jueves, 18 de octubre de 2012

Zephyrus

(Sergio Tavel)


Aquel día, como muchos otros, el muchacho decidió meterse por cada puerta, cada resquicio, cada jardín de cada casa en busca de su alma. Caminaba durante largas horas, gritando por ayuda a la gente que pasaba por su lado. Pero nadie le prestaba atención. Las personas caminaban en silencio sin mirarse unas a otras, cubriéndose el rostro ante los gritos de auxilio. Sujetando sus bolsos, sus periódicos y sombreros, como si temieran que aquel niño fuera un ladrón. Luego de correr por cada calle, doblar cada esquina, subirse a cada árbol, rodear a cada animal y persona, se alejaba llorando y gritando.

Sin rendirse, subió a cada montaña, vadeó cada prado, cada maizal. Incluso se acercó a todo aquel que podía encontrar y le zarandeaba la ropa, le revolvía el cabello; pero ellos sólo lo alejaban de un manotazo y seguían su camino sin siquiera mirarlo. Buscó su alma de noche y de día, en desiertos y pantanos, en ciudades y pueblos lejanos. Pero nadie escuchaba su grito. Todos se alborotaban con su presencia. Hubo alguno que se quedó quieto con expresión de paz mientras el revolvía sus bolsillos y le acariciaba el rostro. Cuando se enfadaba, golpeaba el sombrero de algún anciano, arrancaba un papel de las manos de un joven, o un chal del cuello de una mujer, y los pateaba por la calle, tan sólo para llamar su atención. Pero no funcionaba.


Luego de horas e incluso días, se rendía y se iba a dormir, preparado para hacerlo de nuevo en otro momento. Pero, en el fondo, sabe que no es culpa de las personas. Hace muchos siglos que al mundo se le olvidó que existe un alma perdida por ahí, en algún lugar, que en cierta ocasión le perteneció al viento.

martes, 16 de octubre de 2012

Saudade


(G. Munckel Alfaro)

Todavía me acuerdo. Es verdad que era niño y que la vi pocas veces, pero todavía me acuerdo. Pasaron muchos años desde entonces, pero me esfuerzo por recordarla lo mejor que puedo. Lo más triste es que los años son largos y, lentamente, van jugando con mi memoria, barriendo y haciendo borroso mi último recuerdo. Siento que la imagen se pierde de a poco y tengo miedo; pero, de verdad, trato con todas mis fuerzas de no perder lo poco que me queda de su recuerdo. Me sigo diciendo a mí mismo, una y otra vez, que todavía me acuerdo, para aferrarme tan fuerte como pueda a lo poco que me queda de su imagen borrosa. Y me duele saber que está ahí afuera. Y me duele saber que no puedo verla. Y me duele en el alma este encierro porque no puedo verla. Por eso dibujo en esta pared sin ventanas. Dibujo un círculo enorme y, si lo pinto de blanco, es porque es el único color que tengo. Creo que era redonda y blanca, todavía me acuerdo.

jueves, 11 de octubre de 2012

Recogedor de los Anónimos


(Yvonne Rojas Cáceres)


Te debes preguntar, qué cosa hago aquí,  ha de ser que le da miedo, debes decir, ¿por qué no trabaja aunque sea de “cuidautos” o vendiéndose caminando? Debes decir.

Pero a mí me gusta estar aquí. No se gana mucho como cuando haces otra cosa, pero es tranquilo y además quién sino va a recoger. Porque aquí en las mañanitas hay que barrer los pasadizos, para borrar las huellas de las almitas que se han salido pues a divertirse, ¿no ve que a nadie le gusta estar encerrado como libro? Y a veces me encuentro con ch’itis que solitos nomás andan. De repente parece que están vivos, pero luego nomás me doy cuenta que habían sido abandonados y están muertos. Les digo los anónimos, porque cuando se pierden,  no sé donde llevarles a que duerman de nuevo, sus tumbitas no tienen nombre ni apellido y se confunden, porque otros son tan wawitas que les preguntas ¿qué te llamas? Y, no sé no me recuerdo, te responden. Ahí nomás les llevo a donde encuentro lugar vacío pues. Por eso cuando vienen algunas señoras y les rezan, en Todos Santos y eso, me piden que les cante las oraciones como al ch’itisito nomás porque por ahí ya no es su hijito y otra almita perdida está ocupando su lugar.
 

miércoles, 10 de octubre de 2012

Autumn dancer


(Sergio Tavel)



Cuentan que, hace muchos años, cuando el otoño se acercaba, el mundo comenzaba a deteriorase y las hojas de los árboles se teñían de aquél color ámbar. El sol brillaba rojo en el cielo, como una gran antorcha, cuyo calor disminuía con el pasar de los días. Los atardeceres y las nubes brillaban con aquel tono naranja, impregnando los corazones de los hombres con tristeza y nostalgia. Aquella brisa cálida y el soplido del viento lloraban al pasar entre árboles, ríos y montañas. Algunos dicen que, cuando se ocultaba el sol en las tardes de otoño, si se ponía la atención adecuada, se podían oír los lamentos de aquellos que abandonaron este mundo; se los podía escuchar en el llanto de las aves, en su vuelo y en el viento que acariciaba sus alas. Era el único momento en el nos uníamos con lo hay más allá. Por eso la tristeza prevalecía a la hora del crepúsculo. Y el llanto de las aves, precedía al invierno.

