jueves, 21 de junio de 2012

El Laberinto


(Sergio Tavel)

Me atrevo a decirles, con toda la cordura que puedo reunir, que nunca fui asustadizo. Estuve en la guerra, sí. Despaché cientos de malditos nipones al infierno sin siquiera titubear. A mi madre la asesinaron cuando yo era una criatura de cinco años de edad y aún así no lloré. Muchas cosas vi. Pero nunca me acobardé. Jamás mis sueños fueron atormentados por los horrores que poblaban mis días. Jamás. Ahora en mi vejez creía que nada podía asustarme. Qué equivocado estaba.
Hace ya diez semanas que decidí aceptar este trabajo. Me encontraba buscando algo que no requiriera de mucho esfuerzo y este se acomodaba a la perfección con mis exigencias. El anterior celador se emborrachaba muy a menudo y a razón de aquello hubo una serie de robos en la propiedad. La paga era decente y lo único que tenía que hacer era recorrerla por las noches y vigilar que todo se encontrara en orden.
La propiedad, bastante alejada de la ciudad, abarcaba varios cientos de metros cuadrados. La coronaba una inmensa mansión, repleta de habitaciones y salones que desbordaban lujo y riqueza. Por lo que pude escuchar, pertenecía a un hacendado que hizo una fortuna comerciando algodón y azúcar en el sur. La rodeaban jardines enormes que, con su esplendor, nada tenían que envidiar a aquellos que adornaban los palacios europeos. Fuentes y estatuas de mármol puro y muy blanco eran visibles por los alrededores. Pero lo que más llamó mi atención, fue el descomunal laberinto que se encontraba en el centro mismo de la propiedad, a cierta distancia de la fachada de la mansión. De varios metros de envergadura, estaba formado por setos el doble de altos que un hombre y tan gruesos que ni la luz ni el viento podían atravesarlos.
Nunca antes había visto uno. Escuché sobre ellos, los encontré en las páginas de algunos libros, pero nunca pude ver uno en persona. Así que, cuando lo tuve en frente por primera vez, creí que estaba soñando; qué de algún modo me encontraba en una especie de leyenda. Nunca me atreví a entrar, ni siquiera a cruzar el umbral. Durante el día daba la impresión de ser únicamente un extravagante detalle en un jardín al que no le faltaban excesos. Pero, al caer la noche, ese laberinto cobraba vida de un modo que aún no puedo comprender del todo. Noche tras noche recorría la propiedad, mi única compañía eran las sombras que los jardines y estatuas proyectaban y la luna resplandeciendo en el cielo. Solamente cuando mi recorrido me llevaba inevitablemente cerca del laberinto, se me erizaba la piel. Sensación tan extraña y ajena para mí, que hacía todo lo posible por repelerla con todas mis fuerzas.
Ese monstruo silencioso y descomunal me provocaba una aprensión como nunca había experimentado antes. Sus pasillos estaban envueltos en una negrura tan profunda, que estaba seguro que el mundo acababa al cruzar el enorme umbral. La luz estaba ausente y casi podía escuchar a las criaturas más viles y enfermas que la mente humana pudiera concebir, vagando por los interminables pasillos, acechando a todo aquel que se atreviera a abandonar el calor y la seguridad de un mundo que toma forma el momento en que refleja la luz. Era un ser inerte pero, extrañamente, con vida. Aullaba estruendosamente cuando el viento comenzaba a soplar. Incluso podía oír, de forma paulatina, susurrando entre los setos, las voces de los espíritus que no lograron partir y que, atrapados, deambulaban por el, en aquella inescrutable oscuridad.
Me era inconcebible el pensar porqué una mente humana, en nuestra ilimitada sed de libertad, crearía desde sus pesadillas un monstruo del que no se puede escapar. Ausente de puertas y ventanas, en su interior la vida y la luz dejaban de existir. Un juego oí que lo llamaban algunos, a mi parecer, de manera cínica y con falsa alegría. Déjenme decirles que lo único que proporciona, con ingenua inocencia, son un centenar de perfectos escondites desde los cuales, un maniático podría atacar. Aquellos que se atreven a entrar, deberían a su vez, abandonar toda esperanza; ya que están dispuestos a vagar eternamente por el, envueltos en una completa oscuridad hasta el fin de los tiempos, cual capitán de un navío maldito. Ni Dédalo, si alguna vez se hubiera aventurado en los confines más oscuros de la locura, pudiera haber concebido un laberinto tan monstruoso como aquel.
