viernes, 19 de agosto de 2011

El Reloj

(Sergio Tavel)


Depositó con suavidad la copa de vino en la ovalada mesa de madera que adornaba la enorme habitación. Cruzó los dedos y se acomodó en el mullido sofá mientras le dirigía una mirada taciturna al fuego que ardía apenas en la gran chimenea.

Había pasado la mayor parte del día en aquel lugar, una enorme biblioteca con estantes que rozaban el techo el cual se elevaba a varios metros. Unas cuantas botellas de vino ya vacías reposaban sobre la mesa, acompañadas por las cenizas de varios puros. La espera se hacía larga. Después de todo, estaba aguardando ese día desde hace mucho tiempo, a pesar de todos los intentos por evadirlo, por cambiar de rumbo, por huir de el.

Recorría la habitación con la mirada. Siempre le había gustado la forma en que la luz danzaba intermitente en la madera de las paredes. Observaba sus viejos libros, empolvados y gastados. Era una vista hermosa.

Al cabo de un momento, reparó en el enorme reloj que se encontraba apoyado en la pared. Las manecillas le indicaban que pronto llegaría la medianoche. Faltaba poco. Se quedó contemplándolo durante varios minutos. Aquel reloj siempre le había hecho compañía durante las largas horas de lectura, borrachera o aburrimiento.

Le pesaban los ojos y sentía que la penumbra lo arrastraba lentamente al sueño. En ese momento, de aquel reloj surgió un potente sonido, rítmico y penetrante. La medianoche se había posado sigilosa sobre las horas y el tiempo.

Se frotó el rostro con las manos para despabilarse al tiempo que sonreía. El reloj había despertado y podía escuchar la acompasada respiración que salía de su gran pecho de madera. Ya no estaba sólo. La espera dejaría de ser penosa.

El reloj le dirigió aquella delgada sonrisa que le inspiraba tanta confianza. Los latidos metálicos de su corazón repiqueteaban con un leve eco en las paredes. Pero, a pesar de todo, no podía alejar aquella sensación agridulce que lo invadía. Su más grande amigo y confidente había regresado. Pero sabía muy bien el porqué.

Se sirvió una copa de vino y la llevó con suavidad a los labios. Esbozó una torcida sonrisa y se encorvó en el sofá. Trataba de recordar cómo había llegado a esa situación, a esa espera agonizante.

Sabía que el reloj tenía las repuestas; había sido su compañero durante toda su vida. Presente en cada precario instante. Ahora, al final de todo, le anunciaba afablemente aquella hora tan temida. Aquel momento que se negó a creer.

Intentó sonsacarle alguna respuesta o algún dejo de explicación. Pero aquel no hizo más que sonreír y, con su suave y rítmica voz, decirle que estaba preparado, que no tenía por qué temer, que el momento llegaría e imitando un ligero murmullo se alejaría con soltura.

Puso la copa de vino en la mesa y se dispuso a encender un puro. En ese momento, el reloj volvió a hablar, aquella profunda voz retumbaba en su pecho de madera y en su largo corazón de metal. Ese instante fue como una caricia. Allí estaba su amigo, consolándolo, confortándolo y extendiendo sus brazos hacía él en señal de armonía.

Se enfrascó en una perenne charla; recordando los momentos de su infancia, de su juventud. Aquellos momentos en los que rió, sufrió y vivió. Recuerdos en los que siempre estuvo presente el reloj. Aún ahora, en su vejez, seguía allí sonriendo como siempre lo había hecho.

Las horas pasaban. Incluso había olvidado que se le terminaba el tiempo. Bebía, fumaba, reía y conversaba como no lo hacía hace tantos años.

El fuego de la chimenea casi se había extinguido. Oyó entonces el chirriar de una puerta al abrirse en el piso inferior. Con un sobresalto, aguzó el oído y le dirigió una mirada a las manecillas. Le quedaban tan sólo un par de minutos. El momento había llegado.

Se enderezó en el sofá, se acomodó el viejo saco y pasó una mano por el cabello entrecano. Observó con atención al reloj y, con pesar, le pidió que lo recordase, que nunca olvidara que fue un hombre y, como tal, también amó y lloró; tuvo sueños y esperanzas; anhelos y tristezas.