Es por eso que, cierto día, una muchacha se dedicó a rastrear a todas las aves del mundo. Con una simple brújula y un mapa de cuero envejecido, recorrió montañas, ríos y praderas; danzando y cantando. Agitando su cabellera rubia y sus ojos verdes brillando en la oscuridad. Las aves, al oírla, se unieron a ese ritmo, rieron y, a su vez, cantaron. Dejaron de llorar y lamentarse. Desde ese momento, ignoraron al otoño y a la inminente llamada del invierno. El atardecer llegó y, por vez primera, el mundo no se sumió en tristeza. Nadie escuchó llantos, ni fue atormentado por el recuerdo de aquellos que abandonaron la vida. Las personas rieron y bailaron. El otoño era verde y el invierno no llegó.

De eso ya pasó mucho tiempo, tanto que no hay nadie vivo que lo pueda atestiguar. Pero, si le preguntas a alguien, te dirá lo mismo: El atardecer en otoño no trae tristeza, la nostalgia ya fue olvidada y el invierno se aleja, porque en algún lugar del mundo, en alguna montaña, o en algún lago, hay una muchacha que continúa bailando, impidiendo que las aves derramen sus lágrimas sobre el viento.

martes, 9 de octubre de 2012

Bajo el puente


(G. Munckel Alfaro)

Movete a ver. Más aquicitos. Sí, justo en ahí. Metelo nomás, no va a hacer ruido. Calmate cuate, ¿tu primera vez es? Claro pues, changuito eres ¿no? Pero igual hay más changos que vos que hartas veces ya han hecho. Calmate a ver, nadies ha visto nada. Normal es, igual nadies te va a decir nada. Todito el tiempo es así, ya ni la cana jode; disimulan nomás. Es que nos dejan pues hacer este, su trabajo sucio es. Bien maricones son, sólo te pegan cuando te agarran solito y con clefa. Y si no tienes, igual te pegan por si tienes oculto. Abusivos son, no hay que creerles nada de lo que te hablan. Ya, listo. Ahora tapá pues. Pero con tus manos aunque sea, pucha que eres burro. A ver, te voy a ayudar. Con ganas metele, luego te lavas en sus aguas del río. Listo. Facilito ¿no ve? Ahora nadies se va a fijar, ni se nota. Habrás aprendido ¿no? Ya, ahora sacá tu punta. Callate. No te mariconees. Tu primera vez ¿no ve? Ya, sin llorar. Tajeate nomás en tu brazo, para que te acuerdes. 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Firecatcher


(Sergio Tavel)


Atrapafuego le llamaban. Se decía que vagaba por los bosques más profundos con una pequeña jaula de latón que colgaba del extremo de una vara. A pesar de ser un hombre joven, tenía la larga barba y el cabello grises. Algunos afirman que robar fuego le quita el color a las cosas. No muchos se habían topado con él, sólo algunos viajeros al preparar fogatas para protegerse de las frías noches de invierno. Decían que se acercaba con sigilo, vestido únicamente con un gran abrigo verde. Hablaba con voz rasposa y pausada. Pedía un trago, una tajada de carne y luego abría la pequeña puerta de su jaula. El fuego entraba en ella formando volutas en el aire, girando y silbando. Cuando la oscuridad reinaba, el atrapafuego desaparecía.

Muchos hombres habían pretendido darle caza; pero nadie era capaz de  encontrarlo. Grandes grupos se adentraban en los bosques y en las montañas; pero todos regresaban con las manos vacías. Luego de varios meses, el fuego comenzó a escasear. Las chimeneas estaban vacías. Los leños no encendían. Las antorchas no alumbraban. Ni siquiera al golpear dos piedras una con otra se producía chispa. Se lo estaba robando todo. Los vientos fríos se estaban levantando y las personas comenzaron a desesperarse.

Cierto día, cuando el invierno había cubierto al mundo en su abrazo gélido y su manto blanco, la gente se percató de que el sol había perdido un poco de su brillo y calor. Con el pasar de los días, se fue achicando. Las noches se tornaron más frías y los días se acortaron. Una mañana, cuando las personas aún dormían, el sol se apagó. Se lo había robado todo. Cuando el fuego se terminó en el mundo, dirigió su codiciosa mirada hacia los cielos. Muchos no supieron qué hacer. Otros entraron en pánico. Algunos, se decidieron en encontrarlo.

Ya han pasado varios años desde que el sol dejó de alumbrar. Las personas aún lo siguen buscando. En total oscuridad, frío y tiniebla, se adentran en los bosques. Caminan cientos de kilómetros, cruzan lagos y montañas, atraviesan praderas y planicies, tratando de alcanzar ese resplandor que se puede ver a lo lejos: Esa llama que arde en la oscuridad, atrapada en una pequeña jaula de latón que cuelga de una vara, sobre la espalda de un hombre que no logra encontrar el camino de regreso a casa.

lunes, 1 de octubre de 2012

Ojos que no ven, corazón que se sienta


(G. Munckel Alfaro)

Debía ser domingo. Hace mucho que los calendarios habían enmudecido, pero podía sentirlo: debía ser domingo. Hacía frío, así que debía ser temprano y seguramente estaba oscuro, pero no encendió la lámpara. Se levantó y, tanteando la pared más por rutina que por necesidad, encontró el bastón y el sombrero. Arrastró sus pasos hasta la cocina y, maquinalmente, preparó el café. Se sentó a la mesa, se puso un cigarrillo en los labios e hizo chispa con el encendedor. Nada. Frío. Se levantó a buscar la cajita de fósforos y volvió a la mesa. Cada tantos segundos, golpeaba la ceniza del cigarrillo, sorbía café y contaba de nuevo. Ceniza, golpe, café, sorbo, segundos. Cuando terminó, se levantó para lavar la taza. Volvió a sentarse y sólo deseó que fuera más tarde, que ya no hiciera frío, que pudiera sentarse afuera para esperar, que ya no fuera domingo.