jueves, 13 de septiembre de 2012

Tormenta en Re menor


(Sergio Tavel)


El violinista se instaló en la pequeña calle que ya conocía, de baldosas rojas y desgastadas. Un sinfín de cafés se esparcía a lo largo de ella, de todos los tamaños, estilos y colores. La gente murmuraba y caminaba despreocupada. Por el canal, el agua fluía con placidez e hipnótica calma. Abrió el estuche y sacó su viejo violín. Con la delicadeza de un amante, lo colocó sobre el hombro y se preparó a tocar. Rasgó las cuerdas con el arco y, lentamente, la melodía fluyó hacia el aire, acariciándolo, abrazándolo. Cerró los ojos, recuerdos invadieron su mente: le hablaban de una mujer, de una casita en el prado, de una tormenta, de un llanto, de muerte y silencio.

El viento comenzó a soplar, silbando entre los tejados, acoplando su voz a la música que lo recibía. Las personas que lo observaban tocar se sujetaron los sombreros, los abrigos y los chales. Su largo cabello rojizo se agitaba, trazando en el aire las notas, acompañando el rasgueo de las cuerdas. Las nubes habían cubierto el cielo ocultando al sol y las primeras gotas de lluvia cayeron, golpeando acompasádamente las baldosas de la calle. Las personas comenzaron a retirarse, protegiéndose el rostro con las manos. El violinista siguió tocando, moviéndose al ritmo de la melodía, con los ojos cerrados y el cabello húmedo luchando por liberarse al viento. Las gotas caían en la voluta del violín, acariciando el puente; las cuerdas, terminando su viaje en el cordal, desprendiendo su propia música, su propio canto: el canto de las tormentas. Su gran abrigo pardo y desgarrado se agitaba con el viento, su bufanda danzaba, y su sombrero de ala ancha amenazaba con unirse a las hojas secas en su viaje por el viento. 

Aceleró el ritmo, las lágrimas caían por sus ojos y acariciaban sus mejillas. La lluvia crecía. El agua del canal ascendía y fluía con la rapidez de un río precipitándose desde lo alto de una montaña. Pero él no se detenía, seguía tocando, danzando, llorando. El viento soplaba con más fuerza, arrastrando hojas secas, papeles olvidados y un sombrero descuidado. Las gotas dibujaban formas en el aire a medida que caían. Formas de mujer, de niños, de árboles, de alegría y nostalgia, siguiendo con su golpeteo a la melodía del violín. Las gotas caían sobre el viejo instrumento, vibrando con el sonido. Agitó con más fuerza el arco, la música surgió más fuerte, más rápida. Un relámpago iluminó la calle, seguido de un trueno que acompañaba a la música. El canal se desbordaba. Otro relámpago. El viento rugía. Un trueno. Más llanto. Su cuerpo se movía en una danza, asemejándose a las notas que tocaba. Su sombrero fue arrancado por la ventisca. Su cabello le decoraba el rostro y, furioso, se debatía contra el viento. La melodía aumentó, también lo hizo la tormenta. Sus dedos se movían con rapidez por las cuerdas, tratando de seguir a los latidos acelerados de su corazón. Rasgó con el arco y una nota vibrante, potente, inundó la calle y silenció al viento.

Con un rápido movimiento, se detuvo. La melodía terminó. El viento paró. La lluvia regresó a su acuoso reino. El canal bajó. Los relámpagos se apagaron y los truenos enmudecieron. Las lágrimas se detuvieron. Los recuerdos se alejaron. Respiraba con agitación. Lentamente, guardó su amado violín. Cerró el estuche, lo cargó al hombro y se alejó. El sol, una vez más, se atrevió a asomarse a esa calle, en la cual, la música ya no se escuchaba.