miércoles, 30 de noviembre de 2011

Soledad

(Yvonne Rojas Cáceres)


La luz de la luna vieja entra por la ventana y me esclaviza entre las fronteras de penumbra que dibuja. En esta habitación fría y desnuda. En este aislamiento que habitamos los dos, en un cuarto piso aprisionado del centro. En esta ciudad maldita. Porque esta pena que inventaste para deleitar tu patetismo, no me conmueve. Entonces miro todo como en una pesadilla, las calles ya no me llaman al paseo, las luces de neón que alumbraron alguna vez nuestro romance se han opacado en tu rostro, en tu voz. Mucha realidad, me digo, y te grito ¡desaparécete!

Tus heridas se adhieren a mi voz, a mi grito, y finalmente tu eco, al final del pasillo, me responde –perdóname– y no quiero perdonar. Quiero mis alas. Quiero volar. Caer, deleitarme del dolor, de ese dolor que ya no logras provocar en mi carne, en mi razón. –Confórmate– me dices y te replico –es demasiada realidad–.

Regreso a la penumbra, a la ventana que me llama, a la nostalgia que me viaja por la sangre. Me basta, me sobras. Quiero gritar y en lugar de eso susurro tu nombre desarticulado como tu deseo.

¡Desaparécete! En el cielo que me observa con ese gran ojo de plata, o donde tú quieras. Ya no ansío ver tu reflejo en el cristal de esta ventana. Se consume la furia, en su lugar está el desencanto, la indiferencia. Despierto a este segundo eterno, hecho trizas. Después y al final, la oscuridad me reclama no haber soñado.

Sigues ahí, al final del pasillo, de pie. Cubierta de tus lágrimas. Es demasiada realidad, contenida en ti en tu figura deforme que ayer me conquistaba. Esa que por una rendija penetra a mis sueños, mortífera, desnuda y furiosa. Esa realidad que traes en los ojos.

Estoy despierto nuevamente, desesperado. Y sigo implacable ¡Desaparécete! y sólo el eco me responde, el eco muerto que sólo tú y yo escuchamos, que compartimos.

Me acerco a ti sigiloso, casi débil. Te sujeto por el brazo, que intenta abrazar lo que queda de mi caridad inerte. Te abalanzas casi alegre, insegura. Acerco mi boca a tu oreja, deseosa de escucharme amarte. Con la furia que me dejaste te presiono. Te arrastro te estrangulo. Una y otra vez ¿A dónde va? ¿A dónde siquiera se dibuja mi razón? Ya no la encuentro. Y la última palabra que escuchas de mi boca es afuera de la ventana, cerca del pavimento. ¡Desaparécete! Viajes sin rumbo se disipan, y luego aparecen delineados en la historia que me persigue, que no me alcanza, que me implora paz.

Regreso satisfecho al sillón para mirarme nuevamente en reflejo de la ventana, cuando irritado descubro que estas ahí otra vez, parada al final del pasillo gritándome, –confórmate ya–.

martes, 29 de noviembre de 2011

Cuadro Cutáneo

(Yvonne Rojas Cáceres)


Eran las cinco de la mañana, la bruma de la oscuridad se invisibilizaba dejando sólo un filtro por donde el sol disparaba rayos de luz directo a sus ojos entreabiertos. No había dormido, sólo se dejó estar, caer en la pesadumbre sobre el sillón de la sala.

Todos los contornos y protuberancias de los cojines le lastimaban los huesos, tenía las manos languidecidas sobre las rodillas y su cabeza ligeramente erguida, se tambaleaba de rato en rato mostrando que ya no quería tener control sobre sí misma, sobre sus actos y sus pensamientos.

Afuera, la lluvia comenzó a caer intempestivamente y eso le llenó de una infinita nostalgia que invadió la habitación entera con una bruma espesa y gris. Y allí, en medio de ese remolino de brisa fría y húmeda que penetraba por la puerta de entrada que había estado abierta toda la noche, lo vio. Su alma se hizo añicos y comenzó a sentir cómo filosas agujas se incrustaban por cada extremo de su cuerpo.