Se levantó penosamente. Se acercó a él y le agradeció por todas las horas juntos, por la compañía y el consuelo. Por las largas charlas o el plácido silencio. Recorrió con la vista la habitación, la cual estaba casi a oscuras, el fuego estaba pronto a extinguirse y su luz ya no danzaba sobre los enormes estantes. Se volvió hacia la puerta, sonrió, le dirigió un último vistazo al reloj, cuyas manecillas se habían detenido, y le dijo:

Me despido ahora, viejo amigo. Ya puedo oír cómo sube por las escaleras.

jueves, 18 de agosto de 2011

Obcecación

(Yvonne Rojas Cáceres)


Llegó a la Av. Medinaceli No. 1234, casi a las siete de la tarde, cuando los Faroles Phillips y Cia. comenzaban a encenderse y toda su realidad se teñía de un amarillo intenso perdiendo su color original, en una danza resplandeciente que desfilaba frente a sus ojos desahuciados, desesperados por contener todas las imágenes detrás de sus lentes Optilum, made in China.

Había atravesado el Bazar Mil Objetos, el Restaurante La Bohemia, platos a la carta, atención de Martes a Domingo y el Alto, circule con cuidado, antes de cruzar la intersección de la Calle Magnolias que contenía las casas desde el 123 al 234, cuyas puertas se adornaban de perillas Luminex y tapices rugosos que anunciaban Bienvenido, entre los escalones de la entrada y la puerta principal. Urbanización Los jardines, se presentaba advirtiendo, no pisar el césped.

Se detuvo justo al frente de la Floristería, dígalo con rosas, revisó nuevamente el llamado de atención: No hay vacantes, adherido al ventanal con Diurex. Cinta adhesiva transparente y el picaporte de aluminio Luminex. Como siempre lo hizo, sacó la llave repitiendo Yale, la introdujo en la cerradura, nuevamente repitió: Yale.

Abrió con cuidado la puerta y la terrible oscuridad que se escapaba de repente, le provocó un mareo. Se frotó los ojos debajo de los lentes Optilum, made in China y miró con cuidado hacia la pared, del pasillo: No hay lugar como el hogar, le saludaba, sujeto con dos tachuelas de cabeza negra “1/8” de pulgada.

Caminó pensativo, repasando aquello que el examen final de oftalmología le anunciaba: Pérdida paulatina de la vista debido a una malformación de nacimiento en las corneas. Punto seguido. No existe tratamiento ni operación posible. Punto. Es irreversible. De alguna manera que no se explica, sabía que le podrían quedar unos días, como algunas semanas o quizás un mes dependiendo del cuidado, el descanso y especialmente, el no forzar demasiado su vista. “Señor por favor, le recomiendo”. Tenía en su mente esas palabras, no sabía cómo y eso le irritaba.

Se tranquilizó en la cocina, repasando el estante favorito de sus especias, pimienta blanca para el paladar más exquisito, sal Luminosa sazona tus comidas, cocina Longevid, refrigerador Cónsul. Abrió la portezuela repitiendo, Consul y extrajo la bebida que se hallaba en medio de Mantequilla PIL, Queso Parmesano La Granja, sentirás la diferencia y Jamón serrano De Navajas. Hecho en Tarija. Sin preservantes. Coca Cola, consúmela bien fría, repetía en su mente mientras bebía del pico. Fecha de vencimiento 1/23/12.

Caminó hacia la sala, mientras repasaba sus paredes. La Papelera, Calendario 2011, Enero, 1, 2, 3, 4. Luego, Lunes, Martes, Miércoles y así sucesivamente hasta que llegó al sillón frente a la ventana. Cortinas casa fina. Hecho en Santiago, dejaban entrar un resquicio de la luz que iluminaba la cuadra. Encendió la lámpara Phillips 100 Watts. Mientras Quartz a prueba de agua, anunciaba las 8 y 43 de la noche.

Sujetó el lomo del libro con cuidado. Ensayo sobre la ceguera. José Saramago. Premio Nobel de literatura 1998. Ediciones Siglo XX. Tomó con suavidad la punta del separador que sobresalía de entre las páginas que dejaba entrever, el mejor hábito. Leer. Propietario: Juán Ortega, mientras le decía “qué apropiado, mi amigo” y se introdujo en el mundo perturbado de Saramago y los ciegos, hasta quedarse dormido.


