martes, 21 de agosto de 2012

Barrendera

(Yvonne Rojas Cáceres)

Como la vieja melodía de un blues oscuro, sus pasos regresaban la acera por quinta vez. El polvo de su faena se disipaba de a poco con el rocío del alba; mientras ella dejaba surcos pronunciados en el concreto congelado del invierno. Aún había oscuridad protectora.
Había visto nacer y reproducirse, miles de horas azules; a cada una le había puesto un nombre simple como el de sus hijos. Para qué complicarse con la nostalgia de recordarlos. Los albas le habían curtido la piel; y la vida le había suspendido el espíritu lejos de la claridad.
Su aventura se redujo a la noche y a un manojo de pajas secas como extensiones de sus brazos envejecidos; sus venas circulaban hasta tocar la tierra y le hacían silbar como el viento de los otoños grises, cuando las hojas secas son insoportables pero hermosas bajo el reflejo de la luna solitaria.
Descansaba en la vereda o en el banco de los parques, agobiada por el resto de la cuadra sin barrer. Un día decidió quedarse a contemplar el amanecer, nadie le dijo que con el sol vendría la muerte; total, fue la primera y única vez que lo miró de frente y pudo escupir en su semblante amarillo, mientras mascullaba su decepción, te creí mejor que la hora azul, le dijo. Luego murió como la oscuridad. 

martes, 14 de agosto de 2012

De canicas


(Yvonne Rojas Cáceres)

Ya no me recuerdas, yo que tantas veces te serví de larga vistas, para mirar más allá de la falda de la vecinita; yo que rodaba pretendiendo ser tu guía, por el sendero de la tierra al final del canal. Empujada por tu mano, giré y giré sin detenerme hasta entrada tu adolescencia, hasta el fondo de los hoyos que formabas con el barro de tu infancia. Ya no me recuerdas, cristalina y pura, dura brillante y lisa, perfecta compañía de tus sueños húmedos, haciendo las veces de boca y otras de tendón enfurecido en tus puños. El tesoro encendido de tus juegos, la inspiración de tus primero versos de guerra a la salida del colegio, el proyectil con que hundiste el orgullo de tu enemigo en el pupitre; y por el que la tierra y el adoquín te castigaron formando cicatrices en tus rodillas. Ya no me recuerdas más que como a una esfera, escondida al fondo de tu velador. Como escondiste las hazañas de tu infancia, del barro en tus pantalones, del primer amor entre los sauces del lote abandonado. Claro, ahora tus canicas son otras, pero aún permanecen al fondo de tus bolsillos.

lunes, 13 de agosto de 2012

El viento que es todos los pájaros


(G. Munckel Alfaro)

Cuentan que, una vez cada tres años, los pájaros dejan de volar. Cuentan que sucede en un día en que el cielo está completamente desnudo, en que no hay nubes ni hojas secas con el coraje suficiente para abrazarlo. Cuentan que en ese día, alguien debe subir a la montaña y caminar hasta encontrar la cueva en que se encuentra el origen del viento. Cuentan que, una vez en la cueva, ese alguien debe encontrar un extraño objeto, más viejo que el tiempo y que, con un suspiro auténtico y hecho de brisa, debe darle cuerda a la máquina de hacer viento.

viernes, 10 de agosto de 2012

Verso de sangre


(Yvonne Rojas Cáceres y Sergio Tavel)


Vestida con sedas claras, se pasaba todo el día retozando en sus sueños. Egoísta ella, no dejaba que ni un sólo suspiro tocara las sienes casi muertas del escritor que en un rincón rasgaba la pluma inerte sobre la hoja de papel ya gastada. Las ideas eran esquivas, los versos ausentes, las frases lo eludían y con el viento se alejaban.

Aquel viento que soplaba cálido en una alcoba lejana, en lo alto de una torre, donde la indiferente musa dormía desatenta al llamado, al grito de la pluma sobre el papel, al despertar del alba, a la caricia de la luna.
Y el escritor desesperaba, ¡Oh, musa, aquí me tienes! ¡Desciende tu velo sobre mí y acaricia mi semblante! ¡Deja que tu voz me guíe hacia las planicies de mi inspiración! Mas la musa ausente, dormitaba.

