(Sergio Tavel)
Me
atrevo a decirles, con toda la cordura que puedo reunir, que nunca fui
asustadizo. Estuve en la guerra, sí. Despaché cientos de malditos nipones al
infierno sin siquiera titubear. A mi madre la asesinaron cuando yo era una
criatura de cinco años de edad y aún así no lloré. Muchas cosas vi. Pero nunca
me acobardé. Jamás mis sueños fueron atormentados por los horrores que poblaban
mis días. Jamás. Ahora en mi vejez creía que nada podía asustarme. Qué
equivocado estaba.
Hace ya diez semanas
que decidí aceptar este trabajo. Me encontraba buscando algo que no requiriera
de mucho esfuerzo y este se acomodaba a la perfección con mis exigencias. El
anterior celador se emborrachaba muy a menudo y a razón de aquello hubo una
serie de robos en la propiedad. La paga era decente y lo único que tenía que hacer
era recorrerla por las noches y vigilar que todo se encontrara en orden.
La propiedad, bastante
alejada de la ciudad, abarcaba varios cientos de metros cuadrados. La coronaba
una inmensa mansión, repleta de habitaciones y salones que desbordaban lujo y
riqueza. Por lo que pude escuchar, pertenecía a un hacendado que hizo una
fortuna comerciando algodón y azúcar en el sur. La rodeaban jardines enormes
que, con su esplendor, nada tenían que envidiar a aquellos que adornaban los
palacios europeos. Fuentes y estatuas de mármol puro y muy blanco eran visibles
por los alrededores. Pero lo que más llamó mi atención, fue el descomunal
laberinto que se encontraba en el centro mismo de la propiedad, a cierta
distancia de la fachada de la mansión. De varios metros de envergadura, estaba
formado por setos el doble de altos que un hombre y tan gruesos que ni la luz ni
el viento podían atravesarlos.
Nunca antes
había visto uno. Escuché sobre ellos, los encontré en las páginas de algunos
libros, pero nunca pude ver uno en persona. Así que, cuando lo tuve en frente
por primera vez, creí que estaba soñando; qué de algún modo me encontraba en
una especie de leyenda. Nunca me atreví a entrar, ni siquiera a cruzar el
umbral. Durante el día daba la impresión de ser únicamente un extravagante
detalle en un jardín al que no le faltaban excesos. Pero, al caer la noche, ese
laberinto cobraba vida de un modo que aún no puedo comprender del todo. Noche
tras noche recorría la propiedad, mi única compañía eran las sombras que los
jardines y estatuas proyectaban y la luna resplandeciendo en el cielo. Solamente
cuando mi recorrido me llevaba inevitablemente cerca del laberinto, se me erizaba
la piel. Sensación tan extraña y ajena para mí, que hacía todo lo posible por
repelerla con todas mis fuerzas.
Ese monstruo
silencioso y descomunal me provocaba una aprensión como nunca había
experimentado antes. Sus pasillos estaban envueltos en una negrura tan
profunda, que estaba seguro que el mundo acababa al cruzar el enorme umbral. La
luz estaba ausente y casi podía escuchar a las criaturas más viles y enfermas
que la mente humana pudiera concebir, vagando por los interminables pasillos,
acechando a todo aquel que se atreviera a abandonar el calor y la seguridad de
un mundo que toma forma el momento en que refleja la luz. Era un ser inerte
pero, extrañamente, con vida. Aullaba estruendosamente cuando el viento comenzaba
a soplar. Incluso podía oír, de forma paulatina, susurrando entre los setos, las
voces de los espíritus que no lograron partir y que, atrapados, deambulaban por
el, en aquella inescrutable oscuridad.
Me era
inconcebible el pensar porqué una mente humana, en nuestra ilimitada sed de
libertad, crearía desde sus pesadillas un monstruo del que no se puede escapar.
