lunes, 28 de febrero de 2011

Cinco Poemas Monovocálicos

(G. Munckel Alfaro)


Calla


Canta abstracta la alarma.

La mañana banal araña las sábanas amargas,

lava la cara larga hasta dar arcadas.

Cava hasta matar cada alma;

ama atacarlas.

Calla,

salva las palabras para mañana.



Ser del Ser


Esperé entre gente,

enfermé de sed;

desesperé

en encenderme.

Engendré el ente:

Él

—demente—

emerge desde el ser,

depende del creer,

decrece endeblemente,

merece perecer.



Crisis


Vi mi iris disímil.

Sí,

fingí vivir sin ti

y di mi fin.



Otoños Rotos


Dolor sordo,

pozo hondo.

Lloro

otoños con color.

Corro solo, cojo.

Compro costosos ojos,

socorros borrosos,

otro sol.

Todo roto.



Cruz


Su luz,

tu cruz.

jueves, 24 de febrero de 2011

Cuando Note

(Yvonne Rojas Cáceres)


Había decidido bloquearme, acorralarme en el limbo de las hojas vacías y sin axioma. Por mucho espacio medido en lapsos de ficción y de evidencia, no me concedió el don de la prosa, menos el de la narración; me anuló la voz y la palabra.

La usanza suya me fue carcomiendo, mudándome al exceso de no simbolizarme, de considerar mi única opción reducida al sinónimo, camuflando mi verdad con homónimos sin personalidad, queriendo hallar mi decir en un sucedáneo, sin decirlo en realidad.

Su cárcel, hecha de muros imaginarios y un cielo, me sirvió de muralla para expulsar lo que me quedaba de fuerza en sus lenguajes, lo que me permanecía de presencia en sus discursos, lo que me duraba de alarido en sus exclamaciones, aquello que perseveraba de sensibilidad en su poesía. Yo, que había sido carne de sus libros y de su palabra misma, quedé reducida a escombro sin uso preciso.

Exiliada de su significado, vagaba en los rincones más velados de su ausencia enunciada y comunicada. Ansiosa de su prefijo, famélica de sufijos y de sus acciones verbales, caminaba sin rumbo alrededor de vocales grandiosas, por signos y símbolos armados. Cuando su voz me sacudió de la pesadilla, ondulando sus gamas en el recuerdo de cada cosa que procreé para su expresión, de cada sensación que descubrí a sus ojos de leedor y de escribano. Lo escuché reclamándome en la fuerza de sus arengas más orgullosas, arrimándome en medio de los versos de su canción como fluido denso y a la vez ligero, acompañado de melodías que desfilaban en el aire.

De sus lindos labios a la plana blanca de un cuaderno, había un abismo para mí; pero no para esa perfección humana que hacía bailar el lapicero, cual cisne dibujando huellas en el agua clara.

Allí, encaramada en la duda razonable de concebirme infecunda para él, vi mi crecida y lánguida figura asomando como una cruz en las hojas de ese que escribía y escuché mi sonido en la frecuencia de ese que leía. Apelando a su rebeldía, a su feraz imaginación de loco soñador, le aclamaba, le suplicaba para que rompa con su esquema, para que huya y me dé a luz de nuevo, en una frase, que me dialogue para armarme en una palabra; perseguí desesperada a sus cavilaciones, sus especulaciones y sus sueños.

Le enseñé que podía servir de nombre como de verbo, que la acción no me acobardaba, que el dolor y el drama no me amilanaban, que adoraba su fábula igual que su quimera; que la leyenda era lo mío, que podía sonar en su balada y en su oda con refinada fluidez. Pero me ignoró, se negó a llamarme en su poesía, se negó a darme un nombre con el que pudiera concurrir más allá de su designio.

Ahora lloro mi desgracia, arrinconada en el fondo del abismo donde moran las palabras innombrables, esperando el segundo descifrado en que su loca y despiadada imaginación me hagan volar.