La luz del amanecer que se escabullía por las Cortinas Casa Fina, lo descubrió con el cuello torcido y Saramago en su regazo. Los lentes Optilum, made in China habían viajado hasta la punta de su nariz. Abrió la mirada velada por un manto gris. Se desesperó. Saramago cayó al suelo. Se levantó y tropezando con la silla Muebles Muriel, corrió al baño, abrió la pila del lavamanos mientras se esforzaba por observar algo en el espejo Línea blanca para el hogar. No podía distinguirlos más, se estaban desvaneciendo, los perdía. Se frotó la cara con las manos humedecidas, cerrando y abriendo los párpados una y otra vez. El manto gris no se disipaba sino que se hacía más profundo, más intenso, arrastrándolo a ese mundo oscuro y solitario que le atemorizaba.

Corrió hacia la puerta al final del pasillo. La Papelera, Calendario 2011 y luego el gris. Nuevamente, Lunes, Martes, Miércoles y de nuevo las criaturas oscuras lo arrastraban a la penumbra. Abrió la puerta, Yale. No hay vacantes. Floristería Dígalo, dígalo, dígalo y luego fragmentos, líneas borrosas, penumbra. Aquellos que habían construido su mundo lo estaban abandonando.

Corrió desesperado, como queriendo alcanzar la luz de sus objetos, la presencia de sus palabras. Avenida Medinaceli. No. 1234, Urbanización Los jardines. No pisar el césped, casa 123, 124, 125 y luego tinieblas. Saltó la pequeña cerca blanca hasta caer de bruces frente al rugoso tapiz que anunciaba Bienvenido. Mientras el mensaje se disolvía frente a sus lentes Optilum, made in China y en su mente se repetía como un eco, “qué apropiado mi amigo”. Luego la oscuridad, la soledad.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Tapia

(Yvonne Rojas Cáceres)


Miraba las rejas comprimidas en el estrecho cuadrado que expresaba su sentido de libertad en ese momento. Recostado ahí, sobre ese sucio y maloliente catre que le servía de refugio, al extremo de su celda y en el fondo más risible y vergonzoso en que la sociedad lo había colocado; oscuro como su cabellera grasienta, fétido como las coyunturas de todas sus extremidades, indigno como aquel animal descompuesto que no se mira pero que crea una figura imaginaria en el pensamiento más morboso del espíritu humano.

De cuando en cuando, mascullaba incoherencias a las que respondía sin afecto alguno desde mi lugar, sin saber si satisfacía su curiosidad cuando se trataba de una interrogante, o si lograba apaciguar sus histerias cuando gritaba y se descontrolaba escupiendo la tapia de concreto que le atajaba, salvando a los racionales seres que se hallaban del otro lado de esa pared.

Pero eso no me interesaba, de ninguna manera trataba siquiera de entender sus balbuceos. Estaba allí en su despreciable compañía porque también debía pagar mi culpa a causa de mi manera de entender la realidad, esa realidad que no se esforzó por comprenderme nunca.

Sus ojos desorbitados, me lanzaban una mirada indiferente y fugaz. Algunas veces, por la noche, lo descubrí observándome, parado al frente de mi catre cubierto con los harapos que envolvían su vil materia, desnudo por debajo de ellos, con el brazo levantado y su uña larga y torcida, amarilla y virulenta apuntando al muro oscuro con el que parecía sostener conversaciones mas excitantes que conmigo. Luego de mantenerse unos segundos auscultando mis pupilas, se volvía rengueando hacia su catre para reclinar su cuerpo contra los metales fríos del respaldo, encoger sus huesudas y sucias piernas y volver a su patética meditación mirando ese muro de piedra, asintiendo con la cabeza, con una expresión de dolor y de furia contenida sin despegar el ojo de esa pared.

