miércoles, 14 de diciembre de 2011

En el Umbral

(G. Munckel Alfaro)


Es verdad que demolieron la vieja casa. Quizás si hubiéramos llegado una semana, un mes o un año antes (no me dijeron cuándo pasó), la casa seguiría luciendo todo el esplendor de su decadencia.

Sabes bien que, con nosotros de vuelta, no se hubieran atrevido a tocar una sola piedra. De haber llegado a tiempo, seguramente hubiéramos franqueado la vieja puerta de madera para instalarnos lo mejor posible entre los muros anacrónicos que siempre nos acogieron.

Hubiéramos retomado la casa de a poco, con paciencia, limpiándola y remodelándola, con la vieja chimenea crujiendo de alegría ante el contacto de las múltiples hogueras encendidas en su interior para calentarnos e iluminarnos (algún día hubiéramos comprado velas).

¿Te imaginas el olor a carne con especias frescas, a pan horneado y a caldos burbujeantes y coloridos brotando desde el alma rejuvenecida de la cocina? Imagino la casa llena de vida, las paredes regocijándose con nuestras constantes idas y vueltas para recoger flores y leña, arrastrando muebles, alfombras y todo tipo de adornos. Todo esto a la luz de las velas, al menos hasta que llegara el momento de desvirginizar los muros con interminables caricias de cables que, tras algunos quejidos, hubieran hecho brillar de emoción eléctrica toda la casa, convirtiéndola en la envidia de la casas vecinas y lejanas.

Casi puedo ver la casa brillando de noche durante nuestras horas de lectura, de chocolate caliente y de todo aquello en que las velas no hubiesen podido ayudar dentro de las tinieblas de nuestros desvelos.

¿Puedes imaginar la sorpresa brillando en los ojos de nuestros primeros invitados? Boquiabiertos, los amigos de siempre a cada paso recordarían un mueble, un cuadro, una tabla suelta, un garabato en la puerta o la pared, una sonrisa de la abuela o una de las historias del abuelo. Sé que ambos hubiéramos sido más felices que nunca al son de las guitarras amigas despejando la casa de los últimos restos de silencio escondidos entre algunas piedras. Y sé que hubiéramos reído a carcajadas con la primera botella de vino rompiéndose en el piso, pero que hubiéramos guardado un hosco silencio con la segunda.

La calma y el silencio que hubieran seguido al hasta pronto de los amigos habrían estado cargados de una nostalgia reconfortante perfecta para el ambiente de la casa.

Casi puedo escuchar el ronroneo del primer gato en instalarse sobre el sofá frente a la chimenea. Sé que no te gustan los gatos; pero sabes tan bien como yo que los ratones te causan un pavor indescriptible y que, tras unas primeras discusiones, hubieras acogido al pequeño minino que, después de algunos intentos fallidos, habría declarado tu cama como suya; y sabes que lo hubieras acariciado sobre tu regazo mientras ambos se dedicaban a leer tu novela y yo te hubiera sonreído burlonamente desde el fondo de mi libro a medio leer.

Es cierto que la temporada de lluvia nos hubiera exigido las refacciones del techo postergadas desde el principio. Pero luego de haber luchado toda una tarde contra aquel ejército de goteras, la ropa abrigada y el chocolate caliente jamás nos habrían caído tan bien. Y, llenos de sonrisas y calor de lana, nos hubiéramos dormido arrullados por la lluvia.

Por eso corrí a buscarte. No tenía el coraje para venir solo a descubrir que era verdad, que nuestra casa fue demolida y que sólo nos queda el umbral de la puerta para refugiarnos de la tristeza que nos llueve sin clemencia.