Te esperaba hace buen rato, le dijo mientas sus extremidades se derrumbaban un poco más queriendo alcanzar el suelo, derrotadas. No había apartado la mirada de la rendija de luz que se escabullía entre las cortinas, pero notaba la presencia de él, más de una mirada profunda y directa hacia su pecho desnudo, cortándole la respiración. Acércate le dijo, y así lo hizo, lentamente hasta el fondo de su cuerpo, aleteando frenético, rozando su materia viva y cansada.

Luego con pericia de arquitecto, entre caricia y caricia, ubicó diminutos poros abiertos, cerca de la boca del estómago, tan pequeños como el rastro que dejaría un alfiler cuando se clava en la piel blanda, en carne ausente de huesos, para penetrar, abriendo orificios, rasgando músculos, tendones, epidermis, hasta el fondo de su materia viva.

Con sus garras de diantre, filudas, puntiagudas y negras, provoca en cada zarpazo, que pequeños trozos de piel y de carne vuelen disparados y como ácido que disuelve toda superficie en que salpica. Ella ha comenzado a sentir fuego en las entrañas pero se deja hacer casi deleitada, gimoteando y conteniendo las lágrimas.

Dolor, aletea girando sus húmedas alas, concentrado en la tarea de abrirse paso por la carne; hasta que se convierte en fluido rojo, ha llegado a la arteria principal, se ha materializado en sangre que se abulta congestionada en el cuello de ella, impidiéndole respirar.

Ya está contaminada, ahora él se filtra por cada ramificación, atravesando como navajas, cada centímetro de su cuerpo. Cuando llega a ese espacio del alma, parecido a una planicie latente cubierta de finas sedas transparentes, se detiene con sus ojos iluminados, otea un horizonte interno, marca un punto y nuevamente convertido en criatura alada penetra con sus dedos de cera caliente, el centro del espíritu, con movimientos circulares agranda la circunferencia como si se tratara de arena.

Sus dedos de cebo se derriten al contacto con la cálida materia del alma mortal de ella y el líquido corre abriendo surcos para gotear por las costillas y apostarse en el hueco del vientre contraído de la mujer.

Por fin ha logrado extender el agujero como para caber por medio de él y en un vuelo de segundos en el que quiebra, desgarra, corrompe, destroza, rae y tritura, llega al cerebro y se detiene.

Emanando de su propia materia rayos brillantes de luz blanca, disparados al centro del globo ocular que parece una lupa, le muestra esa realidad distorsionada que se sucede al otro lado, cada rayo de luz choca estrepitosamente con el lente quebrándolo, abriéndole una rendija por donde la luz en mil fragmentos, se dispara hacia afuera, unos como lagrimas cristalinas, otros como brillo de sufrimiento, algunos más osados como ira que acumula fluido en ese espacio blanco entre los párpados enrojecidos.

Es en ese momento en que ocurre aquel extraño hecho, en el que se puede descubrir el pacto entre este dios maldito y su víctima. Ella siente dolor un dolor infinito. Trata de zafarse de él, como siempre lo ha hecho y como siempre, él ya está tan dentro que es imposible cualquier lucha, está poseída. Besa sus manos y su pecho brillante como una llama, se deja consumir hasta el último resquicio, húmeda de fiebre y delirio.

Cuando él ve que no se mueve más, que sus ojos se han cristalizado, se levanta con cuidado de ese cuerpo ulcerado, de esa piel lacerada y se va con la lluvia que afuera, lo ha empapado todo.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Recuerdo

(Sergio Tavel)


—Jamás pensé que volvería a este lugar —susurró al viento—. Lo soñé durante tantos años.