Y cuando me descubra, cuando no, cuando mi ausencia, cuando no, cuando sea ser o sea cosa, cuando no, cuando la magia de su prosa me haga pócima su delirio en el lenguaje, cuando no, podré ver la luz desde su página, cuando no-te.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Leteo

(G. Munckel Alfaro)


La noche pasada lo había marcado de por vida. Sin hallar una mejor manera de sosegarse, se refugió en el primer bar que halló a lo largo de su paseo por la ciudad. No conocía la zona, pero se hallaba demasiado ensimismado como para comprender que se había perdido.

Pasaron un par de horas y varios vasos de lo peor que había bebido en su vida, cuando, de golpe, miró a su alrededor y percibió que no sabía dónde se hallaba, ni mucho menos cómo había llegado a dar con el infame lugar que ahora lo rodeaba. Volvió los ojos hacía el borroso vaso que aprisionaban sus manos, lo miró y, al llevárselo a la boca, cerró los ojos con la fuerza necesaria para ayudar a que la breve oleada de asco pasara con mayor facilidad. Para cuando el vaso golpeó la mesa, comprendió la ironía que las horas pasadas en el bar habían reservado para esa noche: no sabía dónde se había refugiado ni cómo había llegado a dar con ese inmundo bodegón, no recordaba los nombres de las calles por las que había caminado sin rumbo, ni siquiera sabía qué clase de brebaje había bebido en las pasadas horas; pero, eso sí, cada uno de los vasos que se había acercado a la boca esa noche llevaban el nombre de ella, lo único que deseaba no saber.

Aquella ironía le arrancó una áspera carcajada, que apenas pudo callar al perderse en lo más profundo de su nuevo vaso. Desde que ingresó a ese sucio bodegón de mala vida, los vasos nunca dejaron de llegar, llenos de ese horrible líquido que fluía hacia él como las aguas de aquel fabuloso río del olvido; pero el brebaje que inundaba su vaso sólo encerraba la esperanza de ese olvido que, al parecer, aun dormía en el fondo de la damajuana escondida bajo una gruesa capa de polvo.

Fuera de ella, lo único en lo que podía pensar era en la incapacidad humana de olvidar sólo pedazos de la vida, de eliminar de su memoria a personas o recuerdos específicos, sin los cuales quizás se podría vivir en paz. Ella y la imposibilidad de olvidarla se negaban a abandonar su imaginación. Cada hora que pasaba, le clavaba agudos segundos en la memoria, segundos que susurraban el nombre de ella. En cada vaso, buscaba deshacerse para siempre de su recuerdo.

Las horas pasaron y, ya rendido, perdido y con la visión borrosa, dejó que su alrededor se nublara poco a poco para dar paso a las imágenes que se apresuraban en invadirlo. La recordó.

La primera vez que la vio, hace varios años, caminaba sin rumbo por una calle concurrida —al igual que en muchos de sus paseos por la ciudad. Por casualidad, se paró para ver la hora en su reloj de pulsera y asegurarse de que aún eran las seis. Pero al elevar la mirada, quedó pasmado. La bella figura que apareció en la esquina no le dejó más opción que darle alcance: el segundo en que alcanzó a verla le pareció efímero en exceso.

Caminó más rápido, procurando no correr; pero la figura no dejaba de alejarse. Y, luego de un par de cuadras de ilógica persecución, logró alcanzarla, pasarla y apoyarse en el muro de un edificio, separado de ella por algunos pasos.

La vio acercarse poco a poco, su corazón se afligía buscando las palabras adecuadas con las cuales podría aproximarse a ella; pero no las halló. Se quedó en silencio y, sin esperanzas, la vio pasar; pero ella giró la cabeza y, por unos breves segundos, se miraron.

Ese breve pasaje de su vida se hacía borroso y, luego de una pausa de alcohólica neblina, el bar reapareció. Ese había sido el inicio de la serie de recuerdos que no lo dejaban descansar. Ya no le quedaban fuerzas para esperar a que su memoria lo hiriese con más visiones de ese borroso pasado. Apuró el sorbo que quedaba en el fondo de su vaso y salió.

