El alguacil dejó de mover la rueda y la tensión se liberó un poco de sus hombros.

—¡Vuestro judaísmo! —escupió el anciano—. Admitís no comer cerdo. ¡Los judíos no comen cerdo!

—No…no… —farfulló desesperada—. No como cerdo porque no me gusta su sabor. Nada más. ¡Os lo juro! ¡Soy cristiana! ¡Fui bautizada!

—¡Y aún así os atrevéis a insultar a Cristo nuestro Señor con vuestras falacias! —apremió.

—¡No! ¡Lo juro! ¡Soy Cristiana! —repitió temblorosa. Los carceleros se reían por lo bajo y el alguacil se mostraba triunfante.

El anciano le hizo un gesto al alguacil y este volvió a girar la rueda. La cuerda se tensó y la levantó un poco más, jalando sus brazos y deformando sus músculos mientras gritaba. Al cabo de unos minutos se oyó un ruido similar a un latigazo y la joven soltó un gemido como si se le acabara el aire. El brazo derecho se le había dislocado y el omoplato sobresalía por el hombro de una manera extraña.

—Basta —gimió con la voz débil—. Lo confieso.

Fernando, chasqueó la lengua, no estaba muy seguro de que fuera verdad, pero ¿quién era él para juzgar las decisiones de Dios?

—Por el Nombre de Dios y de Cristo nuestro Señor, os declaro hereje. —Sentenció el interrogador—. Mentisteis a un hombre santo y mentisteis a la Iglesia.

—Amén —terminó Fernando.

—Se llevará vuestro caso ante la consulta de fe —frunció el ceño—. Entonces se os juzgará a morir por vuestros pecados.

—Amén —dijo Fernando con decisión.

Un par de semanas después, fue declarada culpable por los altos cargos del Santo Oficio. Fernando estuvo presente y, como testigo, fue su deber informar de la confesión de la muchacha. La votación fue unánime y se la sentenció a morir en la hoguera.

La familia de la joven había intentado comprar su libertad, pero el obispo se había negado. “Tal debilidad pondría en duda el poder del riguroso examen,” Les había dicho a todos los reunidos. La familia no tuvo otra opción que irse con la cabeza gacha.

La ejecutaron un martes por la mañana. La pira la habían preparado los mismos ciudadanos de Sevilla, ya sea por unos cuantos maravedís o por la esperanza de obtener un perdón divino al cumplir con el mandato de la iglesia.

La llevaron en una carreta jalada por bueyes mientras la gente le arrojaba comida podrida, le escupía e insultaba. Dos hombres la bajaron a rastras y la ataron a la pira. Fernando se persignaba y murmuraba una oración por su alma inmortal. Le sorprendió darse cuenta de que ella se encontraba serena. “Quizás haya aceptado su destino,” Se dijo.

La plaza del mercado se encontraba abarrotada de gente. Muchas personas habían cerrado sus negocios muy temprano para poder ir a presenciar la ejecución. Siempre era un gran acontecimiento ver morir a alguien. Los niños se encontraban más cerca y eran ellos los que recogían guijarros del suelo y se los arrojaban apuntándole al rostro y riendo estrepitosamente cuando acertaban. La mayoría de los hombres observaban temerosos y otros hacían burlas obscenas acerca del cuerpo desnudo de la muchacha. Después de todo, era la hija de uno de los más acaudalados hacendados, quién esa mañana no se encontraba en la ciudad. La gente murmuraba que había huido con su familia por la noche, ya sea de vergüenza o por miedo a que a él y al resto de su familia les ocurriera un destino semejante. Las mujeres en cambio, la observaban con ojo crítico y la fulminaban con la mirada.

El bullicio fue interrumpido de repente por la estruendosa voz del obispo. Pronunció la sentencia y elevó una oración por el perdón de su alma. El verdugo se aproximo con una antorcha encendida y le prendió fuego a un sector, rodeó la pira e hizo lo mismo al otro lado.

—Qué Dios se apiade de vuestra alma —dijo Fernando mientras se persignaba.

En pocos minutos la hoguera empezó a arder por completo. La muchacha se retorcía y gritaba. Las llamas lamían su cuerpo y se elevaban a gran altura seguidas de un espeso humo negro. El olor a paja, madera y carne quemada pronto inundó el aire. Muchos de los presentes fruncieron el rostro y se marcharon. La hoguera iluminaba los rostros del Tribunal del Santo Oficio, los cuales se encontraban con expresión austera al lado de Fernando. El calor empezó a incrementar y se sentía sudar bajo su hábito. Luego de un largo momento, ella ya dejo de retorcerse. Su cuerpo negro y chamuscado yacía inmóvil mientras las llamas danzaban a su alrededor, consumiéndola hasta el hueso.

—Otra hereje muere —susurró Fernando. No pudo evitar sonreír. Poco a poco estaba limpiando el mundo. Poco a poco estaba acercando a la gente a la Iglesia y alejándolos de la herejía. —¿Qué más da que cientos de miles tengan que morir? —dijo en voz alta—. Si es necesario para salvar la Iglesia que así sea —afirmó y todos los clérigos a su alrededor asintieron con la cabeza—. Todo sea en nombre de Dios.