Las hojas de los árboles se mecían suavemente y la luz del sol se filtraba entre ellas. Aquél jardín se encontraba exactamente como lo recordaba: Grandes árboles circundaban los estrechos senderos de piedra; bancos de mármol muy blanco eran visibles al borde, aunque los años les habían abierto algunas grietas; las fuentes de agua con elaboradas estatuas de doncellas desnudas, centauros y ángeles se encontraban esparcidos, imponentes como silenciosos guardianes; la sombra de la gran mansión en el fondo, vigilante, tan impresionante como siempre lo fue.

—Aquí fue donde solíamos ocultarnos cuando jugábamos a las escondidas, ¿lo recuerdas? —sonrió el niño apuntando hacía unos arbustos especialmente crecidos que ocultaban un banco casi derruido— Nadie nos podía encontrar ahí.

—Lo recuerdo —susurró el hombre mientras caminaba de la mano del pequeño.

—¿Cuántos años han pasado?

—Demasiados —murmuró con un dejo de tristeza en la voz.

Llegaron a un claro y el hombre se sentó en un banco y soltó un suspiro mientras observaba el pequeño lago artificial que se extendía por el claro.

—Siéntate —le dijo al niño.

—No —respondió bruscamente—. Me quedaré a investigar. Tú pasas demasiado tiempo sentado. No era así antes.

—Antes era joven.

—Eres joven ahora, sólo que lo has olvidado —se alejó dando saltos y se metió entre la maleza. Tenía alrededor de once años. Su ropa estaba sucia, usaba un pantalón corto con tirantes y tenía el pecho desnudo cubierto de moretones y raspones.

“Pasa más tiempo en el suelo que de pie —pensó.”

Aprovechó el momento para respirar hondo y contemplar el lago artificial durante largos minutos. Tantos años habían pasado y el lago era el mismo. Este era mi santuario —susurró—. Aquí leía, pensaba, jugaba. Aquí tuve mi primer beso —sonrió suavemente.

—¿Te acuerdas su nombre? —el niño había vuelto.

—No, fue hace mucho tiempo.

—Yo sí —le dijo con picardía—, hubo un tiempo en que no parabas de repetirlo. Lo murmurabas al viento. Lo escribías en todas partes. Lo tallabas en la corteza de los árboles.

—Sí —susurró—, pero lo olvidé, ¿cuál era?

—Si no puedes recordarlo yo no te lo voy a decir —agarró una piedra muy pequeña y se la arrojó. A continuación se acercó al lago y se agachó.

—¿Por qué hiciste eso? —le reprimió mientras se frotaba la frente.

—Porque ya no eres tú. Tus palabras son viento, las olvidaste, las enterraste —metió ambas manos al agua y la hizo chapotear mientras reía.

—Fue hace mucho tiempo.

—Pero ahora estás aquí, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces mira a tu alrededor —sacó una rana del lago con un movimiento rápido.

Así lo hizo. Los árboles le susurraban, la maleza crujía y el lago lloraba. Detrás de él, en un árbol viejo y muy oscuro había un nombre tallado. La letra era de una mano infantil y torpe, decía “Melisa.”

—¿Lo ves? —le dijo el niño mientras observaba a la rana dar saltos por el pasto.

—Sí —murmuró—, ahora lo sé —le dirigió una mirada rápida al niño—. Levántate, te estás ensuciando y tienes magulladuras en las rodillas.

—¿Y qué? —lo miró con pena— las ropas se pueden lavar, si se rompen se compran otras, si me corto simplemente dejo que la herida sane. Esta rana saltando delante de mío es más valiosa que todo eso, al igual que los árboles a mí alrededor, el lago detrás mío y el reflejo de la mansión en él, ese nombre tallado en aquél árbol, nuestro escondite detrás del banco roto y la sonrisa en mis labios. Todo esto es inmortal, ¿por qué lo has olvidado? —sacudió la cabeza y volvió a contemplar la rana.

“Porqué crecí —pensó—, me hice mayor.”