Siempre lo supo. Ella lo empujaría hacía esa oscura necesidad, hacía ese deseo de borrarla de su memoria. En el brillo de sus ojos resplandecía el anhelo del olvido, ese deseo que lo llevaría a perder la razón. Pero desde esa noche nada sería lo mismo. Había decido sacarla de su vida para siempre, olvidando, uno por uno, los signos que componían su nombre.

martes, 22 de febrero de 2011

Conditio sine qua non: Soñar

(Roberto Fernández Terán)


Caminó por la plataforma fría, pasando como una sombra, casi rozando locomotoras corroídas por lluvias impiadosas y muchísimos años acumulados. Bolivian Railway, más conocida como “La Cancha”, parada y fin do nada acaba y principia todo, dijo con aparapita voz. Vivía añadas ha, sitiado por trastos y basura; y un ostracismo administrado por la alcaldía y los funcionarios corruptos. Odiaba a los magistrados y policías, a los muros raídos y sin sol; todos buscando aprisionar su alma pura, soñadora, y sin ligadura alguna. Polizón y nómada obstinado buscaba un camino no tan tortuoso para apuntar su propio guión. Así, sin caudal alguno, trajinaba por caminos sin final, y vivía arrullado por su amigo sol y las risas tristonas; junto al alcohol barato, las damas sin honra y los cariños sin grillos.

Soñaba con casas cristalinas y sin vallas. Soñaba un mundo sin títulos y sin amos y con humanos trabajando por gusto; sin máscaras y con amistad probada. Un mundo sin ataduras forzosas y sin mandona autoridad.

Anoticiados los policías y burócratas por un soplón, buscaron atrapar al insubordinado soñador. Lo buscaron por todas las villas, comarcas y caminos, hasta hallarlo. Lo ataron y confinaron al calabozo más ófrico, lo torturaron para cambiar su ilusión. ¡Más no alcanzaron su propósito!

Aún con las sogas anudadas a su humanidad, gritaba: ¡Ningún malvado dura por los siglos! ¡No hay jaulas para aprisionar utopías soñadas por los nacidos con alas!

lunes, 21 de febrero de 2011

Ella y su Whisky en la Mesa, a modo de Xilófago

(Sarahi Cardona)


Su vida a mi lado estaba llena de citas en cafés, leyendo juntos. Cenas con velas y vino. Mañanas con desayuno en la cama, que incluía un jugo exótico de matices que la deleitaban. En fin, yo le daba paz.

La conozco. Sé que le gustaba todo aquello, mas admito los motivos de su desilusión y su necesidad de nuevas emociones. Esa fue su búsqueda continua. La ansiedad la estaba enloqueciendo. Tal vez ni ella misma sabía lo que le hacía bien o no. Necesita el conflicto y después la paz. Buscaba lo imposible y después le venían las dudas y el insomnio. Así fue como lo conoció.

Él le daba todas las molestias y conflictos dables. Un mundo obsceno y deshonesto. La llevaba a cantinas fétidas; fumaban, tomaban whisky. La mantenía desvelada y lo único que le dio a cambio fue sexo. En esta ficción, las acciones no son buenas ni malas; son simplemente la vida que ella no definía, tan sólo apostaba.

Cuando vivía conmigo, se defendía, se pintaba las uñas, no fumaba, ni bebía. Con él andaba desaliñada, sucia y se abandonaba en un abismo. Sus cambios, sus dilemas, también coexistían con él y conmigo. Ambos fuimos sus piezas, sus fichas en un juego que ella no jugaba ni ganaba, tal vez se lastimaba. A ella no le gustaba la soledad.

Sus idas y venidas ya se me habían hecho cotidianas. Sabía que un día se escabullía en mis sábanas de seda blanca y uno distinto estaba con él en algún sofá. Ya no necesitaba maletas. Incesantemente volvía, infaliblemente se iba. No la imaginaba alguien decidida, sino débil que además no vigilaba sus deseos y necesidades.

