martes, 24 de enero de 2012

El Recuerdo del Silencio

(Leslie Loayza)


He llegado a la ciudad de tu morada,

impulsada por el eco de un poema,

desgastado por el tiempo

y el sudor de unas manos temblorosas.

He dejado atrás una tierra desolada,

Buscando frío en una mirada,

ajena a mis suspiros y lamentos.

He pisado el asfalto gélido de tu ausencia,

esperando encontrarte en el recuerdo de otro.

He ascendido sin descanso a tu encuentro,

y condenada a esperarte siempre,

encontré el color en la vida sin rostro.

Entonces observé la mirada de su alma

desprotegida, desgarrada.

Y ahora no puedo dejar de amar y soñar,

el olor a tierra húmeda de su piel seca,

la melodía del viento entre su vida y la mía,

el vaivén de sus hojas secas y pálidas,

que son el eco de una voz muda

atesorada para siempre en un recuerdo lejano.

viernes, 20 de enero de 2012

30 de Febrero

(Sarahi Cardona)


He decidido que hoy es 30 de febrero; porque no puedo darle otro tiempo a lo que viví; porque ella está por encima de el y de la realidad; porque no quiero que sea real para no contaminar el surrealismo de su ser; porque salí de una habitación que ya nunca más será mía, ni quiera en parte; porque antes de encontrarla tenía rabia y seguía rumiando las cosas que no se me ocurrieron decir, aunque ninguno escuchaba; porque son muchas cosas, principalmente porque nunca la mujer que dejé atrás nunca fue más mi sombra, una suerte de eco luchando ninguna guerra, totalmente diferente a la que hizo mi día y con él mi vida.

Cerca del lugar que había dejado ya lejos, había un parque bastante estropeado, pero parque al fin. Me senté en el único pedazo de banca que quedaba en pie y empecé la melancólica tarea de fumar pensando en el pasado inmediato. No sentía ni el aire a mi alrededor, pero de pronto todo cobró un nuevo sentido, una nueva forma y un nuevo color.

Ella estaba totalmente nítida, en un columpio, el único. La visión más extraña y más perfecta. Debía tener como 27 años por todo lo que hablamos después, pero parecía tan perfecta que no podía tener edad, no podía ser real. Era tan celestial que no me animé a acercarme hasta el quinto cigarrillo, que era el último también.

Ella parecía no mirar nada, sin embargo contemplaba algo, algo que tampoco existía. Me acerqué tan lentamente, no quería asustarla, no quería que hubiera sido una visión y fuera a desvanecerse. Había visto que también fumaba, así que le hablé, tuteándola y tan directamente como si ella y yo fuéramos iguales, como si ella me pudiera entender o como si ella fuera terrenal, le pregunté si tenía un cigarrillo para darme.

Ella sin dejar de mirar a ese infinito irreal, sonrió, busco en su chaqueta y me dio un cigarrillo, y además me pasó un encendedor, creo que lo único real en ella era ese instinto maternal, protector en extremo. Pude ver que sus manos eran la obra de arte más exquisita y excelsa que jamás haya existido. Eran delicadas, pero grandes, con uñas perfectamente cuidadas. Sí, esas divinidades encendieron el cigarrillo, que además era como ella, extraño y con un sabor artero; y luego volvieron a las cadenas del columpio.

No podía irme, no podía no tocarla, no podía dejarla así si ya la había visto. Ella sacó un cigarrillo y también fumó, me miró de reojo con la más imperecedera inocencia. Sus ojos grandes del color de la miel más pura jamás destilada. Y volvió a sonreír. En su inocencia había fuego, y en su mirada algo que podía más que todo, más que yo, más que el lugar y más que el tiempo. Ella fue la que habló. ¡Ella! Me dijo “me llevas a un bar”. ¡No podía creerlo!. El ángel sabe lo que es un bar y además quiere ir.

Sonreí también, la tomé de la mano y la ayudé a bajar del columpio. Ella se dejó hacer. No la solté, no quería, no podía. La llevé a un bar que era tranquilo, primero para caminar más con ella y segundo porque ella no me parecía aficionada a lugares taciturnos. En el camino, ella no paraba de hablar se veía contenta, era como si caminar de mi mano por la noche y sentir el viento en su cara la hicieran feliz.

