miércoles, 25 de mayo de 2011

Su Perfume

(G. Munckel Alfaro)


Con las manos escondiéndose del frío nocturno en los bolsillos, caminaba sin pensar en gran cosa. Su mente se distraía ocasionalmente con frases como la luz de ese farol… hace frío… no hay ni un alma... Frases que, si bien parecían comenzar, no terminaban. Eran ideas pasajeras, inútiles, pensadas casi al azar, que no tenían un propósito ni serían recordadas.

Debería tomar un taxi, pensaba mientras dos fuertes luces corrían hacia él, para luego perderse a sus espaldas. Debería tomar un taxi, se repitió e, inmediatamente, se detuvo ¿pero hacia dónde? Miró en torno suyo y siguió caminando. La noche era ambigua y sus pasos lentos lo guiaban con la firmeza de quien camina sin rumbo, pero esperando llegar a alguna parte.

Bajó la mirada, procurando protegerse un poco de las luces altas que se acercaban a él. Caminaba concentrado en las grietas de la acera que brillaba, anaranjada cuando reflejaba las luces que alumbraban la calle, amarilla cuando pasaba algún auto.

Le gustaba el claroscuro de la basura que se juntaba en la base de los contenedores que, a veces, parecían dormitar con la boca entreabierta junto a algunas veredas. De noche todo se ve anaranjado, y sonreía al pasar junto a una esquina notablemente sucia. Me gusta cuando la mugre brilla, se dijo mientras se distraía con el resplandor de lo que consideró algún envoltorio de papel aluminio.

Es curioso, dijo al notar un pequeño resplandor a cierta distancia de la basura. ¿Una moneda? Y se acercó con una sonrisa desconfiada, mirando hacia ambos lados, como buscando a su dueño o a alguien dispuesto a llamarle la atención. No había nadie.

Una vez de pie, levantó la moneda y la dejó brillar a la luz del farol. Entonces lo notó: perfume, la moneda conservaba un sutil, pero marcado olor a perfume de mujer. La acercó a su nariz y aspiró hondo, hasta marearse, intoxicado y, al mismo tiempo, profundamente seducido.

La miraba, sosteniéndola sobre la palma de su mano, a una altura que le permitía sentir su aroma. Perfume, pensó, perfume de mujer. Perfume, ¡qué palabra tan hermosa! Per-fu-me. Separaba la palabra en sílabas, tratando de comprender porqué le parecía una palabra hermosa. Per-fu-me, aspirando el aroma entre cada sílaba. Perfume, repitió la palabra entera mientras procuraba aspirar el olor en su totalidad para así, tal vez, comprender la totalidad de la palabra.

Ligeramente cítrico, fresco, con un dejo dulce, joven, ¿Acaso sería frutal, floral? ¿Acaso sería hermosa? Pero, sobre todo, seductor. Seductora.

Sacudió la cabeza. Miró de nuevo la moneda y, olvidando por unos segundos su perfume, la consideró como lo que era. Una moneda. Una moneda, nueva, reluciente. Aún no está gastada; está limpia, brillante, casi pura. Jugó con ella, dándole vueltas sobre la palma de su mano. Es nueva. Todavía no pasó por las manos sucias de tanta gente. Todavía no huele a dinero, a mugre; huele a perfume, a mujer. ¿Pero cómo? ¿Dónde podría guardarla para que se impregne de perfume? ¿Sus bolsillos? No, nadie se pone perfume en el pantalón y mucho menos en los bolsillos.

Caminó hasta la entrada de un edificio y se sentó en el tercer escalón, aún sosteniendo la moneda en la mano, contemplándola, abstraído, sin verla. ¿Acaso en su blusa, en medio de su escote? Sonrió. No, no tiene sentido. ¿En su cartera? Tal vez la moneda cayó fuera de su billetera y su perfume se derramó dentro de su cartera, bañando todo en perfume, hasta la moneda. Sí, seguramente pasó así.

¿Su perfume? Pensó, luego de una larga pausa. ¿Su perfume? ¿SU perfume? Sí, SU perfume. Sentía que la empezaba a conocer. Pensaba en ella, tratando de imaginarla, de reconstruirla a partir de su olor. Su perfume, repetía una y otra vez, como si el repetirlo fuera un conjuro que ayudaría a dibujarla claramente ante sus ojos. Pero no funcionaba.

