miércoles, 4 de mayo de 2011

Reencuentro

(Roberto Fernández Terán)


Me encontraba entre el numeroso público asistente a las conferencias sobre Paleoantropología, que se desarrollaban en el gran salón iluminado por gigantescas arañas de cristal del Palacio Portales; cuando ella, desde la testera, alzó la vista clavando sus ojos color almendrado en mí. Supe entonces que la conocía desde tiempos muy antiguos, cuando los dos, muy jóvenes, jugábamos y caminábamos agarrados de las manos en las faldas del Kilimanjaro.

Recuerdo muy bien aquella vez, porque decidimos dejar marcado nuestro despertar pasional juvenil africano, en aquella tierra barrosa de origen volcánico. Sé, por algunas revistas especializadas, que las huellas que dejaron nuestros cuerpos, y particularmente las impresiones que quedaron de los pies, se encuentran bastante bien conservadas en la pétrea superficie del lugar.

—Sí, estoy seguro ¡es ella! aunque su cabello, esta vez, es de un color castaño intenso.

En el descanso que siguió a las disertaciones, mientras bebíamos las inevitables tazas de café, fue ella la que se me acercó y preguntó con acento extranjero en qué salón se exhibían las piezas de los homínidos de Laetoli. Con cortesía de anfitrión cochabambino, la guié hasta la galería donde se encontraba la serie “Paradisus” y, mientras ella, ensimismada disfrutaba de las figuras, volví al viejo salón de conferencias apresuradamente —pensando que, quizá por la novedad de las piezas en exposición, o por estar en medio de tanta gente, le había sido difícil fijarse bien en los detalles de mis ojos para reconocerme. Comprendí que no podía apresurar las cosas para un reencuentro; porque, después de todo, habían pasado muchísimos años desde nuestra experiencia en el Kilimanjaro.

En las primeras horas de la noche, muchos de los conferencistas acudimos al restaurante italiano ubicado en la plaza principal de la ciudad. Ella estaba allí con un grupo de profesoras europeas. Nuevamente, nuestras miradas se cruzaron; pero esta vez creí percibir un destello muy intenso en sus ojos de miel y ámbar. Observé que las gráciles líneas de su cuello y la firmeza de sus caderas no habían cambiado mucho desde aquellos lejanos días en el centro este de África.

—¡Muchachos, compartan con nosotras este vino añejo! —dijo ella— sonriendo y levantando la copa.

Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas y se notaba una ligera influencia del alcohol en su comportamiento. Fue en ese instante en que me miró fijamente a los ojos y me reconoció.

—Pero ¡eres tú! —dijo con la voz cargada de emoción.

—Sí, soy el mismo —le dije con un aplomo nacido de la felicidad de tenerla tan cerca.

—Te estuve buscando por todo el mundo.

—Yo también —le contesté.

—Han pasado tantos años.

—Millones —añadí.

—Nunca pude olvidarte.

—Yo tampoco.

A partir de ese momento, no pudimos estar alejados ni un milímetro uno del otro. Si no eran nuestras manos que se agarraban, eran mis brazos que la rodeaban o los suyos que me estrechaban. Después de vaciar un par de botellas de vino con todos los concurrentes, decidimos buscar un lugar para estar únicamente los dos.

En medio del recinto tenuemente iluminado donde ella se alojaba, tallamos cada parte de nuestros cuerpos con desenfreno. ¡Nada nos estaba vedado! Nos desbordaba la pasión contenida por tanto tiempo. Nuestras bocas se buscaban, nuestras geometrías se acoplaban, nuestras mieles se trocaban.

Fascinados los dos en nuestra desnudez, nos explorábamos mutuamente, sin dejar territorio alguno sin reconocimiento; en una guerra de posiciones siempre cambiante; tomándonos; saciándonos hasta el paroxismo. Amanecía, cuando rendidos y exhaustos nos abrazamos como suelen hacerlo los amantes. Los mantos del sueño profundo nos cubrieron dulcemente.

Muy entrada la mañana, a las diez en punto, el Palacio Portales de Cochabamba abre sus puertas al público para continuar con la presentación de la exposición itinerante titulada “Homínidos en Laetoli: Tres millones de años atrás en el tiempo”; pero, justo en ese momento, se levantan voces de alarma; los porteros están conmocionados porque la seguridad del edificio ha sido burlada durante la noche. Informan al director un hecho insólito, los fósiles de los homínidos macho y hembra que se encontraban en salas distintas cada uno, están ahora juntos en la urna de cristal de ella, y yacen muy unidos como si estuvieran abrazados. Nadie sabe cómo los restos de él llegaron allí. También, la réplica de las huellas petrificadas, que se exhibía en el salón principal, ha desaparecido.

A través de los vidrios, los visitantes observan sorprendidos que los huesos fosilizados de ambos parecen reír, en una suerte de complicidad y de placer que trasciende desde lo más remoto de los tiempos.