jueves, 13 de enero de 2011

La Mujer que Limpiaba

(Sarahi Cardona)


La casa estaba en una esquina, no era muy grande y estaba tan vieja que era increíble que la mujer que la habitaba le haya dedicado setenta años a limpiarla impecablemente. Cuando los oficiales de policía entraron a levantar el cadáver, aparte del olor por la descomposición del cuerpo, no pudieron evitar sentir el aroma de limpiadores de diversos usos y unos perfumes tan persistentes que ni la podredumbre los neutralizaba.

Todo estaba en perfecto orden. Había muy pocas cosas, todas lavadas y ordenadas cuidadosamente. Los informes de la autopsia, sumados a los del lugar de levantamiento del cadáver, afirmaban que se había estado alimentando de tomates, manzanas y naranjas que cosechaba en su jardín. Su ropa era muy antigua pero, eso sí, intachablemente conservada. Ningún vecino la conocía, nunca la habían visto salir, no tenía teléfono; la única persona con la que mantenía contacto era un repartidor de productos de limpieza, con el que intercambiaba los perfumes que ella fabricaba con las flores de su jardín por estos productos.

Hace setenta años, ella volvía a su casa en un bus y, de repente, sintió una angustia por que alguien se sentara a su lado; la mortificaba que alguien pueda hacer contacto con su piel. Hacía calor y todos sudaban, cualquiera le podía contagiar algo. En el asiento podía haber algún virus, pudo haberse sentado un enfermo; no se pide carnet de salud para entrar a los buses, algún niño podía haber vomitado u orinado y ese niño podía tener enfermedades peligrosas; qué tal si alguien se cortó y derramo sangre, la sangre era un peligroso trasmisor de enfermedades y, si el bus chocaba, todos sangrarían y ella no podría evitar el contacto. Desesperaba, se bajó y prefirió caminar. Llegó a su casa, cerró puertas y ventanas. No volvería a salir ni comprar nada, no sabía cómo estaban hechas las cosas, ni si había gente enferma que quisiera esparcir virus por todos lados y durante su elaboración derrama cualquier fluido contagioso.

Empezó por lavar toda su ropa, desinfectar todos sus utensilios; luego plantó las semillas que tenía y así transcurrió su vida limpiando y ordenado. Al cabo de los primeros meses, perdió la noción del tiempo, se le iban días enteros puliendo un cuadrado de mosaico. No necesitó electricidad y sacaba el agua de un pozo que cavó en su patio. Pero nunca sintió que ella o la casa estuviesen suficientemente limpias.

Hacía cada cosa con tanta persistencia y mantenía su mente ocupada en averiguar dónde podrían haber bacterias, virus, peligro y suciedad, que no quedó rastro de aquella noche, en la que alguien la había empapado de sudor en el suelo de un bar, recorrido todos los recovecos de su cuerpo con la lengua. Con él había vivido la más extrema de las pasiones coprofílicas, y al que encontró la forma de olvidar dedicando su vida a otra obsesión, que dio como causa de muerte: muerte natural.