¿Cómo será ella? ¿Cómo se llama? Y, cerrando el puño con la moneda dentro, ¿dónde estará? Tiene que estar cerca. La moneda estaba en el piso, pero no huele a basura, a ciudad; huele a ella. ¿Un café, un taxi? Un taxi, estoy perdido, se fue. ¿Y si está en un café, un bar? No, un bar no. Tiene que estar en un café. Puedo encontrarla.

Se puso de pie y, antes de comenzar a caminar, pensó ¿escuché pasos? No, no había un alma. Pero escuché pasos, zapatos de mujer alejándose. Ya no sabía si el recuerdo de los pasos era real o —como cuando se recuerda un hecho al que no se prestó suficiente atención, se le añaden sutiles detalles que se debería haber notado en el acto— él los imaginaba ahora que era necesario haberlos escuchado.

Los pasos se alejaban por esta calle, pensó o imaginó. Acercó la moneda a la nariz y aspiró el perfume, tratando de memorizarlo. Miró la moneda, cincuenta centavos, y la guardó en un bolsillo vacío de su pantalón, no vaya a ser que se confunda con otras monedas.

Al caminar pensaba en ella, imaginando su figura, su cabello, sus ojos, su sonrisa. Imaginaba, en fin, todos los rasgos que harían posible reconocerla. ¿Reconocerla? ¿Cómo? ¿Por su perfume? ¿Sólo por su perfume? Caminaba cada vez más lento, desanimándose. ¿Y qué puedo perder si la busco? Apuró el paso, volviendo a dibujarla en su mente, con la certeza de que ella sería exactamente como la imaginaba.

La puerta de un bar apareció a su izquierda. No está en un bar, está en un café, se decía a sí mismo mientras entraba en el bar. Está vacío. Sabía que no estaba aquí, se dijo al salir, dando la espalda a tres hombres dispersos en las mesas del bar. Tiene que estar en un café.

Entró en el primer café que encontró. No hay mucha gente, pensó mirando a su alrededor, como si esperara reconocer, en medio de la concurrencia, a la mujer que buscaba. Sacó la moneda del bolsillo y, cerrando los ojos, aspiró el perfume. Rodeando la mayor cantidad posible de mesas y casi olfateando ante cada una de ella, se acercó a la barra, al lado de una mujer que lo miraba intrigada. Inmediatamente, ella sacó un cigarrillo de su cartera y, tras llevárselo a la boca, le preguntó de la manera más seductora posible si tenía fuego. No, dijo él, apenas notando su presencia. Entonces, al comprender que no tenía nada que hacer en el café, se dirigió hacia la puerta, rodeando y olfateando el otro lado del café.

Una vez afuera, recordó el frío y abrigó sus manos metiéndolas en los bolsillos de su chamarra. Entonces la vio. Pasó delante de él, arrastrando una estela de ese perfume que se sabía de memoria. ¡Es ella! Pensó entusiasmado mientras comenzó a seguirla hasta un bar. ¿Un bar? Pero tenía que ser un café. No importa. Entró.

Aún sentía el rastro de su perfume en el aire. La vio sentada en una mesa cerca a la barra, frente a un hombre. Palideció. Se quedó de pie un momento, aún sorprendido. No puede ser, se supone que tenía que estar sola. ¿Qué hago? Se sentó en una mesa con vista a ella. Conversan. Sólo conversan, tal vez son primos, hermanos, pensó mientras notaba que tenían el mismo color de ojos y rostros tan semejantes como pueden serlo los de un par de primos de diferentes sexos. Entonces notó cómo se miraban. ¿Son hermanos? ¿Qué clase de hermanos se miran así, enamorados? Los miraba, estupefacto. Tal vez sólo es cariño, miradas de cariño. Algo así como un reencuentro tras un viaje largo.

Tuvo que pedir algo, un café, para justificar su presencia en el bar. Los miraba, tratando de escuchar su conversación para descifrarlos. El mesero se acercó con su café, dejándolo sobre la mesa, con notable mal humor. No los escucho, si pudiera acercarme un poco. Aún concentrado en ella, se llevó la taza a la boca, ¡horrible! Le puso azúcar, tratando de disimular el mal sabor de su café.

De improviso, vio cómo ella tomó la mano de su cita, acariciándola con ternura. ¡No puede ser! No son hermanos, no son amigos, pensó, entre decepcionado y angustiado. No es posible que me haya hecho esto. Indignado, se puso de pie y salió del bar.

