martes, 18 de enero de 2011

VI

(Ariel Yañes)


Recuerdo el azul de tu cuerpo hecho uno con la brisa

Como un suicida al borde del abismo,

Condiciones propicias me provocan hacerlo.

Amaneceres imprecisos e inexpertos;

Pero esta noche vuelves y llegas hasta mi distancia.

Un paso al frente y vuelo

Porque las ilusiones no existen,

Todo el hastío, toda la inexperiencia.

De noche, todas las calles llevan tu nombre,

El aire me acaricia,

En las calles las sombras se dispersan.

Escapes sin sentido, logros de vanidad. Has perdido

Y es entonces cuando susurras:

Silencio Mortal

Y se creó la penumbra, con las luces encendidas.

domingo, 16 de enero de 2011

El Líquido de tu Boca

(Yvonne Rojas Cáceres)


Esos labios gruesos que provocaban ternura y lujuria a la vez. Cabalmente delineados, rosados, deseables, húmedos, eternamente semi abiertos dejaban volar tu respiración y tu aliento hasta mi nariz.

Cerca, mirando tus dientes perfectamente acomodados, tu lengua delgada y fina como de una diosa, hambrienta de moverse dentro de mí, imagino su oscuridad sublimemente dulce, bálsamo de menta ya azafrán.

Escucho. El redondo hoyo de tu boca, me llama. Tus labios se mueven articulando palabras como un canto. Me despierta el ansia de morderlos, succionar su elixir hasta caer prendido de la belleza de aquel rostro angelical que rodeaba tu boca.

De repente y sin aviso, un torrente de materia líquida y casi plástica contraída en tu garganta y que se acumula en el llano de tu lengua, moviéndose como una marea a punto de descargar ese brebaje, justo hacia mi cara enamorada.

Un caldo flemoso ha inundado el hoyo-santuario de mi pasión, te provocaba arcadas en cada movimiento, lo tienes sostenido entre tus dientes y el paladar, sin saber dónde expulsarlo. Caminas minutos en un eterno suplicio convulsivo, buscando un depositario de tus babas.

Podía imaginar las partículas de alimento que se había quedado en medio de tu garganta a medio digerir, que llenaban de minúsculos retazos ese tuberculoso fragmento despreciable.

Cubriéndote la boca si poder siquiera respirar, haces que tu bello rostro se transforme. Crecen arrugas en las puntas de tus ojos, tus mejillas enrojecen y se llenan de escamas brillosas. Una náusea se apodera de ti.

Te veo andar desesperada por la habitación, con los hombros contraídos y la cabeza agachada, emitiendo arcadas entrecortadas. Tragas la materia flemosa una y otra vez. Ésta alcanza el borde de tu garganta y viaja nuevamente al hueco de tu boca, entre tu lengua retorcida y tu paladar erizado, cual marea salada y espumosa.

Sudas. Tus músculos se contraen cada vez más, hiriéndote como una criatura despreciablemente achicada, emanando un olor amargo y fétido. Enrojeces. Tu nariz brilla coronada como con un tomate y la baba cambiaba de color a su antojo, mientras la sostienes apretando los labios fuertemente, hasta dejarlos morados de la presión.

Por entre los dedos de la mano que sostenía tu boca, comienza a destilarse el líquido flemoso y verduzco. Toses, tratando de evitar que la tos sea expulsada, induciendo a que el fluido chorree más por entre tus dedos, mojando tu mano y dejándola pegajosa y adherida a tu mentón.

Cuando ya no puedes más, expulsas el líquido de tu boca un segundo antes de retirar tu mano que se adorna; largos hilos brillosos y elásticos la conectan a tu mentón. Quedas marcada con su tatuaje nauseabundo de tu baba.

¡Ah, si tu boca no fuera tan bella! Diría que jamás la podría besar el líquido nauseabundo de tu boca. Tu boca de miel-baba. Tu boca diosa. Diosa del escupitajo. ¡No te acerques por favor!

sábado, 15 de enero de 2011

Homo Dominus

(Roberto Fernández Terán)


Matas lo que tocas

para envanecer tu ego

desde tu pedestal de pequeño dios

de alcantarilla.


Nada escapa de tu furia destructora,

te alimentas de carroña con registro sanitario

te nutres de los vahos de la descomposición de tus víctimas.


¡A nadie perdonas!


Florestas, ríos, animales, mares y montañas

yacen ahora inertes

en la piedra sacrificial de tu vesania.