Resulta que la bella se llamaba Yara, me contó que significa “señora” y además me dijo que nunca lo había sido. Se definió a sí misma como alguien con una moral muy distraída, me dijo coquetamente que era una arrabalera mis oídos no podían creer el cambio. Escucharla y verla era como enfrentar a seres absolutamente opuestos. Su cabello castaño claro le daba un plus a su encanto. Llevaba una falda demasiado corta, botas y una chamarra de cuero que parecía contener todos los vicios del planeta, hasta pensé que ella era Pandora.

Ella era santo y seña de lo que se tendría al mezclar el bien y el mal. Era la persona más trasparente con la que yo había hablado, incluso sus mentiras eran sinceras. Pero además poseía una melancolía infinita, un fetiche para mí, la hacía más encantadora. Era como para ir abrazado a ella al cielo y bajar al infierno.

En el bar, ella tomó todo lo que pudo. Bailaba, se desnudaba de a poco, no le importaba que la vieran; pero a la vez de estar llena de sensualidad, esa alegría en su tristeza la hacía inocente, cercana a mi alma y a mis deseos. La besé cuando la ebriedad me dio el coraje. Ella correspondía a mis besos como quien no ha besado jamás, como si besándome fuera a encontrar una salvación, una salida.

La toqué completa, su vientre, sus pechos; jugué con sus pezones como un niño y ella se dejó hacer; besé su sexo y ella respondió temblando y gimiendo muy suavemente. Me miraba como preguntándome que era lo que le hacía, y me detenía. Tal vez la ebriedad me había vuelto torpe, pero no encontraba una forma de hacerlo sin quitarle lo celestial.

Quería morir en sus brazos. Que su orgasmo fuera lo último que mis ojos vieran. Pero no, cuando le iba a proponer buscar un hotel en vez de seguir en el baño del bar, me dijo que se tenía que ir y agregó que no era nada personal, simplemente tenía muchas cosas que hacer antes que empiece el día. Me besó en la frente, me dijo gracias y una lágrima rodó por su mejilla. No la pude detener. Ese día se quedó para siempre en mi memoria, y desde entonces para mí todos los días son hoy y hoy es 30 de febrero.

jueves, 19 de enero de 2012

No Salgas Sola

(Yvonne Rojas Cáceres)


Claro pues, es fácil decir, es fácil hablar, es fácil acusar, aunque me esté partiendo la espalda mirando cómo las gentes se persignan cuando me ven sacudido por el viento de la colina más alta. Bajando y subiendo el cerro, mascullan groserías contra mí, creyéndose justicieros de su causa.

No pues, si yo no soy de papá ni de mamá, he nacido de la lluvia y del barro negro, de la alcantarilla y de los desperdicios. Estoy relleno hasta el cogote de todo pensamiento morboso y los más bajos y asquerosos sentimientos que ellos quieren enterrar.

Si alguna vez fui un ch’iti, seguro que no estaría como los que son de su mamita, seguro que me comería los mocos oculto en los rincones donde los ñatos bien no se animan a trajinar; mirando a esas que son de su papito, esas con sus trencitas y su inocencia escondida y protegida bajo sus falditas de colores y florcitas. Seguro me habría tenido que aguantar las sobras de comida de alguna vieja y arrugada como una pasa, que se creía ganar un lugar en el cielo llevándome comida y llamándome a la conciencia, toqueteando mis adentros, partiendo y hurgando esa ingenuidad que pude haber tenido alguna vez, porque seguro que pude haber sentido, pude haber creído y pude ser otra cosa, una cosa, uno más de esos que me mira desde abajo, esos que agradecen en sus plegarias la suerte de no haber parido uno como yo.

Creo que todo el tiempo he sido un adobero, porque he mezclado barro con pelo de chancho y paja seca, aplastando masa hedionda en un cuadrado de madera, ese donde siempre me han querido encajar. Mis manos siempre han estado untadas de bosta de animal, se han creado callo y por eso no siento; ni cuando me imagino que te toco tu piel tan delgadita, tan clarita y limpiecita.

Me gusta el silencio de la madrugada, antes de que los pájaros canten sin razón alguna, interrumpiendo el sonido de tu respiración cortita y suavecita, cuando te miro como a un pedazo de carne en el rincón seco de mi guarida.