Le decía “loco deja ya esa estupidez” y volvía a mi sueño volcando la cabeza hacia el otro lado. Hasta que una noche escuche su grito frio y metálico; el loco saltaba y bailaba dando vueltas en la celda, haciendo círculos en la sombra de los barrotes de la ventana proyectada por la luna en el piso, apuntando con su grasiento dedo hacia ese muro. Luego giró y giró sobre el eje de su pie hasta caer estrepitosamente contra el piso provocándose una abertura en la cabeza que, como una boca, escupía sangre a borbotones.

Se lo llevaron en una camilla, cubierto completamente con sus raidos trapos. Ya no respiraba; y yo pensé, bien, necesito algo de tranquilidad y aunque la soledad no era precisamente de mi agrado, prefería mil veces la compañía de estos muros a la de un loco como ese.

Ya habían pasado muchas lunas sin la presencia del loco, llegué a creer que al menos sus arrebatos distraían mi mente confusa, que había comenzado a magnificar el ruido que las alimañas y las ratas hacían del otro lado del muro.

Todo comenzó una noche que la luna no salió a custodiarme. Estaba muy oscuro. Sólo yo en esa celda con esas inmundas ratas que perturbaban mi sueño arañando las paredes del otro lado. El silencio provocaba que esos zarpazos se hicieran más fuertes e intensos, a tal punto que los sonidos adquirían la fonética de palabras incoherentes al principio, luego se hacían más claras, comenzaban a gritarme. Era como si las piedras del muro conversaran entre ellas insultándose, riendo a carcajadas, mirándome desde allí, comprimidas, hacinadas en la tapia.

Me observaban, escudriñaban mi persona y me describían mofándose de mi aspecto descuidado y sucio, de mí soledad. Luego empezaban a gritarme que me levante, como si estuviera poseído comenzaba a bailar alrededor de la sombra que proyectaba la ventana como alucinado, mientras las piedras del muro me cantaban obscenidades. Les gritaba que se callen, sentía que me volvía loco y no podía parar. Giré y giré sobre mi eje hasta perder el conocimiento.

Ahora estoy cubierto con mis harapos, desnudo por debajo, con mis dedos grasosos y mis piernas huesudas, de mi cabeza chorrea la sangre, aún a borbotones. Fétido como las coyunturas de todas mis extremidades, indigno como aquel animal descompuesto que no se mira pero que crea una figura imaginaria en el pensamiento más morboso del espíritu humano.

Dos guardias me conducen hacia las afueras de la cárcel como a un talego de huesos, inerte. Caminan cargándome por la calle fuera de mi celda. A lado del muro, de esa tapia maldita, la música de la taberna grita obscenidades, la gente embriagada se mofa de mi, y entre alaridos y risas descontroladas, me piden que me levante y baile.

martes, 16 de agosto de 2011

Parque de Grises

(G. Munckel Alfaro)


No sabía desde cuándo dejó de medir la distancia en metros, cuadras, y comenzó a medirla en pasos y ritmo; lo cierto es que, una vez más, caminó hacia el viejo parque. Sin recordar el número exacto, contó inútilmente los postes de luz que dejaba atrás (uno de sus muchos ritos de tristeza absoluta).

El viejo parque —sin luces, sin gente­­— se encontraba en medio de un caserío sucio y oscuro, del color del polvo o del tiempo. Ella visitaba el parque desde que tenía memoria y, ya desde entonces, se encontraba abandonado, perdido en lo más profundo del olvido de la ciudad.

Se sentó en el columpio de siempre y, como siempre, temió que las cadenas oxidadas por fin cedieran ante el peso de su cuerpo; pero el chirrido metálico no pasó de ser una simple amenaza y pudo fumar tranquila, sin riesgo de caer.

Bañada por las horas y la luna, se levantó del chirriante columpio y pensó en la cajita de madera, ya mohosa, en la que escondía cigarrillos de reserva, algunas fotos viejas, tímidas hojas de papel con su letra borrada por la humedad y algunos objetos que sólo ella era capaz de considerar secretos. La pequeña cajita se encontraba parcialmente enterrada detrás del columpio, perfectamente escondida por la sombra recurrente de un árbol que nunca moría, por eso nunca hizo falta enterrarla del todo. Caminó en torno al columpio y se agachó ante al hueco, se quitó los guantes y se frotó las manos para calentarlas un poco antes de sacar la caja de su escondite.

