(Yvonne Rojas Cáceres)
Como
la vieja melodía de un blues oscuro, sus pasos regresaban la acera por quinta
vez. El polvo de su faena se disipaba de a poco con el rocío del alba; mientras
ella dejaba surcos pronunciados en el concreto congelado del invierno. Aún
había oscuridad protectora.
Había visto nacer y reproducirse, miles
de horas azules; a cada una le había puesto un nombre simple como el de sus
hijos. Para qué complicarse con la nostalgia de recordarlos. Los albas le
habían curtido la piel; y la vida le había suspendido el espíritu lejos de la
claridad.
Su
aventura se redujo a la noche y a un manojo de pajas secas como extensiones de
sus brazos envejecidos; sus venas circulaban hasta tocar la tierra y le hacían
silbar como el viento de los otoños grises, cuando las hojas secas son
insoportables pero hermosas bajo el reflejo de la luna solitaria.
Descansaba
en la vereda o en el banco de los parques, agobiada por el resto de la cuadra
sin barrer. Un día decidió quedarse a contemplar el amanecer, nadie le dijo que
con el sol vendría la muerte; total, fue la primera y única vez que lo miró de
frente y pudo escupir en su semblante amarillo, mientras mascullaba su
decepción, te creí mejor que la hora azul, le dijo. Luego murió como la
oscuridad.