—Esa no es excusa —le reprimió el niño—. Aquellas cosas no deberían olvidarse jamás.

Entonces escuchó pasos que se acercaban. Se dio la vuelta bruscamente y vio a su hija. Una mujer muy bella de unos treinta años.

—¿Qué haces, papá? —le preguntó con dulzura.

—Recordando —le dijo. Giró la cabeza y vio que el niño ya no estaba.

—Se fue —susurró con sorpresa al darse cuenta.

—¿Quién se fue, papá? —le dirigió aquella mirada de preocupación que conocía muy bien.

—Mi niñez.

viernes, 25 de noviembre de 2011

La Ciudad en Llamas

(Leslie Loayza, G. Munckel Alfaro, Sergio Tavel, Sarahi Cardona)


Deambulaba por la ciudad en busca de cigarrillos cuando, de pronto, encontró una colilla aún encendida en una grieta de la vereda. Se detuvo un momento para considerar si debía recogerla o no y, al verla más de cerca, notó que tenía una marca de labial de un color que le recordaba a alguien, razón por la cual decidió conservar la colilla.

A los pocos minutos, se arrepintió de no haber apagado la colilla antes de guardarla en su bolsillo, que había comenzado a quemarse. Al darse cuenta de que se encontraba en una acera muy angosta, abarrotada de personas y que en la calle el tráfico apremiaba, no se decidió a lanzarse al suelo y rodar.

Llegó a gustarle tanto la cálida sensación, que ignoró el hecho de que el fuego se propagaba por el resto de su cuerpo. Sin embargo, la ardiente sensación pronto se tornó insoportable, por lo que recurrió a quitarle una bolsa de agua al niño que pasaba por su lado y, con ella, trató de extinguir el fuego. Tras ver que no funcionaba, quiso apagar las llamas de su ahora húmedo pantalón usando ambas manos, que se incendiaron en el acto. En su desesperación, se llevó ambas manos al cabello, el cual se convirtió en una llamarada que pronto bajó a su rostro. Extrañamente, la gente que pasaba a su lado lo ignoraba y seguía su rumbo.

A esta altura, se había convertido en una llamarada transeúnte y, sólo entonces, una señora asustada trató de socorrerlo tomándolo de los hombros para sacudirlo, sacudidas que provocaron el inminente incendió de su chal y, gracias a la exagerada cantidad de perfume que usaba, el fuego se propagó rápidamente, ocasionando dos hogueras humanas. La señora, que debía encontrarse con una amiga, la vio a lo lejos y corrió hacia ella. La amiga intentó apagar el fuego con su sombrero, lo que resultó en que ambas señoras ardieran en llamas. En cuestión de minutos, las histéricas llamaradas comenzaron a chocar con otros transeúntes, propagando el incendio.

En medio del caos, una de las fogatas andantes chocó con un poste de luz, causando un apagón en toda la ciudad. Pero ya no importaba. Con tanta hoguera deambulando y propagándose por las calles, la ciudad podía prescindir de iluminación eléctrica.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

A Tempo

(Sarahi Cardona)


Es una época extraña, ha nevado y han puesto leña en las chimeneas de todos los castillos. Las princesas están dormidas y los príncipes contemplan aburridos el atardecer, todas las solteronas hilan en ruecas y nadie es feliz, mas todos tienen motivos para empuñar sus espadas y pronunciar palabras de honor

Los bosques donde habitan tanto duendes como jabalíes están cubiertos de niebla y no aparece ninguna batalla posible, por mucho que las armas estén listas. Se oye música de laudes, quizá tocada por impíos, quizá por Ninfas perdidas en el bosque.