Envuelto en tus miasmas

—solitario—

caminas por páramos

tú, cruel señor de la muerte.

viernes, 14 de enero de 2011

Escena Nocturna

(G. Munckel Alfaro)


La boca ligeramente entreabierta, los párpados cubriendo tiernamente los ojos, la cabeza descansando sin peso sobre un brazo extendido sin esfuerzo, el pecho inflándose suave y rítmicamente, en paz.

Un leve murmuro brota de los labios, los ojos se mueven con sutil torpeza bajo los párpados, el cabello se enreda un poco al moverse la cabeza, los dedos se crispan por un instante, un suspiro dulce y quejumbroso nace en el pecho y escapa, inquieto.


Una brisa fresca besa los labios, indiferentes al ruido y las luces citadinas que flotan al otro lado de los párpados, la noche da vueltas sobre la cabeza, el frío se pierde bajo el calor del cuerpo y las horas crecen, pesadas.


De la boca brota un hilo de baba que cae lento y espeso, los párpados se arrugan con fuerza, la cabeza resbala lentamente hasta encontrar el suelo, el cuerpo se mueve apenas en la humedad sobre la que yace, hedionda.

Escapa el tufo de la inquieta boca, se abren los ojos con urgencia, la cabeza se levanta apenas y se apoya sobre un brazo tembloroso, el pecho y la garganta arden en húmedo esfuerzo, un nuevo brote de oloroso líquido decora la vereda, sobre ella cae nuevamente la cabeza, todavía ebria.

jueves, 13 de enero de 2011

La Mujer que Limpiaba

(Sarahi Cardona)


La casa estaba en una esquina, no era muy grande y estaba tan vieja que era increíble que la mujer que la habitaba le haya dedicado setenta años a limpiarla impecablemente. Cuando los oficiales de policía entraron a levantar el cadáver, aparte del olor por la descomposición del cuerpo, no pudieron evitar sentir el aroma de limpiadores de diversos usos y unos perfumes tan persistentes que ni la podredumbre los neutralizaba.

Todo estaba en perfecto orden. Había muy pocas cosas, todas lavadas y ordenadas cuidadosamente. Los informes de la autopsia, sumados a los del lugar de levantamiento del cadáver, afirmaban que se había estado alimentando de tomates, manzanas y naranjas que cosechaba en su jardín. Su ropa era muy antigua pero, eso sí, intachablemente conservada. Ningún vecino la conocía, nunca la habían visto salir, no tenía teléfono; la única persona con la que mantenía contacto era un repartidor de productos de limpieza, con el que intercambiaba los perfumes que ella fabricaba con las flores de su jardín por estos productos.

Hace setenta años, ella volvía a su casa en un bus y, de repente, sintió una angustia por que alguien se sentara a su lado; la mortificaba que alguien pueda hacer contacto con su piel. Hacía calor y todos sudaban, cualquiera le podía contagiar algo. En el asiento podía haber algún virus, pudo haberse sentado un enfermo; no se pide carnet de salud para entrar a los buses, algún niño podía haber vomitado u orinado y ese niño podía tener enfermedades peligrosas; qué tal si alguien se cortó y derramo sangre, la sangre era un peligroso trasmisor de enfermedades y, si el bus chocaba, todos sangrarían y ella no podría evitar el contacto. Desesperaba, se bajó y prefirió caminar. Llegó a su casa, cerró puertas y ventanas. No volvería a salir ni comprar nada, no sabía cómo estaban hechas las cosas, ni si había gente enferma que quisiera esparcir virus por todos lados y durante su elaboración derrama cualquier fluido contagioso.

Empezó por lavar toda su ropa, desinfectar todos sus utensilios; luego plantó las semillas que tenía y así transcurrió su vida limpiando y ordenado. Al cabo de los primeros meses, perdió la noción del tiempo, se le iban días enteros puliendo un cuadrado de mosaico. No necesitó electricidad y sacaba el agua de un pozo que cavó en su patio. Pero nunca sintió que ella o la casa estuviesen suficientemente limpias.

Hacía cada cosa con tanta persistencia y mantenía su mente ocupada en averiguar dónde podrían haber bacterias, virus, peligro y suciedad, que no quedó rastro de aquella noche, en la que alguien la había empapado de sudor en el suelo de un bar, recorrido todos los recovecos de su cuerpo con la lengua. Con él había vivido la más extrema de las pasiones coprofílicas, y al que encontró la forma de olvidar dedicando su vida a otra obsesión, que dio como causa de muerte: muerte natural.