Era ella, la mujer del perfume. Pero estaba él, ese infeliz. ¡Y cómo le acariciaba la mano! Aún dolido, siguió caminando con paso acelerado y furioso hasta que, de pronto, se le ocurrió: No, no puede haber sido ella. No era ella.

Y, esbozando una sonrisa, prosiguió con su marcha hacia ninguna parte, buscando a la mujer del perfume. Tiene que estar en un café, volvió a pensar, reanimado, tiene que ser un café. Entró a otro café, sobresaltándose por la cantidad de gente que lo poblaba. Está muy lleno, pensó desalentado, mientras salía.

Se rendía fácilmente. Y, cuando se rendía, le gustaba sentarse en el cordón de la acera para ver cómo pasaban los autos. Perdía su mirada en las formas borrosas que desfilaban delante de él, jugando mentalmente con los nombres de cada color: verdebasurero, grisescombro, ámbarnoche, azulalma…

Se incorporó de golpe. ¡El perfume! Volvió a sentirlo. Miró a la mujer que acababa de pasar detrás de él y que ahora se alejaba, va a entrar a un café. Caminó hacia ella y, con disgusto, notó que pasaban de largo el café que se les presentaba a la derecha. No importa, ese café es malo. La seguiré de todos modos.

Mientras la seguía pensaba, otra vez desalentado ¿y si no es ella? Y, definitivamente, no era ella; pero no importaba, porque la escena se repetiría a lo largo de toda la noche.

martes, 24 de mayo de 2011

La Caminata

(Sarahi Cardona)


Cuando el hombre llegó a la entrada del pueblo, el atardecer era quieto y sereno.

Estuvo veintisiete años como errante, quiso envejecer sus botines con el polvo de otras ciudades y el aire de países extraños. Ahora necesitaba descansar. El pueblo era el mismo, la rutina y la costumbre seguían. Él ya no tenía familiares ni amigos.

En lo que decidía si avanzaba o no, un perro se le acercó batiendo la cola. Notó que cojeaba y que la sarna ya había marcado su final, así que le pareció buen confidente y compañero. Pensaba dar una vuelta hasta el amanecer. Recorrieron uno a uno los recovecos, las calles, las casas; se sentaron a ver la luna en la placita, le contó de la vida y los amores que dejó a sus cuarenta años, le confesó que quiso irse para no ver morir a su madre, ni ver el destino de sus hijos.

Cuando el primer rayo de sol salió, ellos llegaban a las puertas del cementerio. El viejo se acostó en la tumba con su nombre, el perro dio tres vueltas y se echó encima.

viernes, 20 de mayo de 2011

Habitus Bolivianus

(Roberto Fernández Terán)


Iniciada la farándula

con un teatro abarrotado,

el caudillo se solaza

al redoble de tambores.


El gentío respondía

al mensaje del pregón.

¡Viva la revolución!

¡Viva el Estado nuevo!


¡Muchas fotos!

¡vastas poses!

¡cacofonía del ruido!

¡Y, el cambio que no aparece!


Máscara nueva con porte,

para negocio de ricos,

dejando correr el oro

a bolsillos extranjeros.


La mentira ya se acaba

no se aguanta más la crisis,

trabajadores muy sabios

desnudan tanta impostura.


La huesuda ya se cierne

sobre la nueva corona,

la falacia tiene un costo

que la plebe no perdona.

jueves, 19 de mayo de 2011

El Docente

(Paola Rodríguez Angulo)


Andaba la pobre muerte

Más flaca que de costumbre

Cuando lejos, entre la herrumbre

Se encontró con el docente


John tres dedos bebía

Planeando su campaña

Mientras ella lo veía

Frotándose las manos con saña


¡Quien se iba a imaginar!

Ella tan lúcida y guapa

Le lanzó el ojo al sátrapa

Para su alma afanar


Cuando llegó a su lado

Sólo un soplido bastó

El hombre tan alcoholizado

En sus encantos cayó


Desde entonces al docente

Sus alumnos lo maldicen

¡Es corrupto, aberrante!