Y hoy la estoy viendo desde una ventana, está en un café. Fuma, sus uñas están pintadas y se nota que su vestido es nuevo. Hay un whisky en la mesa —a modo de xilófago— además hay una maleta en el suelo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Tierra de Encuentros

(Paola Rodríguez Angulo)


Jueves.

Despertó sobresaltada. El sueño recurrente la había atacado otra vez.

Vio por la ventana y calculó la hora: las cinco de la mañana.

A pesar de sus años, se levantó con agilidad, frotándose lo ojos para borrar las últimas imágenes de su sueño impregnadas en sus pupilas: la devastación.

Buscó en un cuenco de metal abollado: la última bolsita de té. Cuando el agua ya estaba caliente, ella ya se había peinado el poco pelo que le quedaba, no sin librar una batalla contra sus rebeldes y ensortijadas canas.

Estaba bebiendo el calor de la mañana cuando Serafina entró en la habitación.

—Hoy es el día —le dijo —tuve ese sueño, el de siempre; pero esta vez llegué hasta el final.

Serafina levantó la cabeza y le lanzó una mirada compleja mientras seguía masticando su desayuno compuesto por cueros de pollo.

Sin esperar respuesta, la mujer se levantó y salió de su modesta habitación-cocina hecha de ladrillo desnudo y calamina.

Al lado de su puerta, un montón de palos de todas las formas y tamaños esperaban quietos algo de acción. Lentamente fue levantándolos, analizándolos, acariciándolos y guardándolos en un saco de tocuyo. Después de cargar al hombro su preciada carga, emprendió el largo camino a la ciudad.

Serafina la siguió por unos metros, dubitativa, pensando en la inevitabilidad de los acontecimientos de ese día y, finalmente, emprendió la retirada hacia el hogar, asumiendo que los asuntos de los hombres no le incumbían.

La mujer continuó el resto del camino sola; aún quedaba mucho por recorrer y mucho más por trabajar ese día.

Llegó entrada la mañana a su destino: una bonita plazuela de una zona residencial. La conocía muy bien: sus calles rectas y sus casas llenas de flores y arbolitos bien podados.

Recostados sobre el césped de la plazuela, algunos jóvenes retozaban riendo y haciendo chistes: era una imagen pacífica.

—Qué rápido cambiarán las cosas —pensó la mujer mientras se sentaba a observar.

Había un constante bullicio alrededor del lugar que se rompía de vez en cuando por los fuertes silbidos masculinos que alguna muchacha en minifalda provocaba.

La gente empezó a llegar, la plazuela se llenó en poco tiempo; no solo de jóvenes: señoras corpulentas llenas de abalorios, con la mitad de la cara cubierta por enormes gafas oscuras; hombres mofletudos con bigotes de morsa y hasta ancianos curiosos atraídos por el movimiento de la ciudad.

Algunos comían y alguno que otro vociferaba indignado pues “alguien se había cagado sobre las margaritas de su jardín” mientras, más allá, un grupo de jóvenes intercambiaba teléfonos.

Notó que la mayoría de ellos llevaban extraños objetos en las manos: bates de béisbol, palos de golf, raquetas y hasta palos desnudos.

Quien hubiese pasado por ahí, ignorante de lo que se estaba gestando, sin duda hubiese pensado que se trataba de un encuentro multideportivo. Claro, tarde o temprano hubiese notado la ausencia de pelotas de cualquier tipo… la verdad era macabra: las pelotas serían cabezas, brazos, piernas y espaldas humanas.

A su derecha, dos jóvenes imitaban con sus palos, casi inocentemente, una batalla de esas que se ven en las películas de la Guerra de las Galaxias.

De un momento a otro, los ánimos cambiaron: un hombre vociferaba por un megáfono un discurso incendiario mientras trecientas personas escuchaban atentamente.