¿Era el viento quién los conectaba? El viento escurridizo, convertido en brisa, regresaba de su viaje sin respuesta, sin palabra, sin verso; y el escritor moría de a poco, lentamente, cual fruto en invierno se marchitaba, la piel se le secaba, los ojos se desvanecían ante la ausencia de palabras. Sólo la sangre aún vibraba de sus manos destrozadas por el infame esfuerzo. Y caía, y brotaba. ¡Musa de mi perdición! vociferaba, ¡aquí está mi sangre, manchando el papel que olvidaste!

Una gota de sangre que caía del papel abandonado, fue atrapada por el viento, se transformó en ave con alas rojas como el fuego, con ojos de ámbar que brillaban al destello de una imaginación; voló surcando el poco aliento que invadía la habitación y destrozando de un golpe el cristal de la ventana, se alejó entre las nubes y desapareció en el horizonte.

Ahora soy ave, con júbilo exclamaba, soy viento, por tu insolencia me convertí en canción y me transformé en verso.



miércoles, 8 de agosto de 2012

Canillita



(Yvonne Rojas Cáceres)

Todos en la cuadrilla creíamos que de tanto changuear en compaginadas y voceaderas, de tanto dormirse sobre las sobras y de tanto hacerse al que se lee todas las páginas, hasta la de vida y salud; se estaba metamorfoseando en un suplemento. Y daban risa las suposiciones, pero al rato de verle, podías notar cómo las venas de sus manos se hinchaban y se ponían bien plomas, como si tuviera tinta azul en lugar de sangre y siempre olía a biblioteca.

Cuando llegaba al laburo, abría la puerta y se paraba a mirar las pilas de hojas, como si contemplara un festín, se relamía y frotaba sus dedos contra su viejo pantalón, aspiraba hondo como si se fuera a tragar todo el aire del lugar y de repente lanzaba la primera voceada del día, luego con la destreza de una rotativa humana, terminaba su encargo de mil quinientos un ejemplares perfectamente acomodados.

Un día le seguí de pura curiosidad, siempre terminaba su parte como a las 10 de la mañana y luego se perdía por las calles más alejadas de la Villa. Su casa estaba hecha de adobe y calaminas, tenía una pequeña ventanita que daba hacia el norte; allí me asomé y pude notar que todas las paredes interiores del pequeño cuartucho estaban empapeladas con diarios; pero me sorprendió mucho más cuando desde la ventana observé su extraño ritual alimenticio: frente a una mesa que contenía los suplementos de sociales, iba deshojando y despedazando con delicadeza el papel, en pequeños trozos que luego introducía a su boca y masticaba lentamente, lo hizo durante más de una hora hasta terminarse el tabloide matutino. Luego, se recostó en su camastro, se cubrió con una manta improvisada hecha de las secciones económicas y cayó en profundo sueño, después de haber recorrido con la vista todas y cada una de las páginas de sus muros como si las leyera una y otra vez.

Murió ayer, dicen que de intoxicación; yo creo que se empachó de la crónica roja.

martes, 7 de agosto de 2012

Cuento con bufanda


(G. Munckel Alfaro)

Como a la mayoría de las señoras de su edad, a mi tía le encanta tejer. Quizás lo único inusual de este pasatiempo sea su afición por las bufandas y los destinatarios para los que teje. Sus sobrinos jamás recibimos una; a diferencia de su cafetera, la jaula de su loro e incluso su loro. Sé que tejió una para el gato que alquiló en alguna ocasión y sé también que, cuando sale a tejer al aire libre, teje bufandas para las palomas de la plazuela (que, al parecer, no son lo que se dice agradecidas o, sencillamente, no gustan de abrigarse el cuello con lana). En fin, mi tía lucha contra el frío a punta de lana y, por lo que pude observar, sé que tiene un plan entre manos y que lo teje en grande. Según parece, pretende salvarnos a todos de las corrientes heladas tejiendo una enorme bufanda para abrigar al viento.

jueves, 2 de agosto de 2012

Vida de muertos


(Sergio Tavel)




Llevo muerto un buen tiempo, quizá sean años, meses, no lo sé, ya perdí la cuenta. El problema es que, cuando uno muere, no tiene recuerdo alguno de quién era en vida. Yo tengo la fortuna de conocer mi nombre, eso gracias a que pude leer la lápida que me pusieron, pero nada más.

