viernes, 20 de enero de 2012

30 de Febrero

(Sarahi Cardona)


He decidido que hoy es 30 de febrero; porque no puedo darle otro tiempo a lo que viví; porque ella está por encima de el y de la realidad; porque no quiero que sea real para no contaminar el surrealismo de su ser; porque salí de una habitación que ya nunca más será mía, ni quiera en parte; porque antes de encontrarla tenía rabia y seguía rumiando las cosas que no se me ocurrieron decir, aunque ninguno escuchaba; porque son muchas cosas, principalmente porque nunca la mujer que dejé atrás nunca fue más mi sombra, una suerte de eco luchando ninguna guerra, totalmente diferente a la que hizo mi día y con él mi vida.

Cerca del lugar que había dejado ya lejos, había un parque bastante estropeado, pero parque al fin. Me senté en el único pedazo de banca que quedaba en pie y empecé la melancólica tarea de fumar pensando en el pasado inmediato. No sentía ni el aire a mi alrededor, pero de pronto todo cobró un nuevo sentido, una nueva forma y un nuevo color.

Ella estaba totalmente nítida, en un columpio, el único. La visión más extraña y más perfecta. Debía tener como 27 años por todo lo que hablamos después, pero parecía tan perfecta que no podía tener edad, no podía ser real. Era tan celestial que no me animé a acercarme hasta el quinto cigarrillo, que era el último también.

Ella parecía no mirar nada, sin embargo contemplaba algo, algo que tampoco existía. Me acerqué tan lentamente, no quería asustarla, no quería que hubiera sido una visión y fuera a desvanecerse. Había visto que también fumaba, así que le hablé, tuteándola y tan directamente como si ella y yo fuéramos iguales, como si ella me pudiera entender o como si ella fuera terrenal, le pregunté si tenía un cigarrillo para darme.

Ella sin dejar de mirar a ese infinito irreal, sonrió, busco en su chaqueta y me dio un cigarrillo, y además me pasó un encendedor, creo que lo único real en ella era ese instinto maternal, protector en extremo. Pude ver que sus manos eran la obra de arte más exquisita y excelsa que jamás haya existido. Eran delicadas, pero grandes, con uñas perfectamente cuidadas. Sí, esas divinidades encendieron el cigarrillo, que además era como ella, extraño y con un sabor artero; y luego volvieron a las cadenas del columpio.

No podía irme, no podía no tocarla, no podía dejarla así si ya la había visto. Ella sacó un cigarrillo y también fumó, me miró de reojo con la más imperecedera inocencia. Sus ojos grandes del color de la miel más pura jamás destilada. Y volvió a sonreír. En su inocencia había fuego, y en su mirada algo que podía más que todo, más que yo, más que el lugar y más que el tiempo. Ella fue la que habló. ¡Ella! Me dijo “me llevas a un bar”. ¡No podía creerlo!. El ángel sabe lo que es un bar y además quiere ir.

Sonreí también, la tomé de la mano y la ayudé a bajar del columpio. Ella se dejó hacer. No la solté, no quería, no podía. La llevé a un bar que era tranquilo, primero para caminar más con ella y segundo porque ella no me parecía aficionada a lugares taciturnos. En el camino, ella no paraba de hablar se veía contenta, era como si caminar de mi mano por la noche y sentir el viento en su cara la hicieran feliz.

Resulta que la bella se llamaba Yara, me contó que significa “señora” y además me dijo que nunca lo había sido. Se definió a sí misma como alguien con una moral muy distraída, me dijo coquetamente que era una arrabalera mis oídos no podían creer el cambio. Escucharla y verla era como enfrentar a seres absolutamente opuestos. Su cabello castaño claro le daba un plus a su encanto. Llevaba una falda demasiado corta, botas y una chamarra de cuero que parecía contener todos los vicios del planeta, hasta pensé que ella era Pandora.

Ella era santo y seña de lo que se tendría al mezclar el bien y el mal. Era la persona más trasparente con la que yo había hablado, incluso sus mentiras eran sinceras. Pero además poseía una melancolía infinita, un fetiche para mí, la hacía más encantadora. Era como para ir abrazado a ella al cielo y bajar al infierno.

En el bar, ella tomó todo lo que pudo. Bailaba, se desnudaba de a poco, no le importaba que la vieran; pero a la vez de estar llena de sensualidad, esa alegría en su tristeza la hacía inocente, cercana a mi alma y a mis deseos. La besé cuando la ebriedad me dio el coraje. Ella correspondía a mis besos como quien no ha besado jamás, como si besándome fuera a encontrar una salvación, una salida.

La toqué completa, su vientre, sus pechos; jugué con sus pezones como un niño y ella se dejó hacer; besé su sexo y ella respondió temblando y gimiendo muy suavemente. Me miraba como preguntándome que era lo que le hacía, y me detenía. Tal vez la ebriedad me había vuelto torpe, pero no encontraba una forma de hacerlo sin quitarle lo celestial.

Quería morir en sus brazos. Que su orgasmo fuera lo último que mis ojos vieran. Pero no, cuando le iba a proponer buscar un hotel en vez de seguir en el baño del bar, me dijo que se tenía que ir y agregó que no era nada personal, simplemente tenía muchas cosas que hacer antes que empiece el día. Me besó en la frente, me dijo gracias y una lágrima rodó por su mejilla. No la pude detener. Ese día se quedó para siempre en mi memoria, y desde entonces para mí todos los días son hoy y hoy es 30 de febrero.