En los pasillos repiten.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Obrera

(Paola Rodríguez Angulo)


Como toda buena obrera

La calaca acata el paro

El casi muerto se recupera

Ya nadie lo tiene claro


¿Pero qué pasa

que la gente no se muere?

es que a la flaca

el Estado le debe


Bien lo sabe Rubén Costas

Que a un pasito quedó

La muerte no estaba cerca

Por eso no se lo llevó


En huelga de huesos caídos

Se proclama la muy fresca

Sentada en un quitamiedos

Observa como viene la gresca.

martes, 17 de mayo de 2011

Cohelo y la Calaca

(G. Munckel Alfaro)


Escribe sin cesar el escritor

que con sonrisas y alharaca

se mantiene alejada a la Calaca

y todos sus libros hacen furor.


Se aprovecha hasta de los cojos,

el liso pajpaku literario.

Interesado sólo en su salario,

aprovecha que la Calaca no tiene ojos.


Pero como la Muerte tiene oídos finos

se entera rápido de todo su despelote

y decide apretarle el cogote

para darle fin a sus libros dañinos.


Pero el escritor, siempre positivo,

sonríe negando la presencia de la Calaca

que lo arrastra decidida hasta una cloaca

para dejar en su lugar al escritorzuelo repulsivo.

lunes, 16 de mayo de 2011

Calaveritas

(Sarahi Cardona)


I

La huesuda con el goce

La desnuda con la pose

Ninguna es decente

Las dos se acuestan con el docente.


II

El viejo anda buscando bulla

La flaca no quiere que la engulla.

La vejez ha llegado

El viagra no ha funcionado.


III

La andaba buscando en Na Cunna

La muerte todavía en la cuna.

Ahora toman whiskys

Después acaban en las miskys.


IV

La muerte anda en busca de trapos

Pero ha vuelto con puros harapos,

Sólo cien pesos tenía

Ya no le alcanza ni pa’ la peluquería.


V

La Calaca se ha cansado,

Todo el año ha marchado,

Todas las calles habían bloqueado

Pero a ninguno de los pacos había fichado.

domingo, 8 de mayo de 2011

Maldición

(Yvonne Rojas Cáceres)


Bajas como de una borrascosa tempestad, por la espesura negra y lejana de un horizonte alzado, para pisotearme con tus evocaciones. Maltratando el despojo en que me he convertido.

Camino sobre grietas de cemento en tu orilla. Convulsionando nuevamente en mi pupila, el hueco oscuro de tu ventana. Cubierto con la flema de tus retentivas inacabadas.

El sol dibuja necedades en mi cabeza, sólo eso. Y solo yo por la vereda, te repaso como a un óleo maldito. Claro, vigilante, repulsivo y atrayente; deslizándote como agua turbia y como aceite caliente de la yedra seca colada a tu pared.

Caes, como en mi ánima, al espacio terroso de esta tela de nostalgia. Te dibujo como el humo deslizado con arcadas en el aire, corriendo tras mi sombra en el pasado, con el viento azotando tu camisa azul contra ese pecho maltratado.

Mis ojos alucinados y empolvados, me regresan a este lunes. El sol se esconde de a pedazos tras la nube amenazante pero cobarde que soy yo. Que se escapa; y me pregunto ¿ni la lluvia te soporta?

Siento que me hundo completo y en retazos desmembrados de cuajo, por tu cuadra como alquitrán recién pintado, embadurnado de tu sangre negra que penetra.

Circulando sonámbulo, contando los minutos que me acercan a la noche. Imagino tu materia bajo la tierra y mis pies se cuelan a tu cara en cada paso, destruyendo todo extremo obsesivo, de tus mejillas apagadas.

Y la imagen del encuentro con tu cuerpo chorreado entre tus sábanas, golpea esta mi memoria desgastada y cansada. Inerte, recostado como estatua de un Marat, tallada con el preludio de mi condena. Te he matado.

Escucho venir del tiempo atrás, el grito de mi aliento lastimado; y pienso, ¿por qué no pude tocar tu dedo que me apuntaba? Miedo y dolor combatían encarnizados en mi vientre. Mientras afuera la batalla era de la lluvia y del amanecer.

Todo tan dentro, tan guardado, anhelante. Desalmada evocación que se ha apostado años después, en mí, presente, en tu vereda, en tu ventana, en mis pupilas apagadas.

¿Por qué hoy, mal viaje entre amapolas? ¿Qué te hace carne y sentimiento está vez? Mi duelo no acabado, replica la náusea temblorosa de mi entraña.

