jueves, 8 de septiembre de 2011

Hoguera

(Yvonne Rojas Cáceres)


Siempre creyó que irradiaba una luz especial, lo había notado desde muy temprana edad. Los niñitos gimoteros payaseaban delante de su jardín estrangulando sus espadas de palo para arrancarle una sonrisa a su boca.

Se esforzó por mantener esa curiosidad de quienes la observaban. Imaginaba ser la doncella elegida por el pueblo, coronada con rosas silvestres, vestida de sedas y montada en la yegua blanca que el herrero guardaba para esa gran ocasión. Se veía en sueños, paseando por el bosque cerca del lago, guiada por él hacia una felicidad moderada pero entera.

Intentaba deslizarse con movimientos provocativos debajo de los harapos que le servían de vestidura y le gustaba cómo ese caballero con su armadura de hierro, se desmoronaba y sacudía su jaula de virtud, tratando de llamar su atención, cuando ella meneaba su cuerpo al caminar con el cántaro de leche apostado en su cabeza.

Se deleitaba cuando recorría sus curvas con los ojos, relamiéndose. Lo disfrutaba mucho, pues se sabía hermosa, frágil pero a la vez sensual, más cuando reconocía que otras se remordían por guardar sus apariencias de mosquitas muertas, intentando derrumbar el reino que él había formado a su alrededor.

De otro lado de la plaza el herrero la observaba, con los ojos de un diablo entre su fogón y los aceros ardientes que condicionaban su oficio. Le escocía el cuerpo, le hervía la sangre, se le corrompía la mente, enloquecía con el dolor y la lujuria, mientras golpeaba el pedazo de metal rojo sobre su yunque maldito, sometiéndose a un Dios perverso que apuntaba con el dedo advirtiendo la magia, la hechicería que arremetía contra su alma débil, su alma de mortal.


Esa noche, se apostó en el umbral de la cabaña a esperar a que saliera el último, mientras imaginaba cómo se sentía ella y su remordimiento de haber provocado sensaciones pasajeras nada más. No había otra respuesta, el demonio más impuro había poseído su alma, tenía que purificarla con el fuego.

Entró sigiloso por el hueco de la ventana y sujetó a su amada por el cuello, amordazó su boca de rubí encendido, conteniendo el deseo de besarla. Sujetó con una soga de cuero sus manos de lirio florecido, estremeciéndose al sentir su piel fría y tersa, envolvió ese cuerpo que tanto amaba y tanto deseaba, despidiéndose de aquél embrujo, aquella maldición apostada en cada una de sus preciosas curvas.

Luego la arrinconó como a un animal al fondo del establo, la observó por última vez en su estructura perfecta, le ofreció una plegaria de la que se alimentó para mitigar su dolor y luego lloró. Mientras atizaba el fogón y encendía el hierro de marcar hasta un rojo profundo y delirante como su pasión.

Levantó una hoguera en su nombre, la observó consumirse. Loco de ira miraba cómo ella se transformaba en humo blanco y volaba libre. Trató de sostenerla, de encarcelarla entre sus manos quemadas. Mientras ella arrojaba pedazos de carbón hacia ese cuerpo que alguna vez deseó y luego desapareció entre las estrellas de un cielo amargo a punto de hacerse al día.

Hoy, le pica en cada una de las grietas que las chispas encendidas en el cuerpo de su amada han abierto en su piel. No quiere consuelo, odia que sientan lástima de su persona. No quiere explicaciones, lo tiene bastante claro. No quiere la complacencia patética con la que las mujeres devotas cambian sus vendajes, creyendo que está renovando su piel inflamada, incompleta sin ella, por pedazos de gasa frágil e inútil.

Le observan complacientes y apenadas cuando quitan el pus de sus llagas, mientras él herrero jadea del deseo arrastrando su morbo hasta lo inimaginable, hasta donde la llevó. Mira la bandeja llena de sus desechos, ocultando su asco tan dentro de la conciencia que en su semblante no queda rastro que pueda comprobar que en verdad la despreciaba.

Piensa que es irónico, ella desprendiéndose a pedazos en la hoguera y él recogiendo sus propios fragmentos con esas manos que extirpan materia dejando huellas profundas en su cuerpo. Tantas veces había visto cómo hombres más decididos que él se desmoronaban frente a ella y luego se guardaban sus mendrugos repartidos por el suelo para no sentirse tan inferiores.

Nadie, ni el mismo Dios de sus plegarias diurnas, podría componer lo que ya está chamuscado y desgarrado, tan adentro y tan afuera de su dermis. Llora, sin lágrimas, le pide a su fantasma que le ronda cada noche, que no lo odie tanto. Estaba seguro que alguna vez pudo quererla, siquiera por un instante.

En un tiempo más, cuando por fin muera, todo el pueblo bendito llevará flores a su tumba, creyéndose el milagro de haberle salvado el alma impura hecha pasión, mientras ella acompañará la procesión desde su altar, vestida de sedas, montada en un caballo blanco, libre, imaginando que si se quedaba, si permitía que él le extrajera un milímetro más de su vida, de su pus y su carne quemada, habría existido incompleta.