miércoles, 25 de mayo de 2011

Su Perfume

(G. Munckel Alfaro)


Con las manos escondiéndose del frío nocturno en los bolsillos, caminaba sin pensar en gran cosa. Su mente se distraía ocasionalmente con frases como la luz de ese farol… hace frío… no hay ni un alma... Frases que, si bien parecían comenzar, no terminaban. Eran ideas pasajeras, inútiles, pensadas casi al azar, que no tenían un propósito ni serían recordadas.

Debería tomar un taxi, pensaba mientras dos fuertes luces corrían hacia él, para luego perderse a sus espaldas. Debería tomar un taxi, se repitió e, inmediatamente, se detuvo ¿pero hacia dónde? Miró en torno suyo y siguió caminando. La noche era ambigua y sus pasos lentos lo guiaban con la firmeza de quien camina sin rumbo, pero esperando llegar a alguna parte.

Bajó la mirada, procurando protegerse un poco de las luces altas que se acercaban a él. Caminaba concentrado en las grietas de la acera que brillaba, anaranjada cuando reflejaba las luces que alumbraban la calle, amarilla cuando pasaba algún auto.

Le gustaba el claroscuro de la basura que se juntaba en la base de los contenedores que, a veces, parecían dormitar con la boca entreabierta junto a algunas veredas. De noche todo se ve anaranjado, y sonreía al pasar junto a una esquina notablemente sucia. Me gusta cuando la mugre brilla, se dijo mientras se distraía con el resplandor de lo que consideró algún envoltorio de papel aluminio.

Es curioso, dijo al notar un pequeño resplandor a cierta distancia de la basura. ¿Una moneda? Y se acercó con una sonrisa desconfiada, mirando hacia ambos lados, como buscando a su dueño o a alguien dispuesto a llamarle la atención. No había nadie.

Una vez de pie, levantó la moneda y la dejó brillar a la luz del farol. Entonces lo notó: perfume, la moneda conservaba un sutil, pero marcado olor a perfume de mujer. La acercó a su nariz y aspiró hondo, hasta marearse, intoxicado y, al mismo tiempo, profundamente seducido.

La miraba, sosteniéndola sobre la palma de su mano, a una altura que le permitía sentir su aroma. Perfume, pensó, perfume de mujer. Perfume, ¡qué palabra tan hermosa! Per-fu-me. Separaba la palabra en sílabas, tratando de comprender porqué le parecía una palabra hermosa. Per-fu-me, aspirando el aroma entre cada sílaba. Perfume, repitió la palabra entera mientras procuraba aspirar el olor en su totalidad para así, tal vez, comprender la totalidad de la palabra.

Ligeramente cítrico, fresco, con un dejo dulce, joven, ¿Acaso sería frutal, floral? ¿Acaso sería hermosa? Pero, sobre todo, seductor. Seductora.

Sacudió la cabeza. Miró de nuevo la moneda y, olvidando por unos segundos su perfume, la consideró como lo que era. Una moneda. Una moneda, nueva, reluciente. Aún no está gastada; está limpia, brillante, casi pura. Jugó con ella, dándole vueltas sobre la palma de su mano. Es nueva. Todavía no pasó por las manos sucias de tanta gente. Todavía no huele a dinero, a mugre; huele a perfume, a mujer. ¿Pero cómo? ¿Dónde podría guardarla para que se impregne de perfume? ¿Sus bolsillos? No, nadie se pone perfume en el pantalón y mucho menos en los bolsillos.

Caminó hasta la entrada de un edificio y se sentó en el tercer escalón, aún sosteniendo la moneda en la mano, contemplándola, abstraído, sin verla. ¿Acaso en su blusa, en medio de su escote? Sonrió. No, no tiene sentido. ¿En su cartera? Tal vez la moneda cayó fuera de su billetera y su perfume se derramó dentro de su cartera, bañando todo en perfume, hasta la moneda. Sí, seguramente pasó así.

¿Su perfume? Pensó, luego de una larga pausa. ¿Su perfume? ¿SU perfume? Sí, SU perfume. Sentía que la empezaba a conocer. Pensaba en ella, tratando de imaginarla, de reconstruirla a partir de su olor. Su perfume, repetía una y otra vez, como si el repetirlo fuera un conjuro que ayudaría a dibujarla claramente ante sus ojos. Pero no funcionaba.

¿Cómo será ella? ¿Cómo se llama? Y, cerrando el puño con la moneda dentro, ¿dónde estará? Tiene que estar cerca. La moneda estaba en el piso, pero no huele a basura, a ciudad; huele a ella. ¿Un café, un taxi? Un taxi, estoy perdido, se fue. ¿Y si está en un café, un bar? No, un bar no. Tiene que estar en un café. Puedo encontrarla.

Se puso de pie y, antes de comenzar a caminar, pensó ¿escuché pasos? No, no había un alma. Pero escuché pasos, zapatos de mujer alejándose. Ya no sabía si el recuerdo de los pasos era real o —como cuando se recuerda un hecho al que no se prestó suficiente atención, se le añaden sutiles detalles que se debería haber notado en el acto— él los imaginaba ahora que era necesario haberlos escuchado.