¿Acaso quieres destruirme para ti? Sólo en partes, sólo en pedazos líquidos de un sueño, aclama ese sol que me calcina, gritan los árboles con sus ramas, suena el vidrio roto de tu perpetua ventana. Me has acabado.

sábado, 7 de mayo de 2011

Redención

(Paola Rodríguez Angulo)


Cayeron las palabras, grandes y huecas en la bóveda de mi cabeza, en ese momento tan vacía, que causaron un estruendoso eco.

No supe que sentir, por un lado estaba la traicionada: fiera e impulsiva compañera lista para clavar las uñas en los ojos del traidor.

Por el otro estaba la mártir: esa llorona y quejona que sólo piensa en su desgracia mientras se auto compadece por lo injusto de su vida.

Además, estaba esta otra, misteriosa y cautivante, que sale de una profunda sombra… no sabía a cual seguir.

Quise cortarme lo suficiente para caber en tu molde y aún, tras años de mutilaciones, nunca estuve a la altura de tus expectativas.

Ahogada en la constante desesperación cambié mi imagen, mis frases, mis ideas: vendí mi cerebro para comprarte y luego pasó lo inevitable.

Busqué como una mártir mi cruz, necesitaba cargar con la culpa de mis actos, compartirla contigo, pues sabía que serías el mejor verdugo y te revelé mis pecados.

Como lo esperaba, te encargaste de atormentarme, lanzando tu furia sobre mí, no me diste tregua, eras un profesional. Tus cambios repentinos, venían en los momentos más radiantes como un trágico recordatorio de lo efímero de la felicidad: esos momentos, cuando tus ojos acusadores, llenos de rabia y tu boca tensa escupían palabras de hierro candente, marcando en mi frente la letra escarlata.

Y viví cada día de culpa, como si tu trato fuese la única válvula para expiar mis errores. Hasta hoy.

Siempre supe que considerabas menos grave la traición de un hombre que la de una mujer. Ahora, veinte años después y aún a tu lado tengo mi conclusión: la traición sabe igual para hombres y mujeres. Aunque esta vez la tuya me sabe a redención.

viernes, 6 de mayo de 2011

Al Filo de la Inocencia

(G. Munckel Alfaro)


No me prives

de este aprendido placer

de ver cómo juegas a ser adulta.


Quédate cerca,

corre entre mis dedos

—nínfula esquiva—

hasta crecer azul

como el humo de tu estela.


Quédate cerca,

te prometo que prometeré cuidarte,

que jugaré con tu alma de muñeca,

que te guardaré el secreto de este juego.


Te prometo que prometeré abrazarte

luego de hacerle el amor a tus labios rotos,

luego de jugar contigo entre tus piernas;

pero quédate cerca.


Déjame llenarte,

inundar tu garganta

—pequeña nínfula—

hasta cargarte de mí;

pero quédate cerca.


Quiero verte terca en tu sabiduría

de niña que juega a ser adulta;

pero no me prives de tu brevedad.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Reencuentro

(Roberto Fernández Terán)


Me encontraba entre el numeroso público asistente a las conferencias sobre Paleoantropología, que se desarrollaban en el gran salón iluminado por gigantescas arañas de cristal del Palacio Portales; cuando ella, desde la testera, alzó la vista clavando sus ojos color almendrado en mí. Supe entonces que la conocía desde tiempos muy antiguos, cuando los dos, muy jóvenes, jugábamos y caminábamos agarrados de las manos en las faldas del Kilimanjaro.

Recuerdo muy bien aquella vez, porque decidimos dejar marcado nuestro despertar pasional juvenil africano, en aquella tierra barrosa de origen volcánico. Sé, por algunas revistas especializadas, que las huellas que dejaron nuestros cuerpos, y particularmente las impresiones que quedaron de los pies, se encuentran bastante bien conservadas en la pétrea superficie del lugar.

—Sí, estoy seguro ¡es ella! aunque su cabello, esta vez, es de un color castaño intenso.

En el descanso que siguió a las disertaciones, mientras bebíamos las inevitables tazas de café, fue ella la que se me acercó y preguntó con acento extranjero en qué salón se exhibían las piezas de los homínidos de Laetoli. Con cortesía de anfitrión cochabambino, la guié hasta la galería donde se encontraba la serie “Paradisus” y, mientras ella, ensimismada disfrutaba de las figuras, volví al viejo salón de conferencias apresuradamente —pensando que, quizá por la novedad de las piezas en exposición, o por estar en medio de tanta gente, le había sido difícil fijarse bien en los detalles de mis ojos para reconocerme. Comprendí que no podía apresurar las cosas para un reencuentro; porque, después de todo, habían pasado muchísimos años desde nuestra experiencia en el Kilimanjaro.