La mujer entendió que ya era hora de empezar su faena, se levantó y cual pregonera empezó:

—Paaaloooss, palos, tablas, maderas, con clavo y sin clavo caballero, llévese uno!

La gente se agolpaba a su alrededor.

—¡Deme dos!

—A mí uno… ¿tiene cambio de cien?

—No casero, recién estoy empezando el día. Volvé en un rato.

—¡El mío está astillado! ¿Lo puedo cambiar?

—¡Deme diez! Yo soy encargado de la repartición a los vecinos!

La vendedora de dulces que caminaba por ahí, al ver el éxito de la vendedora de palos se reprendió por no haber tenido una idea como esa.

Caminó por la avenida principal que se dirigía al centro de la ciudad, aún ofreciendo su producto que amenazaba con acabarse tan rápido como la inestable paz que impregnaba el aire.

Llegó hasta el río que, como una serpiente verdinegra, dividía a la ciudad en bandos. Al centro del puente, veinticinco policías (en su mayoría mujeres) hacían de barrera para separar a los unos y los otros.

Se detuvo al centro y, poniéndose de puntillas, pudo divisar, al otro lado del río, un mar de gente vestida, en su mayoría de fieltro marrón. Pensó que no tardaría en acabar con su mercancía.

Con paso firme, cruzó la frontera. Mientras se acercaba, notó que cada espacio verde estaba ocupado por personas, sentadas, paradas, recostadas. Las flores, pisoteadas bajo las abarcas, fueron las primeras en sufrir la embestida del conflicto.

Al poco tiempo se acabaron los palos, tablas y maderos. Se sentó a observar y esperar.

A su izquierda, un grupo de gente se protegía del sol bajo un árbol; con miradas insondables le daban vueltas al bolo de coca mientras otros comían algo de plátano. La mayoría, sentados sin mucho que decir ni hacer, sólo esperaban lo inevitable; no necesitaban de discursos incendiarios ni buscaban hacer vida social. Y precisamente, mientras ella pensaba eso, lo inevitable llegó.

De las orillas del río, el viento trajo un bullicio abrumador: gritos, carajazos y demás injurias. Algunos levantaron la cabeza, como un animal que activa todos sus sentidos ante el peligro: los ojos bien abiertos, agudizando el oído y abriendo las fosas nasales a las que les llegaba el pútrido olor de la violencia, mientras los puños se cerraban con más fuerza sobre los palos, hondas y piedras.

La voz corría como pólvora. “¡La mierda! ¡Son ellos!” “¡Hay que movilizar a la gente de la Plaza!”, escuchaba la mujer. Cuando vio las nubes de gas lacrimógeno flotando sobre el puente y la gente corriendo hacia ellas, entendió que todo había empezado.

Caos era la palabra que trataba de encontrar en su cabeza para representar lo que sus ojos veían; la lucha que duró horas se expandió como un cáncer por toda la ciudad.

Gente de un bando y del otro se lanzaban piedras, hacían uso de la recién obtenida mercadería, se atacaban con bayonetas improvisadas y con hondas; mientras la mujer, sentada y con la mirada perdida, recordaba cada segundo de su sueño.

* * *

Se levantó algo entumecida y caminó a paso lento. Un silencio sepulcral, casi vergonzoso invadía las calles que parecían más frías y tristes de lo normal, como si lo que hubiesen visto las hubiese marcado para siempre.

En una mano llevaba el saco de tocuyo vacío mientras que un leve sonido metálico, tintineante delataba a sus bolsillos llenos de monedas.

Cuando llegó al puente, que ahora, como un campo de batalla, tenía el piso regado de piedras, astillas y algunas manchas oscuras que parecían sangre; se detuvo y miró hacia el cielo, talvez buscando alguna mirada acusadora. Sólo encontró una gigantografía que anunciaba, casi como un mal chiste, “Cochabamba, Tierra de encuentros”.

martes, 15 de febrero de 2011

Imperfecta Humanidad

(Yvonne Rojas Cáceres)


Súplicas salpican por tus poros. Se agotan tus fuerzas para rogar, estás a punto de callar o de implorar, no lo sé.