Sí, puedo jurarles que esas sensaciones e ideas me provocaba el estar cerca de el. Sacudía la cabeza en negación cuando estos pensamientos inundaban mi mente. Al principio pensé que aquella extraña sensación desparecería con el pasar de los días. No fue así. De hecho, mientras más tiempo pasaba cuidando ese lugar, más me temblaba el cuerpo. Mis sueños se encontraban plagados de escenas tormentosas. Me veía a mi mismo corriendo por pasillos y doblando esquinas, sin jamás encontrar una salida. Escuchaba los gemidos de demonios a mí alrededor. Las sombras me acechaban y, con una mano fría como el hielo, me arrastraban hacía las llamas del infierno. Despertaba gritando todas las noches.
Luego de varias semanas, decidí poner fin a mi tormento. Si quería vivir en paz nuevamente, tendría que matarlo. Para hacerlo, recurrí a aquello que al laberinto le faltaba: luz y calor. Me dispuse a incendiarlo todo. Pero, había una complicación, como todo monstruo, este debía ser destruido a partir de su corazón y ser devorado desde el interior, de otra forma, sólo los setos exteriores arderían. Para lograrlo, tendría que entrar en el. Pasé varios días armándome de un valor que no puede reunir. Luego, al saber que no lo lograría tan fácilmente, recurrí al coraje del cobarde: el alcohol.
Cerca de la medianoche y completamente embriagado, tomé uno de los bidones de gasolina del cobertizo y me dirigí al monstruo. Encendí, con un par de fósforos que saqué del bolsillo, la improvisada antorcha que llevé conmigo, la cual hice a partir de un palo de escoba y trapos viejos. La luz lo bañó todo con un destello intermitente de color naranja. Allí, delante de mí, se encontraba el oscuro umbral del laberinto. Semejante a las fauces de un lobo descomunal dispuesto a devorar a su presa.
Tragué saliva y respirando hondo me introduje en el. El miedo me invadía y un escalofrío recorría mi espalda. Con una mano comencé a vaciar la gasolina en los bordes de los setos, doblé una esquina y seguí avanzando por varios minutos, repitiendo la operación por los subsecuentes pasillos. Cuando el contenido del bidón se terminó, y aguantando la respiración, arrojé la antorcha y la gasolina ardió de inmediato, esparciéndose en cuestión de segundos como si se tratase de una serpiente de fuego. Me di la vuelta y me dispuse a marcharme lo más rápido posible. Doblé una esquina, recorrí un pasillo, luego otro y otro. Sentía que el pánico empezaba a reptar por cada centímetro de mi cuerpo, pero aún así traté de mantener la calma. Doblé por tres esquinas más, recorrí otro pasillo, y me encontré delante de setos.
Regresé por mis pasos y crucé otro pasillo y otro más. El fuego era tan caliente que sentía que todo mi cuerpo sudaba. Las llamas estaban devorándolo todo y aún no encontraba la salida. Pude ver sombras que corrían agazapadas a mí alrededor; aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Las llamas eran cada vez más grandes y su resplandor me cegaba. Entonces, oí que el monstruo lloraba, se quejaba y gemía al tiempo que era consumido por el fuego. Corrí lo más rápido que pude sin mirar atrás. Tosía de forma incontrolada a medida que el humo invadía mis pulmones. Sentía un aliento en la nuca y el sisear de criaturas correteando a mí alrededor. Temblaba. El calor era intenso, como si hubiera sido escupido desde la boca del infierno. Observé a mí alrededor pero sólo logré ver setos por todas partes. El fuego los lamía en su danza ígnea. Un sudor frío bajo por mi frente. Estaba perdido.