En las primeras horas de la noche, muchos de los conferencistas acudimos al restaurante italiano ubicado en la plaza principal de la ciudad. Ella estaba allí con un grupo de profesoras europeas. Nuevamente, nuestras miradas se cruzaron; pero esta vez creí percibir un destello muy intenso en sus ojos de miel y ámbar. Observé que las gráciles líneas de su cuello y la firmeza de sus caderas no habían cambiado mucho desde aquellos lejanos días en el centro este de África.

—¡Muchachos, compartan con nosotras este vino añejo! —dijo ella— sonriendo y levantando la copa.

Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas y se notaba una ligera influencia del alcohol en su comportamiento. Fue en ese instante en que me miró fijamente a los ojos y me reconoció.

—Pero ¡eres tú! —dijo con la voz cargada de emoción.

—Sí, soy el mismo —le dije con un aplomo nacido de la felicidad de tenerla tan cerca.

—Te estuve buscando por todo el mundo.

—Yo también —le contesté.

—Han pasado tantos años.

—Millones —añadí.

—Nunca pude olvidarte.

—Yo tampoco.

A partir de ese momento, no pudimos estar alejados ni un milímetro uno del otro. Si no eran nuestras manos que se agarraban, eran mis brazos que la rodeaban o los suyos que me estrechaban. Después de vaciar un par de botellas de vino con todos los concurrentes, decidimos buscar un lugar para estar únicamente los dos.

En medio del recinto tenuemente iluminado donde ella se alojaba, tallamos cada parte de nuestros cuerpos con desenfreno. ¡Nada nos estaba vedado! Nos desbordaba la pasión contenida por tanto tiempo. Nuestras bocas se buscaban, nuestras geometrías se acoplaban, nuestras mieles se trocaban.

Fascinados los dos en nuestra desnudez, nos explorábamos mutuamente, sin dejar territorio alguno sin reconocimiento; en una guerra de posiciones siempre cambiante; tomándonos; saciándonos hasta el paroxismo. Amanecía, cuando rendidos y exhaustos nos abrazamos como suelen hacerlo los amantes. Los mantos del sueño profundo nos cubrieron dulcemente.

Muy entrada la mañana, a las diez en punto, el Palacio Portales de Cochabamba abre sus puertas al público para continuar con la presentación de la exposición itinerante titulada “Homínidos en Laetoli: Tres millones de años atrás en el tiempo”; pero, justo en ese momento, se levantan voces de alarma; los porteros están conmocionados porque la seguridad del edificio ha sido burlada durante la noche. Informan al director un hecho insólito, los fósiles de los homínidos macho y hembra que se encontraban en salas distintas cada uno, están ahora juntos en la urna de cristal de ella, y yacen muy unidos como si estuvieran abrazados. Nadie sabe cómo los restos de él llegaron allí. También, la réplica de las huellas petrificadas, que se exhibía en el salón principal, ha desaparecido.

A través de los vidrios, los visitantes observan sorprendidos que los huesos fosilizados de ambos parecen reír, en una suerte de complicidad y de placer que trasciende desde lo más remoto de los tiempos.

martes, 3 de mayo de 2011

Los Amantes bajo las Farolas

(Sarahi Cardona)


Eran celosos, intolerantes, impacientes y propensos a dañarse

Ella se pasaba los días con café y cigarrillos, para borrar el olor que le dejaba en la piel

Él con un whisky sin hielo pretendía olvidar besos y miradas.


Se necesitaban

Y además se amaban


Nada les era suficiente

El tiempo les era imposible


Buscaron refugio en una habitación amarilla

Llena de farolas encendidas

Cerraron las ventanas y las escondieron tras pesadas cortinas

Para no saber si amanecía o anochecía


Su único equipaje era la piel desnuda, deseosa de lujuria

Decidieron no ser felices

Se fueron acabando el uno al otro


Redimidos y entrelazados

Ella con filigranas de piel entre sus uñas,

Él con la boca saciada de ella

Hasta que las farolas se apaguen.