Por eso el águila me gusta, porque sólo silba cuando ve a su presa, cuando clava sus garras en su carne tembleque, llevándole a volar por el aire sucio de este barrio y que luego adoba en su propio llanto y se la come desgarrando su piel hasta el hueso. Mirando su carita asustada, con sus ojitos pequeñitos y brillosos, aplastando su cuellito de palito seco, escuchándole suplicar por favor no me hagas eso. ¿Pero qué te estoy haciendo criaturita? Te estoy salvando de esta vida enferma, te estoy enseñando que el poder se mide por la fuerza, te estoy permitiendo morir antes de convertirte en gente, hipócrita y mañosa. Qué mejor que enterrarte abierta por la mitad para mostrar tu almita que se ha de quedar con su inocencia como víctima, toda pura y limpiecita.

Pero luego, luego te llega esa resaca maldita, de nunca haber podido hacerte mártir. Es que mis huesos y mi cuerpo los han hecho chuecos y se han inventado historias sobre mí, me han puesto apodos de espanto y me han convertido en el coco de los cuentos nocturnos, para encajarme en ese cuadrado de madera; y luego me han colgado en este poste en la cima de esta colina cerca de tu ventana y de las ventanas de tus amiguitos, para que me veas asustada y ocultes tu inocencia debajo de tus frazadas y te orines del susto y no salgas lejos, no salgas tarde, no salgas sola. No salgas.

Por lo menos puedo mirar desde aquí arriba la hipocresía de estas gentes. Puedo imaginarme cuando te observo desde la ventana de tu cuarto pintado de rosas, cubierto de juguetitos con ojos tiesos que se relamen lujuriosos cuando te cambias las bombachas debajo de la toallita con dibujos de abejitas; saltando como una ranita sin saber lo que es la vida, lo dura que es la vida. Y tú arropándote para ocultarte todo, con sus miedos de animales en celo.

Si fuera gente pues, ahí nomás me habrían cogido, abriendo mi bragueta para jugar con mi hombría. Pero colgado de lo alto de este poste, en la cima de esta colina sólo puedo pensar. 83 años me han convertido en muñeco atravesado por un palo que me sirve de columna, con un letrero pintado con la rabia de sus temores, de su moral fulera, de su humanidad corroída.

Todo el barrio en una turba me eligió, me fabricó como el ejemplo del terror y la ignorancia castigados, para esconderles sus miedos, sus sentires morbosos, sus ideas malditas y sus deseos prohibidos. “Violadores y ladrones en esta zona, serán linchados y colgados” dice mi epitafio, ese que cuelga de mi cuello de paja, encima de los trapos que sirven de abrigo a este cuerpo hecho de desperdicios, de adobe y de pelo de chancho, de todas y cada una de sus culpas y sus miedos.

“El águila”. Dicen que me llamaba Hernán y que asustaba a los dulcecitos tentadores que jugaban a sus aventuritas de papel cerca de la plaza. Yo no me acuerdo, debe ser porque mi cabeza está hecha de yeso, pero se me retuerce la barriga de paja cuando te veo pasar con tus muñecas y esa tu inocencia escondida, oculta debajo de esa tu faldita pintada de colores y florcitas. Mis ojos tiesos te miran como un águila desde lo alto de este poste y te quiero atrapar.

Pero una cosa sé, sentirías el mareo del vuelo y yo lloraría cuando comenzara a destrozarte. Por eso, no salgas lejos, no salgas tarde, no salgas sola. No salgas.

miércoles, 18 de enero de 2012

Lucía

(Sergio Tavel)


La luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas del autobús. Era el día más caluroso de verano y, no obstante, Lucía iba vestida con ropa gruesa y abrigada. Se encontraba sentada en el asiento más cercano a la puerta. Su larga falda se agitaba con el viento, tan repleta de colores fuertes y brillantes, que daba la impresión de que un papagayo trataba de tomar vuelo para salir disparado por la puerta.

El autobús dobló una esquina y se detuvo para dejar entrar a una par de pasajeros: un señor calvo y gordo subió con dificultad y, luego de mascullar algo en voz baja y pagar su pasaje, se sentó en el asiento que estaba detrás de Lucía. A continuación, una muchacha de unos veinte años subió rápidamente sin dejar de hablar por celular y buscó un asiento en la parte trasera.