Un hombre camina sin rumbo y sin preocupación, tiene en la mirada la misma cantidad de paciencia y avidez. No lleva equipaje y por eso no se sabe qué tipo de gente es. El tiempo es raro, tiene antojos de seres soñadores y estos acaban siendo tomados por pinceles de pintores indiferentes y colgados en cuadros para habitaciones cuadradas y vacías.

martes, 22 de noviembre de 2011

Fuego y Ceniza

(Leslie Loayza)


Quiero que anoche sea la última vez que sueño con tu piel, que te reduzcas a una foto vieja, sucia y quemada, que mañana me despierte arrastrándome en el pavimento o volando en medio de una bandada. Quiero que la aurora me espere en lugares ajenos a esta vida o que nada me espere al pasar las doce.

Hoy me mira con melancolía, y al hacerlo, considero que es lo único por lo que cambiaría de parecer, pero luego reposa entre mis sábanas desordenadas y al cabo de unos minutos se queda dormida. De alguna forma sé que apoya mi causa y eso me contenta. Hoy todos los que me vean en el fondo lo sabrán y en cierta forma asentirán a mi favor.

Tengo todo fríamente calculado, listo y sólo queda relajarme hasta que llegue el momento indicado. En mi mesa un trozo de papel no dice nada, al lado un par de libros contienen una serie de números, que si mis amigos saben utilizarlos, podrán ser descifrados cuando ya sea tarde y al otro lado un portarretratos con la fotografía de J.C se quedará ahí como se quedó durante tanto tiempo, intacta.

Me siento a gusto con el ambiente, las velas y el humo le quitan el aire; los frascos de diversos tamaños y colores, en cierta forma, adornan. Aparte de ella, en esta habitación, sólo queda mi corta presencia. Desafortunadamente tengo la certeza de que lo que viene es más inesperado que la palabra misma, mi amigo aún sigue defendiendo legalmente los derechos, pero no tiene importancia. De todas formas nunca conté con esa señal.

Años atrás decidí contribuir a la prontitud de la extinción del proceso de homeostasis que aún hoy se sucede en mí, así que aquí estoy cumpliendo mi cometido, me digo en pensamiento, utilizando estas palabras rebuscadas, producto del tiempo que me tomé meditando la situación e investigando al respecto. De un trago a un suspiro todo se torna en una perspectiva translúcida y opaca. El tiempo ya llegó.

La escena es ámbar. ahí está ella, tibia y callada, yo la observo lejano entre el adormecimiento, el sueño y lo real; entre lo tenue, la luz y lo oscuro; entre el cansancio, la satisfacción y la calma. Abrí los ojos e instantáneamente ella también lo hizo, podía sentir su respiración en mi rostro, me miraba con esos ojos seductores y penetrantes. Me entró miedo, pero ¿por qué?

Después de tantos decenios juntos, confidencias y peleas, ahora me atemorizaba. Se aleja con movimientos sutiles hasta darme la espalda, al cabo de unos minutos la escucho susurrar algo en mi mente con una lengua de acento extraño que, estoy seguro, jamás escuché ni escucharé, pero reconozco claramente su voz, es ella en medio de esas “ss” que se adentran más allá de mi oído interno.

Entumecido y adormilado mis ojos percibieron algo inusual dejándome atónito, era ella incorporándose y transformándose de un ser de cuatro patas a uno de dos, una vez transmutada me sonrió, sus colmillos seguían ahí. Sentí el frío calar mi espalda, me era imposible moverme e incluso pronunciar palabra alguna, sólo me quedaba esperar.

Una vez en sus brazos sentí el silencio y con un beso de sus labios enrojecidos caí en picada a un vacío inmenso. Ya nada podía parame ni detener mi caída, ahora podía despojarme de todo mientras me dejaba caer y librarme de mí.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La Duda del Hada Escribidora

(Yvonne Rojas Cáceres)


¿Qué pasaría si al centro de la cueva emerge un terrible dragón? Preguntó el hada que llevaba buen rato tratando de sostener sus alas temblorosas, para evitar salir disparada del salón.

El duende contestó, lo primero es respirar bien hondo, tomar las cosas con calma y si las palabras mágicas no resultan, sólo lanza una sonrisa, a veces y te lo digo por experiencia, eso resulta.