Aspiró hondo para que el olor del moho subiese hasta su nariz y, en ese momento de húmeda paz, casi esbozó una sonrisa. Suavemente, removió el contenido de la caja hasta dar con la improvisada cigarrera de cartón —húmeda, a pesar de ser renovada frecuentemente— y sacó un par de los cigarrillos que le quedaban. Acarició distraídamente la caja secreta, deslizando sus dedos por la madera húmeda, rozando gentilmente algunas de las letras que ella misma grabó años atrás. Se levantó y volvió al columpio, que chirrió al sentirla acomodarse, con la caja sobre su regazo. No quiso leer las palabras torpemente talladas en la tapa (sus iniciales, algunos versos sueltos, los nombres perdidos de viejas canciones).

Como todas las noches en que visitaba el parque, se lamentó de no haber escondido un reloj en la caja de madera y, como siempre, se prometió hacerlo en su próxima visita. Pero el tiempo era lo de menos: no importaba cuántas horas o minutos debía durar su espera en el parque, lo único importante era la espera (a veces inútil). Y, como todas las noches en que la espera parecía durar varias horas, se prometió jamás llevar un reloj al parque. Era mejor así, esperar sin tener una idea clara del paso del tiempo, fumando en silencio o escuchando el murmullo de la ciudad por la noche.

El cielo comenzó a mutar. El azul anunciaba la proximidad del amanecer y la tristeza de otra espera inútil. Con la capucha puesta y las manos en los bolsillos, comenzó el inevitable regreso a casa. El cigarrillo que colgaba de sus labios tenía un amargo sabor a humedad y a derrota.

El halo naranja que puebla las noches de la ciudad comenzó a replegarse, devolviendo a las calles el tono gris que el cielo les exige cada mañana. Ella caminaba por el medio de calle, sabiendo que esas calles, sus calles, permanecían invariablemente vacías todas las madrugadas.

Una vez en casa, decidió combatir el frío con una taza de café y un par de cigarrillos. Revisó los bolsillos de su chamarra para encontrar una arrugada y vacía cajetilla; sólo entonces recordó escupir la colilla que aún colgaba de sus labios. Afortunadamente, tenía el hábito de esconder cigarrillos en cualquier parte de su casa. A veces recordaba dónde (junto a los cubiertos, dentro de algún libro o sobre el refrigerador), pero, otras veces, se sorprendía hallando cigarrillos en lugares insólitos (en el cajón de ropa interior, en una botella de vino vacía o en lugar de su cepillo de dientes). Encontró uno dentro del frasco de café y otro dentro del refrigerador, los dejó sobre la mesa y se dispuso a calentar agua en la caldera. Mientras esperaba a que hirviera el agua, subió a su habitación, dejó caer la chamarra, junto con los guantes, al piso y se quitó la solera, que lanzó contra la pared. Al mismo tiempo que se quitaba los pantalones, caminó hacia la pila de ropa que se amontonaba junto a su cama, buscó un jean viejo y agujerado, que alguna vez fue azul, y una chompa de lana ligeramente desbocada. Vestida con un atuendo más adecuado para pasar el día en casa, corrió escaleras abajo para tranquilizar a la silbante caldera.

Con la taza de café soluble y un cigarrillo entre los dedos, salió de su casa y se sentó en la vereda para ver el amanecer.


Se acomodó inquieta en el asiento del trufi, mirando atentamente por la ventana. Sabía que lo hacía en vano, pero tenía que intentarlo una vez más. Trataba de contar los postes de luz que el trufi dejaba atrás; pero no importaba cuántos contara, jamás veía al viejo parque aparecer a través de la ventana.

Apoyó la cabeza sobre el cristal e, ignorando las bruscas sacudidas, logró perder su mirada en lo más profundo de sus recuerdos. La ciudad era diferente: se veía más alegre y tranquila, todavía reinaban las casas familiares y los edificios aún no habían comenzado a reproducirse. Sentada en medio de sus padres, miraba cómo la luz del sol chocaba contra el cristal sucio de la ventaba, casi escondiendo el paisaje que pasaba rápidamente a su lado. Tendría tres o cuatro años cuando, por primera vez, divisó un viejo parque a través de la ventana del trufi. Por supuesto, sus padres ignoraron los jalones de ropa, el llanto y la demanda de la niña, que sólo quería jugar un rato en el sube y baja. Esa fue, también, la primera vez que se perdió en la ciudad.

