jueves, 7 de abril de 2011

Pirueta

(Yvonne Rojas Cáceres)


Piatto el cirquero, abrió la cortina de seda justo en el momento en que el sol hacía mutis por entre las montañas. Ingresó a la carpa repitiéndose que no debería hacer caso a sus presagios, pero Citarra el mago, que lo seguía de cerca con la mirada fija en el firmamento oscuro de la lona vieja de aquel circo, penetraba en su cabeza como si rasgara las cuerdas de su alma. Le recordaba la posibilidad de que sus vaticinios crearan una realidad nefasta, en ese atardecer que se adelantaba acompañado de nubes oscuras, arrastrándose por un cielo que no es cielo. Piatto negaba con la cabeza y con el corazón, con un latido entrometido en cada movimiento malagüero del mago cantor, que se repetía como un eco que se lleva la brisa.


Violeta llegó, acompañada de Corda, su eterno compañero de vuelos y piruetas, de andar lánguido y acompasado, tanto más diferente que Tamburí el otro trapecista, que le hacía sombra, más joven, más enérgico, pero que sin embargo hacía su entrada al plató de igual forma, con andar sutil y acompasado. Pero Violeta confiaba en Corda, ese con quién lograba crear la armonía precisa y necesaria en sus acrobacias. Ella sonreía sensual mientras comenzaba a subir por las escalinatas de madera hacia la plataforma, alentada desde el fondo, desde la oscuridad por la ligera señal de Piatto. Los demás callaron, cuando el primer nubarrón aparecía por detrás de las montañas.


La amenaza de lluvia pronosticaba un augurio y fue cuando Citarra interpeló, como rasgando las cuerdas del alma, afirmando un mal presagio, un presagio conocido que, Fisarmonio, el eterno payaso enamorado que asomaba desde la parte trasera de la carpa, exhibía en su rostro angustiado bajo un maquillaje triste pero necesariamente recargado. Mientras Violeta ascendía, escalón tras escalón, los latidos del corazón del payaso se hacían notas, se hacían voz temblorosa, presagiaban la tragedia.


Violeta alcanzó la plataforma, sujeto la cuerda del columpio, tomo aire con respirar entrecortado, a la vez que con delicado movimiento se acomodaba en la mecedora y se lanzó. Se escuchó un relámpago como introito previsible, mientras que Tamburí sujetando una de las cuerdas de amarro doble que colgaba del gran mástil que sostenía la estructura del trapecio y ayudado por su pequeña navaja, cortó la otra cuerda y fue suspendiéndose aceleradamente por el contrapeso que Corda ejercía al otro extremo del trapecio.


Abajo, ya en la penumbra Violeta podía divisar a Fsarmonio el payaso, cuya voz que le salía del corazón angustiado, hecha acordes interrumpidos y continuos se extendió en un suspiro largo y afligido. De fondo, los designios de Citarra terminaban de replicar. Corda subió después. Con movimientos acompasados, ondulando su silueta en el aire, columpió. Afuera, las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer.


Corda movía la cabeza, tarareando los ritmos como acompañando la melodía natural de la lluvia que crecía afuera; mientras Tamburí inventaba una secuencia acelerada de vaivenes y Violeta trataba de acoplarse a la armonía apresurada del balanceo de su compañero, en tanto que el corazón de Fisarmonio no dejaba de temblar, siguiendo el vaivén del columpio que sostenía a la mujer de sus sueños suspendida en el aire, quien de tanto en tanto se dejaba golpear por la brisa provocada en cada movimiento de Tamburí.


El payaso elevaba la vista siguiendo el balanceo del columpio, suplicando al aura de un dios invisible, “regrésala a mí”. Violeta desde su altura replicaba “suspéndeme, haz que vuele” y continuaba “dame alas, elévame como melodía que lleva el viento, alto, lejos”. Las gotas caían como lágrimas golpeando el alma del payaso que, desde abajo y mirando a su diosa, cantaba su angustia en melancolía aguda y aturdida.


Tamburí y Corda no dejaban de marcar el ritmo del bamboleo de sus columpios. Fue cuando Violeta comenzó a temblar, la inseguridad se apoderó de ella y retornó a la plataforma, se quedó inmóvil y callada, parada en su trono.


Tamburí detuvo su vaivén sostenido del costado de la plataforma, al otro extremo del espacio de piruetas. El sonido de la lluvia se hacía más espeso. Corda seguía su ritmo en el aire: adelante, atrás. Luego adelante y otra vez atrás. Piatto habló. Cuestionaba la interrupción. Lo hizo dos veces. Hasta que se escuchó la voz aguda de Citarra: ¡quédate ahí!– le replicó a Violeta– ¡no te lances! clamó.


Fisarmonio lo presintió, sabía que se iba a lanzar de todos modos, nuevamente. Y su corazón volvió a latir. Otra vez, sus súplicas se hicieron más afligidas. Violeta nuevamente se suspendió y comenzó a volar, se movía como un ave aprendiz por el aire, ondeando su figura, desdoblando y encogiendo sus extremidades entre la brisa, mientras Tamburí volvía al céfiro con esa energía y esa furia que cortaba la unión que aquella mujer deseaba encontrar. Y el corazón de Fisarmonio se hacía voz.


Violeta nuevamente se detuvo, retraída en la plataforma. Todos callaron. Esta vez, solamente Corda habló desde su columpio en el aire. Mientras Tamburí le hacía eco tímidamente, deteniéndose de tanto en tanto. Las gotas de lluvia disminuyeron su replique. Sólo algunas se escuchaban golpeando la lona del circo que servía de cielo. ¿Dime qué te sucede, qué sientes, qué presientes? dijo Corda, dirigiéndose a Violeta. Tamburí iniciaba una serie de piruetas sostenido del columpio de cabeza hacia el plató. Al fondo Fisarmonio suplicaba, con su ya débil voz. La amenaza de la lluvia y el posible presagio eran presentidos en los establos, detrás de la carpa central, los animales del circo estaban alterados y sus llamados se podían escuchar.


Todos callaron otra vez. Luego, sólo el eco de la voz de Corda retumbó una vez en la lona del techo-cielo; y Violeta sujeto el columpio nuevamente, reclinándose hacia adelante, al vacío. Una vez, otra vez. Dando pasos cortos hacia el borde del plafón. Adelante, atrás. Adelante, atrás. Y se lanzó.


Tamburí retornó al compás, tratando de marcar el ritmo del vaivén de Violeta. Corda se dispuso al movimiento, muy tarde. Desde abajo, la melodía del payaso enamorado acompañaba la acción. Su corazón latía en pequeños sobresaltos. Todo se detuvo, se inmovilizó como una fotografía. Se escuchaba la sinfonía que fluía del corazón de Fisarmonio que no dejaba de temblar, acompañando aquella hazaña en que Violeta hizo su última pirueta escapando en un va y viene, que Tamburí no alcanzó, por más que aceleraba y trataba de reducir la velocidad, no lograba sostener el balanceo de Violeta. Tamburí se detuvo en seco, mientras que la hermosa trapecista con los ojos cerrados, sin mirar se lanzó hacia un cielo abierto, imaginario. Voló lejos, alto; desapareciendo lentamente en el ébano de la lona del circo.


La lluvia comenzó a golpear despertando a la realidad, con toda su furia mientras la tarde se hacía noche como en una pirueta.