Ausente de puertas y ventanas, en su interior la vida y la luz dejaban de
existir. Un juego oí que lo llamaban algunos, a mi parecer, de manera cínica y
con falsa alegría. Déjenme decirles que lo único que proporciona, con ingenua
inocencia, son un centenar de perfectos escondites desde los cuales, un
maniático podría atacar. Aquellos que se atreven a entrar, deberían a su vez,
abandonar toda esperanza; ya que están dispuestos a vagar eternamente por el,
envueltos en una completa oscuridad hasta el fin de los tiempos, cual capitán
de un navío maldito. Ni Dédalo, si alguna vez se hubiera aventurado en los
confines más oscuros de la locura, pudiera haber concebido un laberinto tan
monstruoso como aquel.
Sí, puedo
jurarles que esas sensaciones e ideas me provocaba el estar cerca de el.
Sacudía la cabeza en negación cuando estos pensamientos inundaban mi mente. Al
principio pensé que aquella extraña sensación desparecería con el pasar de los
días. No fue así. De hecho, mientras más tiempo pasaba cuidando ese lugar, más
me temblaba el cuerpo. Mis sueños se encontraban plagados de escenas
tormentosas. Me veía a mi mismo corriendo por pasillos y doblando esquinas, sin
jamás encontrar una salida. Escuchaba los gemidos de demonios a mí alrededor.
Las sombras me acechaban y, con una mano fría como el hielo, me arrastraban
hacía las llamas del infierno. Despertaba gritando todas las noches.
Luego de varias
semanas, decidí poner fin a mi tormento. Si quería vivir en paz nuevamente,
tendría que matarlo. Para hacerlo, recurrí a aquello que al laberinto le
faltaba: luz y calor. Me dispuse a incendiarlo todo. Pero, había una
complicación, como todo monstruo, este debía ser destruido a partir de su
corazón y ser devorado desde el interior, de otra forma, sólo los setos
exteriores arderían. Para lograrlo, tendría que entrar en el. Pasé varios días
armándome de un valor que no puede reunir. Luego, al saber que no lo lograría
tan fácilmente, recurrí al coraje del cobarde: el alcohol.
Cerca de la
medianoche y completamente embriagado, tomé uno de los bidones de gasolina del
cobertizo y me dirigí al monstruo. Encendí, con un par de fósforos que saqué
del bolsillo, la improvisada antorcha que llevé conmigo, la cual hice a partir
de un palo de escoba y trapos viejos. La luz lo bañó todo con un destello
intermitente de color naranja. Allí, delante de mí, se encontraba el oscuro umbral
del laberinto. Semejante a las fauces de un lobo descomunal dispuesto a devorar
a su presa.
Tragué saliva y
respirando hondo me introduje en el. El miedo me invadía y un escalofrío
recorría mi espalda. Con una mano comencé a vaciar la gasolina en los bordes de
los setos, doblé una esquina y seguí avanzando por varios minutos, repitiendo
la operación por los subsecuentes pasillos. Cuando el contenido del bidón se
terminó, y aguantando la respiración, arrojé la antorcha y la gasolina ardió de
inmediato, esparciéndose en cuestión de segundos como si se tratase de una
serpiente de fuego. Me di la vuelta y me dispuse a marcharme lo más rápido posible.
Doblé una esquina, recorrí un pasillo, luego otro y otro. Sentía que el pánico
empezaba a reptar por cada centímetro de mi cuerpo, pero aún así traté de
mantener la calma. Doblé por tres esquinas más, recorrí otro pasillo, y me
encontré delante de setos.
Regresé por mis
pasos y crucé otro pasillo y otro más. El fuego era tan caliente que sentía que
todo mi cuerpo sudaba. Las llamas estaban devorándolo todo y aún no encontraba
la salida. Pude ver sombras que corrían agazapadas a mí alrededor; aparecían y
desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Las llamas eran cada vez más grandes
y su resplandor me cegaba. Entonces, oí que el monstruo lloraba, se quejaba y
gemía al tiempo que era consumido por el fuego. Corrí lo más rápido que pude
sin mirar atrás. Tosía de forma incontrolada a medida que el humo invadía mis
pulmones. Sentía un aliento en la nuca y el sisear de criaturas correteando a
mí alrededor. Temblaba. El calor era intenso, como si hubiera sido escupido
desde la boca del infierno. Observé a mí alrededor pero sólo logré ver setos
por todas partes. El fuego los lamía en su danza ígnea. Un sudor frío bajo por
mi frente. Estaba perdido.