¿Por qué a veces? Pensé que siempre resultaba, dijo el hada mordiendo la duda para no gritar. Mientras en su pequeña cabecita las ideas volaban empapadas de sorpresa. Para nada el aspecto de su amigo el duende había sido favorecido en dones, pero su sonrisa, siempre le tranquilizaba y gracias a eso, de él comenzaban a fluir las historias que contar, como la brisa. Entonces era preciso darle un toque de inquietud a esa situación.

El duende se recostó en su mullido sillón, en actitud dubitativa y miro al hada con intriga, tamborileando con su lápiz amarillo sobre las hojas verdes de su cuaderno; no podía entender cómo un ser encantado como ese, al que se le había encomendado la tarea de identificar a quienes se merecían conocer la belleza del mundo mágico, no conciba que las criaturas tienen un carácter, una personalidad, una actitud. Así como el dragón que lanza fuego por sus fauces cada vez que le cosquillea el dedo pequeño de la pata.

El hada entendió, al menos ese momento que su pregunta no venía al caso, pues sí conocía la táctica para semejante descripción. Y se quedó parada ahí por unos segundos mirando el techo, esperando que sus tantas preguntas no fastidiaran a su amigo y terminara por expulsarla de su propia conciencia.

El duende le dijo, al final mi querida, usa tus polvos mágicos. Ellos están hechos para remediar las fisuras de la vida que te aquejan. Y trata de evitar que las anécdotas de la supervivencia te hagan girar en malos aires cuando acabas de tomar ciertas pociones, hechas para marearte, así podrás beberte cuanto se te ofrezca sin peligro alguno que después tengas que pedir ayuda para abrir cualquier traba que se te presente.

Las sabias palabras del duende sirvieron al hada que se sintió más tranquila, sujetando el don preciado que la naturaleza le había otorgado, la simpatía de escribidora, dejó de cuestionarse por qué le tocaría ser el espacio callado y tranquilo de toda reunión, ni por qué esa mirada suya tendría un brillo especialmente apaciguador.

Cogió su pluma y su tinterillo y se fue volando a imaginar sus historias en su pequeña casa de ese su gran mundo, pero se percato de tener siempre suficiente polvo mágico en la bolsa, cerca de los chocolates, por si alguna vez tendría que lidiar con alguna histérica hechicera de palabras dispersas y oraciones cortas, que se había mudado al centro de su mesa de escribidora, justo en medio de las flores de su jarrón, esa que sufre de mal de amores aunque nunca haya amado; o, aquel viejo cascarrabias del parque de grises por donde pasa de camino a su morada, cada vez que puede acordarse dónde está, ese que más que de sabio, tiene de antipoeta; o, quizás ese herrero maldito, que adora mutilarse soñando con hermosas damiselas y que vive justo ahí, en la palabra final de algunos de sus cuentos; o esa especie de criatura indefinible que con cierta paranoia a las alturas, se imagina siempre perseguida por fantasmas del pasado.

Comprendió al fin que sólo una sonrisa bastaba para atravesar cualquier fantasía, o enfrentarse a cualquier criatura y, de todos modos, en esta tú nueva historia, una errata mi amiga, siempre es útil, le dijo el duende mientras la despedía desde su balcón.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Bocetos para Sentir una Despedida

(Sarahi Cardona)