—Señorita, su pasaje por favor —dijo en voz muy alta el chofer.

La muchacha se limitó a hacer un gesto rápido con la mano y siguió hablando. El chofer, visiblemente molesto, se dio la vuelta y emprendió la marcha.

—Hay algunas personas que no tienen un dejo de educación —suspiró Lucía sin darle mucha importancia.

Cosas como aquella se veían todos los días. Ya estaba acostumbrada. Se acomodó el sombrero y miró por la ventana. Tenía alrededor de unos treinta años, era bajita y regordeta y tenía el cabello castaño surcado de canas prematuras que la hacían parecer mayor de lo que era.

—¿No es así, querido? —le susurró a su pequeño canario de color verde. Había colocado su jaula en el asiento al lado de la ventana.

Luego de unos minutos, se distrajo viendo los adoquines de las calles mientras el autobús pasaba a toda velocidad.

—…no fue mi culpa —replicaba un señor unos asientos más allá—. Me pidió que me quedara un par de horas extra, ya te lo dije.

Lucía giró la cabeza, curiosa. Un hombre vestido con traje (claramente de segunda mano, notó), trataba de explicarse con una mujer que seguramente era su esposa. “Aunque es muy fea.” Pensó, frunciendo el ceño.

—¿Para qué te haría quedar un par de horas más? ¿Eh? Con lo inútil que eres —afirmó fulminante la mujer—. Estoy segura de que fuiste a emborracharte con tus amigotes —el hombre abrió y cerró la boca como un pez—. No me tomes por estúpida.

—P…pero, mi amor —jadeó suplicante—. Eso no es verdad. Me quedé haciendo unos informes. Se acerca fin de mes y debo tenerlos listos. Además, Marcelo se faltó —tragó saliva—, ¿qué se suponía que hiciera?

—No dejar a tu esposa plantada —apretó los dientes—. Eso se suponía que tenías que hacer —lo apuntó con un dedo amenazador—. ¡Ni siquiera tuviste la decencia de llamarme! ¡Además, llegaste oliendo a alcohol!

Los demás pasajeros se movían incómodos en sus asientos, haciendo como si no escucharan. La muchacha del celular se tapó un oído con una mano y habló más fuerte

—Perdón —dijo—, no te puedo escuchar muy bien. Hay una maldita pareja que no para de gritarse aquí al lado.

—…no los veo desde hace un mes —continuaba el hombre, visiblemente avergonzado— Además, a esa hora ya está cerrado el bar.

—¡Te dije que no me mintieras! —gritó la mujer, histérica.

—Pero, mujer —interrumpió, Lucía, apuntando al hombre con su vieja cartera que algún día fuera blanca— ¿Qué no te das cuenta de lo obvio? Tu marido no se quedó trabajando hasta tarde ni fue a tomarse unos tragos. Es obvio que se fue con otra —dijo fulminante—. ¿Verdad, mi amor? —susurró con ternura a su canario.

El hombre palideció y miró suplicante a su mujer. —Y...yo…yo, puedo explicarte —no llegó a terminar la frase. Se oyó un fuerte “¡plaf!”

El hombre gordo y calvo se rió a carcajadas mientras todas las miradas se dirigían al señor de traje quién se frotaba la mejilla al tiempo que intentaba cubrirse de los golpes airosos de su mujer. Lucía, sonrió y se dio la vuelta.

—Eso es lo que les pasa a los mentirosos, ¿no es así, queridito? —acarició al canario por los barrotes de la jaula.

El autobús se detuvo en la siguiente parada.

—¡Oh! ¡Ya llegamos a casa! —se levantó del asiento, cogió la jaula y salió. Había sido otro día típico en el autobús.

lunes, 16 de enero de 2012

X

(Ariel Yañes)


Aquellos ojos en llamas, incendiando la eternidad;

La humedad de una cintura, escondida en el recuerdo.


La ventana entreabierta es prólogo a tus sábanas,

Celeste como el hastío y las mañanas.


El olor de la madrugada quedó instalado en tu alma de avenida.

Un caminante que busca un poco más,

Una brisa leve golpea tu cara.


El silencio se acomoda cual visitante en noche fría

A la sombra de tus sábanas, perece hasta la luna.