Te hemos lanzado tantas injurias espumosas y deformes, que cada insulto se ha clavado en tu cuerpo magullado, como fragmentos de mi culata, como astillas de mi mazo que han estallado en tu cabeza. Ahora te lo crees, estás maldito, no tienes suerte.

Puedo sentir compasión, pero me resisto. No llamo a tus dioses ni al mío, sólo te veo arder. Absorbo ese aroma que emana de tu polvo, desde tu materia. Miro cómo cada grito vuela con el humo negruzco que se desprende entre tus ruinas y tus desperdicios.

Una visión ofusca mis sentidos. Quiero lamer cada gota de sangre mezclada con náusea que chorrea por tus brechas, por tu boca de pobre y por tus ojos afiebrados; para consumir tu dolor, para sentirme poderoso.

Gritos y alaridos. Por un momento, disminuyen mi furia pintada de olivo; mis ojos se colocan en los vestigios de tu integridad extenuada. Se detienen los escarnios. Son instantes de lo que te parece una eternidad. Entonces, aúllas como atrapado por un dolor incontenible; me lleno del diablo que alimenta mi venganza, para arremeter contra tu costado desde el mío.

Destruyo en seis pedazos los ejes de tu frente, mientras otros comedidos colaboran perforando tus intestinos hambrientos, aplastando tus falanges. Siento el fraccionamiento de tu estructura vibrando en mis flancos con cada golpe.

Te tengo aprisionado en la miseria, inmóvil, con mis brazos armados de poder; te ahogo con todas mis fuerzas, queriendo hacer un agujero en medio de tu médula, queriendo hundirte en el suelo duro a empujones.

“¡A su izquierda!”, grito y te maldigo y lo siento. Luego, la imagino partida por la mitad, sin identidad, sin rostro definido, sobre los matorrales del cerro, en las aceras embarradas de pobreza y mis lágrimas te bañan; y te miro y lloro sobre ti, por tu conciencia, mientras te desmoronas inconsciente y tus focos se apagan en tus células encarceladas.

Sujeto tus partes moribundas, embarradas y ensangrentadas, para machacarte en frenético balanceo contra el filo de los muros hasta cansarme. Alguien me releva y te perfora, como a la tierra, con la punta de una picota, como arando en tu superficie, mientras tiemblas en espasmos, reclamas y presionas para no morir, para sobrevivir.

El sol hace brillar los hematomas virulentos de tus heridas y tus ideales, que rebalsan por tus raídas ropas de pordiosero. Claros y oscuros, diestros y siniestros, se confunden con el verde por donde te arrastramos. Tu esqueleto y el mío suenan con cada golpe, con cada caída, como pedazos de abstracción arrojadas al concreto.

Tus manos, atadas con alambre de púas, quieren estallar en sangre y flema; ya no pueden suplicar. Tus miembros calcinados, enrojecidos; tus cueros desprendiéndose a pedazos. Ya no puedes huirle al espanto, ya no tienes voz, no dices nada, te he arrancado la lengua, la palabra y he quedado mudo.

Al verte sangrar, al verte escupir maldiciones y súplicas, allí, tendido en la tierra maldita, mirando enloquecido con esa única pupila malograda a los ojos afiebrados de tus déspotas que rodean el bulto en que te has convertido, te aplasto sobre un blasón. Y me puedo ver hecho carne en ti. Porque al final de todos los recuentos, somos la misma e imperfecta humanidad.

lunes, 14 de febrero de 2011

Clío

(Roberto Fernández Terán)


El enemigo ha ocupado todos los campos cercanos a las murallas de la ciudad y ha cortado nuestras fuentes de abastecimiento. El puerto se halla bloqueado por los navíos invasores. El momento del desenlace final se acerca. Hace varios días, en el corazón de la urbe donde palpita el fuego, hemos hecho el juramento que hacen todos los guerreros con honor. Nada ha sido dejado al descuido, ahora todo está sujeto al capricho divino. Oscurece, escucho la voz de alarma del centinela; el enemigo no puede ocultar el ruido descomunal que produce su gigantesca maniobra que incluye a miles de infantes, arqueros, caballería y sus poderosos arietes sobre ruedas.