Para que alguien se vaya, tuvo que estar

Si alguien se ve bien sólo…

mejor no romper el cuadro con una presencia


Pensé que se quedaría, tal vez no es eso lo que quiero decir, quizá necesito otras palabras que signifiquen lo que me pasa ahora, posiblemente no las conozco o las diría, también es posible que simplemente no quieran salir hoy. La encontré y la traje a esta casa, en realidad a mi habitación. Llegaba y la veía siempre aquí, todos los días, casi como encuentro estas paredes azules con ventanas blancas, y en ellas cortinas de encaje. Nunca hubo algo diferente, ella estaba en la cama, sin blusa y con los pezones erectos al descubierto, no sonreía, tal vez no lo sabía hacer, o no era feliz, tampoco sé si no hablaba o no me hablaba. Movía sus pies y me dejaba contemplarla, me dejaba ver su sexo y ella misma se acaricia y se consumía de pacer, yo la miraba, mas nunca la tocaba. Le traía dulces que devoraba antes de acurrucarse en mis brazos, mientras yo fumaba el último cigarrillo del día, ella se dormía antes de que se consuma, y en las mañanas despertaba con el jugo que le preparaba. Me miraba pero efímeramente. No recuerdo haberle dicho tampoco ninguna palabra. No sé su nombre, ni quién era. Yo me bañaba y me vestía, no sé si ella lo hacia alguna vez, no sé si ella hacia algo alguna vez, hoy se fue. Creo que no es cuestión de hallar palabras para mis pensamientos, simplemente que al encender la luz de esta habitación y no encontrarla me dio la sensación de que debí estar aquí, no sé si quería, pero me dio la impresión que correspondía encontrarla aquí.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Dominó

(Leslie Loayza)


No puedo negar la culpabilidad, sin embargo puedo justificarla. Después de una tarde ajetreada, decidí salir a tomar aire fresco y despejar mi mente en compañía de mis adorables camaradas. Me senté en las gradas de mi patio y saludé a la vecina, quien se encontraba regando las plantas de su patio. Muy pronto me percaté de la razón por la que mi gata y perro se hallaban tan distantes y tragué saliva esperando estar equivocado. Miré con detenimiento lo que ocurría y desafortunadamente estaba en lo cierto, acto seguido reaccioné gritando de espanto “¡Señora Kiki, por lo que más quiera, no mire atrás!”, (debí ser menos escandaloso). Al momento ella volteó y minutos después de contemplar la escena cayó desbaratada al suelo. Sólo fue cuestión de dar el toque para desencadenar la serie de eventos que se acontecieron inmediatamente cual efecto dominó. Muy pronto era el espectador de un patio bien regado, con una señora tendida en el suelo seca de espanto; un periquito acéfalo correteado por mi perro; un gato relamiéndose las patas a gusto con su parte designada; una muchacha que cae de nuca al resbalar por el agua que no deja de salir de la manguera; un niño que cae de la bicicleta procurando evitar pisar a mi perro desenfrenado; ¿Pude hacer algo al respecto?, quizás. ¿Gran parte de lo ocurrido fue culpa mía?, posiblemente.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Entierro

(G. Munckel Alfaro)


“¿Te das cuenta?”, dijo mientras el Mudo se apoyaba en el mango de la pala, descansando por un momento. “Todo habría salido bien si me hubieras escuchado”, dijo, pero el Mudo sólo lo miraba, sin responder. “Lo que pasa es que eres un imbécil, querido amigo”, dijo, y el Mudo hizo una mueca de disgusto. “Quién hubiera pensado que tú, el Mudo, abriría la boca” continuó, mientras el Mudo lo miraba enfurecido y retomaba la pala. “¿Crees que ya es lo bastante profundo?”, preguntó, y el Mudo asintió con la cabeza, “bien, ¿y qué esperas?” le dijo al Mudo, que empezaba a dudar. “Comienza a echar tierra de una vez”, pero el Mudo dudaba y sentía ganas de llorar. “No me vengas con eso ahora”, le dijo al notar una lágrima bajando por su mejilla, “no llores, Mudo idiota, hermano del alma”. El Mudo temblaba y la pala amenazaba con resbalar de sus manos húmedas, pero hizo fuerza y comenzó a cubrir el hueco. “Muy bien, sigue paleando” dijo mientras el Mudo aumentaba el ritmo. “Sólo quiero que sepas una cosa”, dijo mientras el hueco se llenaba, “nada de esto estaría pasando si me hubieras escuchado”. El Mudo bajó la mirada y echó tierra sobre el rostro, la única parte de su cuerpo que aún permanecía descubierta. Ya no lo escuchaba, ahora podría llorar y palear en paz.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Desenlace