Los pasos se alejaban por esta calle, pensó o imaginó. Acercó la moneda a la nariz y aspiró el perfume, tratando de memorizarlo. Miró la moneda, cincuenta centavos, y la guardó en un bolsillo vacío de su pantalón, no vaya a ser que se confunda con otras monedas.

Al caminar pensaba en ella, imaginando su figura, su cabello, sus ojos, su sonrisa. Imaginaba, en fin, todos los rasgos que harían posible reconocerla. ¿Reconocerla? ¿Cómo? ¿Por su perfume? ¿Sólo por su perfume? Caminaba cada vez más lento, desanimándose. ¿Y qué puedo perder si la busco? Apuró el paso, volviendo a dibujarla en su mente, con la certeza de que ella sería exactamente como la imaginaba.

La puerta de un bar apareció a su izquierda. No está en un bar, está en un café, se decía a sí mismo mientras entraba en el bar. Está vacío. Sabía que no estaba aquí, se dijo al salir, dando la espalda a tres hombres dispersos en las mesas del bar. Tiene que estar en un café.

Entró en el primer café que encontró. No hay mucha gente, pensó mirando a su alrededor, como si esperara reconocer, en medio de la concurrencia, a la mujer que buscaba. Sacó la moneda del bolsillo y, cerrando los ojos, aspiró el perfume. Rodeando la mayor cantidad posible de mesas y casi olfateando ante cada una de ella, se acercó a la barra, al lado de una mujer que lo miraba intrigada. Inmediatamente, ella sacó un cigarrillo de su cartera y, tras llevárselo a la boca, le preguntó de la manera más seductora posible si tenía fuego. No, dijo él, apenas notando su presencia. Entonces, al comprender que no tenía nada que hacer en el café, se dirigió hacia la puerta, rodeando y olfateando el otro lado del café.

Una vez afuera, recordó el frío y abrigó sus manos metiéndolas en los bolsillos de su chamarra. Entonces la vio. Pasó delante de él, arrastrando una estela de ese perfume que se sabía de memoria. ¡Es ella! Pensó entusiasmado mientras comenzó a seguirla hasta un bar. ¿Un bar? Pero tenía que ser un café. No importa. Entró.

Aún sentía el rastro de su perfume en el aire. La vio sentada en una mesa cerca a la barra, frente a un hombre. Palideció. Se quedó de pie un momento, aún sorprendido. No puede ser, se supone que tenía que estar sola. ¿Qué hago? Se sentó en una mesa con vista a ella. Conversan. Sólo conversan, tal vez son primos, hermanos, pensó mientras notaba que tenían el mismo color de ojos y rostros tan semejantes como pueden serlo los de un par de primos de diferentes sexos. Entonces notó cómo se miraban. ¿Son hermanos? ¿Qué clase de hermanos se miran así, enamorados? Los miraba, estupefacto. Tal vez sólo es cariño, miradas de cariño. Algo así como un reencuentro tras un viaje largo.

Tuvo que pedir algo, un café, para justificar su presencia en el bar. Los miraba, tratando de escuchar su conversación para descifrarlos. El mesero se acercó con su café, dejándolo sobre la mesa, con notable mal humor. No los escucho, si pudiera acercarme un poco. Aún concentrado en ella, se llevó la taza a la boca, ¡horrible! Le puso azúcar, tratando de disimular el mal sabor de su café.

De improviso, vio cómo ella tomó la mano de su cita, acariciándola con ternura. ¡No puede ser! No son hermanos, no son amigos, pensó, entre decepcionado y angustiado. No es posible que me haya hecho esto. Indignado, se puso de pie y salió del bar.

Era ella, la mujer del perfume. Pero estaba él, ese infeliz. ¡Y cómo le acariciaba la mano! Aún dolido, siguió caminando con paso acelerado y furioso hasta que, de pronto, se le ocurrió: No, no puede haber sido ella. No era ella.

Y, esbozando una sonrisa, prosiguió con su marcha hacia ninguna parte, buscando a la mujer del perfume. Tiene que estar en un café, volvió a pensar, reanimado, tiene que ser un café. Entró a otro café, sobresaltándose por la cantidad de gente que lo poblaba. Está muy lleno, pensó desalentado, mientras salía.

Se rendía fácilmente. Y, cuando se rendía, le gustaba sentarse en el cordón de la acera para ver cómo pasaban los autos. Perdía su mirada en las formas borrosas que desfilaban delante de él, jugando mentalmente con los nombres de cada color: verdebasurero, grisescombro, ámbarnoche, azulalma…

Se incorporó de golpe. ¡El perfume! Volvió a sentirlo. Miró a la mujer que acababa de pasar detrás de él y que ahora se alejaba, va a entrar a un café. Caminó hacia ella y, con disgusto, notó que pasaban de largo el café que se les presentaba a la derecha. No importa, ese café es malo. La seguiré de todos modos.

Mientras la seguía pensaba, otra vez desalentado ¿y si no es ella? Y, definitivamente, no era ella; pero no importaba, porque la escena se repetiría a lo largo de toda la noche.