Los otros muertos son una agradable compañía, incluso tenemos charlas que se pueden prolongar por horas aunque sólo sea con los que todavía tienen lengua. Sólo despertamos de noche, verán, el calor no nos hace nada bien, empezamos a desprender hedor y a podrirnos rápidamente; uno se acostumbra, pero toma tiempo.

En el cementerio tenemos una gran variedad de muertos: desde poetas, doncellas en traje de novia, incluso tenemos un pianista muy virtuoso, un poco excéntrico pero toca mejor que nadie, lástima que lo arrojaron a una fosa común, así que ni él mismo sabe quién es. Los muertos tenemos nuestras propias quejas: Mi tierra es muy fría, mi cajón es muy pequeño, mi cajón se astilla, ¿por qué él tiene más gusanos que yo?

El mayor tesoro de un muerto es aquél órgano o extremidad que aún tiene fresco, nadie quiere juntarse con esqueletos, traquetean demasiado al caminar. Así que, cuando cierto día uno de los muertos despertó sin la única pierna que tenía, nos asustamos bastante, había una saqueador de tumbas suelto. La cosa se repetía cada noche, uno de los muertos despertó sin un ojo, otro sin las orejas, nuestro pianista amaneció sin manos. Una ola de robos acosaba nuestro pequeño rinconcito de muerte. Nadie quería salir de su cajón, muchos trataron de clavarse dentro, colocar advertencias en la lápida, sin éxito. Algunos aseguraban que era un demonio, otros un fantasma, esos celosos seres incorpóreos, pero nadie lo había visto. Yo estaba aterrorizado. Las madres se persignaban, los ancianos se escondían y los niños temblaban a su sola mención. Quisiéramos enfrentarlo, atacarlo, pero no podemos, estamos demasiado asustados.

No fue hasta cierta noche en que uno de los muertos se levantó de su cajón y se ocultó detrás de un árbol a espiar. Luego vino todo asustado a decirnos que lo había visto, nos aseguró que llevaba un sombrero y una gabardina que lo cubría por completo, una escena espeluznante. Nos afirmó que pudo oír su nombre, lo dijo cuando murmuraba una plegaria: Víctor, le escuchó decir, Víctor Frankenstein.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Hacedora de sombras


(Yvonne Rojas Cáceres)

Tanteando los objetos, se deslizó fuera de la habitación hacia el patio, atizó el fogón para hervir el agua y repitió la oración acostumbrada; sostuvo, el romero, el llantén y la hierba buena, uniendo sus savias con un buen nudo de lana oscura que arrojó al agua burbujeante mientras se persignaba. El ingrediente preciso, la linaza, iba al final haciendo que el líquido se torne denso y plomizo. Un vapor ébano comenzó a fluir fuera del pote que ella tapó con prisa evitando que escapara.  Sujetó la olla y la envolvió en varios trapos de yute y luego en el aguayo. Se la montó en la espalda y salió lentamente hacia la hora azul del amanecer, repitiendo la oración de siempre, mientras su piel se aclaraba hasta quedar como un papel y el escurridizo vapor negro que fluía por una de las rendijas del atado, construía las sombras de las cosas por donde pasaba.  Afuera las criaturas noctámbulas le esperaban en la esquina de siempre, la barrendera, la putita borracha, el taxista y el guardia, ansiosos del brebaje que les devolvería sus sombras para que nadie en las horas claras, pudiera notar la diferencia.