martes, 10 de agosto de 2010

Onírico

(Paola Rodríguez Angulo)


Postrado en la cama empiezo a sentir la mecánica infinita de las sensaciones. La desesperanza ya no es, ni será, mi única compañía. Hace tiempo que perdí el habla, hace tiempo que mi cuerpo, inútil y sin movimiento, se ha vuelto la prisión de mi mente macabramente activa.

Los recuerdos me atormentan en forma de visiones, las imágenes del principio son asimiladas, descifradas, decodificadas, confrontadas, distorsionadas, cuestionadas, valoradas, anexadas, desechadas y desmembradas; todo me lleva a aquella época, esta noche calurosa, los relámpagos que responden a los truenos, vaticinio de la lluvia.

El brillo de los astros que puedo ver a través de esta sucia ventana (mi único contacto con el mundo exterior desde hace mucho) se confunden con el lejano brillo de las esquirlas que una vez volaron por sobre mi cabeza y el sonido de los truenos como bombas que destruyen mi inútil carne de cañón.

Sangre y dolor en el campo de batalla, la oscuridad se despliega por las faldas de los cerros y en las caras de mis compañeros, agazapados como roedores en las grietas de la tierra.

Incapaces de sentir compasión pues todo nos fue arrebatado, ¿Quién podría entenderlo sin estar ahí? Omitimos de nuestros actos la piedad, buscando consuelo a nuestra existencia devastando a nuestros devastadores.

Descubrimos la capacidad para asimilar la muerte y la serenidad ante la locura del hambre y del calor.

Continuo en esa guerra 55 largos años después, siempre supe que moriría ahí y ahora veo cómo mi vida se disuelve en ese paisaje, entre el vértigo del miedo y la resignación.

Ya no es necesario decir más, sacaré las monedas que cubren mis ojos, pagaré a Caronte por este último viaje y remaré en silencio.