Nunca supo si sus padres quisieron dejarla sola en medio de la gente o si esa primera separación fue un mero accidente; pero recordaba el llanto, las horas y la gente que trataba de atraparla (con los años comprendió que sólo querían ayudarla, pero, en ese entonces, su temor por la gente era aún mayor). Pronto llegó la noche —su primera noche de ciudad— y su desesperación creció al sentir que estaba completamente sola. Pero no dejó de caminar, tenía que volver a casa, donde sus preocupados padres seguramente la recibirían aliviados, cubriéndola de besos y chocolate.

Nunca supo cuánto había caminado esa noche, pero recordaba perfectamente la paz que sintió cuando alguien se acercó a ella y, suavemente, la tomó de la mano y caminó a su lado. Ella cerró los ojos y se dejó guiar por la mano extraña, sin fijarse a quién pertenecía. Esa fue la primera vez que llegó al viejo parque.

Casi podía escuchar su propia risa cortando el silencio de la noche mientras jugaba en el sube y baja. Era feliz y no quería irse; pero cuando el cielo hizo notar la inminente llegada del amanecer, supo que era hora y tuvo la certeza de que sabría cómo llegar a su casa.

Con los años, dejó de necesitar la ayuda de su guía para hallar el parque. Llegaba sola a sus encuentros nocturnos en el columpio oxidado desde entonces, desde siempre.

El viejo parque se convirtió en algo más que su refugio: era el lugar donde había derramado sus primeras lágrimas de mujer, donde había encendido su primer cigarrillo y donde, por primera vez, había comprendido que la soledad era una amante caprichosa.

Recordó que, cuando aún era una adolescente, intentó llevar al segundo o tercer amor de su vida a su lugar especial. También recordó la desconcertada mirada en el rostro de él cuando, tras caminar por más de dos horas buscando el parque, ella tuvo que decirle que el lugar se había perdido, que había desaparecido.


En el trufi de vuelta, se sentó, como siempre, junto a una ventana en el lado opuesto del auto para tratar de buscar, en vano, el parque.

Una vez más, caminó la incierta distancia que se extendía entre su casa y el pequeño parque. Llegó al caserío gris y polvoriento que rodeaba a su lugar secreto y, con la sensación de paz que siempre la invadía en el parque, se acercó al chirriante columpio y se sentó, con cuidado, a esperar. No sabía porqué sus encuentros se hicieron menos frecuentes y pensó que esa noche tampoco llegaría.

Las horas y los cigarrillos la ayudaron a comprender. En realidad, lo supo desde siempre, pero no lo había entendido realmente hasta esa noche. Se levantó del columpió, buscó la cajita de madera, la acomodó bajo el brazo y, con un cigarrillo colgando de sus labios, comenzó a caminar. Esta vez no se dirigía a la seguridad de su casa, del café caliente y de los cigarrillos escondidos; esta vez caminó hacia la ciudad: su verdadera madre, su orgulloso padre, su mejor amigo, su único amante.

Comprendió que era una hija de la ciudad; que la ciudad siempre lo fue todo para ella y que esa era la verdadera razón para encontrar constantemente a ese lugar fantasma y sentirse acompañada por su presencia. Sabía que, en el corazón de la ciudad, encontraría a otros como ella: más almas de ciudad y otros lugares fantasma.

lunes, 15 de agosto de 2011

Auspicio

(Sarahi Cardona)


Eran las 5 de la tarde. El viejo se acercaba a la acera del café donde se sentaba a jugar ajedrez con algún visitante tan asiduo o desocupado como él. Había pasado el día entre leer el periódico, resolver crucigramas y esperar que la vida simplemente transcurra sin novedades, como lo hacía desde que ya no se podía acordar. Sacó el reloj, que era tan viejo como él, y consultó la hora. Pero lo que extrajo de su bolsillo no era un marcador de tiempo; era un compañero que se había cansado de verlo pasar sus horas sin novedad. Él sí recordaba las aventuras de juventud, antes de que el tedio lo convenciera de que la rutina era la única salida para evitar el peligro. Había estado a su lado la noche en que, sentado en el puente, amaneció decidido a no decidir nada más en su vida. Él lo había llevado de la mano al café donde pasaba sus días cómodo y resignado, además de convencido de que, si todos los días eran exactamente iguales, no volvería a fallar. Esa tarde le pareció que toda la seguridad que había visto era cobardía. Hoy sólo siente miedo y cada día repite el anterior para no equivocarse.