Hemos acabado de purificarnos con agua y aceite, y ofrecido, quién sabe si por última vez, sacrificios a los dioses de la ciudad. Con cuidado, me coloco la coraza de lino con láminas de metal, teso bien el cinto con la espada y acomodo el dorado yelmo sobre mi cabeza. Pienso en mi pequeña hija Clío, que está dando sus primeros pasos y no entiende lo que ahora está en juego. Las alternativas son pocas: mantener vivo el fuego de la polis o ser devorados por las sombras de la noche.

Escucho la voz de Alco, mi comandante.

—Preparaos a montar vuestros caballos; tal vez sea éste nuestro último viaje.

Y, añade luego:

—Saldremos por la puerta Areté para sorprender a los sitiadores. Una falange de infantes acompañará esta acción.

Somos una tormenta que arrasa las primeras posiciones enemigas. Mi espada se hunde en las carnes de los porteadores de avanzada. Chocamos con soldados de infantería que, aún desorganizados, ofrecen fiera resistencia. Gritos de rabia, relinchos lastimeros, crepitar de las llamas, una lanza lacera mi pierna izquierda; el casco dorado rueda sobre la tierra, los ojos se me nublan; y Clío adolescente, desde lo alto del templo de las voces, envía hilitos de fuego a los cuatro vientos para que la ciudad no muera.

domingo, 13 de febrero de 2011

La Historia de un Viejo Trovador y la Libertad

(Sarahi Cardona)


A la memoria de Benito Corrales,

Trovador y soñador.

Güira de Malena 1935 – Habana la vieja 2006.


Dejó una casita a tres pasos del mar, un árbol en el que se sentaba a contarle al viento que un día seria inmensamente libre y se fue con su Adela —embarazada de Gerardo— a La Habana, buscando otros sueños. Se llevó su guitarra, quería cantarle al mundo que era feliz.

Adela era de raza negra, alta, hermosa, con imponentes caderas y sonrisa fácil; no dormía si su marido no le cantaba por lo menos una canción. Gerardo era travieso y, como él, aprendió por su cuenta a escribir y leer. Antonio era tranquilo y aficionado a mirar las estrellas.

Un día, lo quisieron llevar a matar personas que no conocía y que tampoco le habían hecho ningún mal. Se negó. Lo cantó. Para él, la libertad era algo que se daba, era poder hacer o no hacer por voluntad propia.

Una noche, entraron a su casa, se llevaron a su mujer y a sus hijos, para matarlos lejos. Lo amarraron en el único cuarto que quedaría en pie, quemaron su guitarra, le aseguraron que ya no existía como ciudadano y lo dejaron ahí para siempre.

Hacían más de treinta años que el viejo vivía de la comida de los que aún eran amigos y de su locura. Y como ya no tenía una guitarra y no lo dejaban hablar, escribió —en las cuatro paredes que le quedaban— canciones sobre la libertad y un mundo donde no se pagaba nada para soñar.

El día que lo pude abrazar, el viejo había estado más fastidiado que de costumbre, era 27 de julio y la bulla del desfile del día anterior seguía en el aire, la ciudad estaba llena de banderines y pancartas celebrando la fecha. Lo vi desde lejos, sentado en el umbral de su cuartito, mirando hacia la nada. Tenía esa mirada perdida y dolida de quienes han vivido y lo han sentido. Me miró y sonrió, me dejó sentar a su lado y me contó esta historia. Dos meses después, se despidió del mar, cansado pero no amargado, se fue donde la libertad es eso y nada más.