(Yvonne Rojas Cáceres)


Miraba cómo las hojas secas caían tras sus pasos conducidos a un norte desconocido, desapareciéndolo poco a poco en la densa neblina del ocaso; y en su desesperación de verlo alejarse, le pareció que el viento danzaba susurrándole el pasado, que la lluvia cantaba las palabras que alguna vez le había dicho al oído, que el reflejo de las luces amarillas en las baldosas empapadas, dibujaba sus siluetas encontradas en la desnudez frente al espejo de la alcoba, que las nubes oscuras del cielo se habían marcado muchas veces en su rostro, que el agua de las zanjas se escurría en las alcantarillas, como su sangre en el agujero del lavabo, que las ramas de los arboles, sacudidas frenéticamente por la ventisca, se quebrarían cual sus frágiles huesos estrellados una y otra vez contra la pared; cuando de repente un relámpago iluminó todo el horizonte de la plaza, mostrándole que él ya no estaba más atravesando la cortina de agua que siempre los separó. Entonces, ella cerró la ventana para impedir que la brisa y el dolor penetraran y se despidió golpeando su cráneo contra el blanco azulejo, donde le dibujó una rosa carmesí muy parecida a la danza de hojas secas que el remolino de la despedida final, otorgó como ofrenda a este desenlace.

martes, 8 de noviembre de 2011

El Retrato

(Sergio Tavel)


Lo supo en cuanto la vio. Su belleza era única: su largo y ondulado cabello castaño caía por su espalda como una cascada, su nariz respingada y perfectamente formada, aquellos ojos verdes avellanados, los labios rosados que se curvaban en una sonrisa marcando una par de hoyuelos en sus mejillas y aquella figura alta y esbelta. La muchacha era perfecta y se sentía embriagado por ella. No podía dejar de contemplarla a pesar de sentirse cansado por el viaje. Había sido largo y penoso, pero eso carecía de importancia. Allí estaba él, en la habitación que le habían asignado, observando aquel cuadro que colgaba de la pared levemente iluminado por la luz de las velas. Era de la altura de un hombre adulto. ¿Quién fue el artista? No lo sabía. No había ninguna firma o placa con algún nombre reclamando la autoría. Sólo estaba el retrato de aquella hermosa muchacha al fondo de la habitación, bañado por una luz débil y parpadeante que lo invitaba a acercarse. Así lo hizo. Cogió una lámpara de su mesa de noche y se levantó. Con pasos lentos se aproximó y alzó la lámpara por encima de la cabeza para iluminarlo. La luz resplandeció en toda su superficie. Contuvo la respiración y ahogó un gritó, retrocedió hasta tropezar con un taburete y cayó al suelo. Allí, en frente de él, donde minutos antes habían dos ojos verdes y brillantes, había un par de cuencas oscuras; los tiernos labios se desvanecieron para dar paso a una sonrisa desdentada; la piel tersa era en realidad un retazo destrozado de piel y sangre seca que colgaba de unos huesos grises y la cubría una mortaja amarillenta y apolillada. La muchacha del retrato estaba muerta.

lunes, 7 de noviembre de 2011

IX

(Ariel Yañes)


Tantas vidas de bares encerrados en noches,

La noche envuelta en pliegues de bruma azul.

En la evidencia de lo posible, te hallé.

Un camino no es siempre un destino,

Encontraré un nombre en el fondo de un vaso.

Seis veces fui devuelto al laberinto que perdí,

Aquí abajo me falta el aire,

Siempre hay retorno, pero no veo la señal

Y este dejo de vos en el aire de la noche.

Los muertos me susurran ensueños de alelí

Entre las ramas más altas que tocan el techo.

Quiero de alguna forma volver

Pero sé que te habrás ido hace horas.