Sin más, el viejo escuchó salir del tic tac un nombre, el de ella, y la calle dio paso a un recuerdo, de años pasados. Una mañana a las 11 exactamente, en la época en que la seguía hasta el fin del mundo, y se atrevía a ser y hacer, despertando con dolor de cabeza y en sus sábanas. Buscándolo con los ojos entreabiertos, para que le marcara alguna dirección.

Hasta ahora, el tiempo, para él, había sido un protector, un aliado que lo dejaba ver la vida desde ventanas y que le permitía dormir de noche sin pensar que prefirió irse a estar con ella de un lado al otro, arriesgándose a perderlo todo. Ahora, la brisa de la tarde lo hacía ver que, en realidad, era un conjunto de señales que a cada instante, en cada determinación, parecen presagiar su resultado aunque este oscile entre lo próspero y lo adverso.

No se podía explicar lo que sentía. El pasado se estaba convirtiendo en su mayor anhelo; su vida le parecía un augurio intermitente, un indicio de algo en futuro y, sin embargo, para él, sólo para él, en reversa. Cerró el reloj y lo metió a su bolsillo, y pensó para sí mismo:

—No sabía que el tiempo fuera nostálgico.

martes, 2 de agosto de 2011

Complicidad Nocturna

(Yvonne Rojas Cáceres)


Dejaré un resquicio en la ventana azul, para que así el aire corrompido de tu esencia viaje, se despida y vuele a contaminar esta ciudad muerta ya.

Me cuestionaré sobre la complicidad que alimentamos fútilmente en los tiempos y espacios de nuestro aislamiento convenido. Mientras tanto, la noche alumbrada de lámparas hará lo suyo, desnudando mis corajes y mis desventuras, revistiendo de amarillo un cielo sin estrellas, mientras tú me esperas recostado en el gálbano luminoso que te envuelve, como siempre los has hecho, como lo harás otra vez.

Ansiosos ambos de iniciar ese constante peregrinaje hacia tu lecho de cristal, te cargaré liviano en tu naturaleza efímera, tu brevedad insuficiente, para mí; tu viaje de leyenda, de miles de leyendas a la vez, hasta sucumbir en el mareo y la respiración gastada, mirando el rastro de tu transitar, pausado y ondulante, tu fábula y ficción repartida en cada boca que no es mía, que siempre terminas sellando con el vestigio de estelas abenuz.

No imagino todos los semblantes que has acompañado con la luna de testigo y la solidaria complicidad en sus torturas, marcando sus noches de nostalgia, atizando su vehemencia con tu destello maldito e imperioso, para luego abandonarlos en sus días, impregnados de tu hollín y expirar en cualquier rincón olvidado, como el objeto de una ofrenda.

Prometes en tu incandescencia, la conspiración de sueños imposibles de cumplir. Te ganas la autoría de un placebo al dejar de ser sin tu corona de ceniza, al agonizar a la espera de la soledad como si suplicaras una retribución algo merecida, de ser testigo de las condenas de mortales en sus noches, en su meditación.

Sin embargo, igual que tus devotos, igual que tus víctimas, igual que aquellos resabios de una fe, oras y horadas con tu lumbre, esa oscuridad del alma y del deseo, hasta el final, tu final.

Hártame de tus humaredas, cómplice, antes de extinguirte. Te absorberé hasta consumirte. Me deleitaré cuando selles mi boca con un hondo suspiro. Deja que tu materia mute en espíritu de humo conjurando mi dolor, embebiendo cualquier patético y humano proceder. Rodeándome, impregnándome y salvándome. Luego muere con la huella de mi boca en el último contacto.