(Sarahi Cardona)
Cuando el hombre llegó a la entrada del pueblo, el atardecer era quieto y sereno.
Estuvo veintisiete años como errante, quiso envejecer sus botines con el polvo de otras ciudades y el aire de países extraños. Ahora necesitaba descansar. El pueblo era el mismo, la rutina y la costumbre seguían. Él ya no tenía familiares ni amigos.
En lo que decidía si avanzaba o no, un perro se le acercó batiendo la cola. Notó que cojeaba y que la sarna ya había marcado su final, así que le pareció buen confidente y compañero. Pensaba dar una vuelta hasta el amanecer. Recorrieron uno a uno los recovecos, las calles, las casas; se sentaron a ver la luna en la placita, le contó de la vida y los amores que dejó a sus cuarenta años, le confesó que quiso irse para no ver morir a su madre, ni ver el destino de sus hijos.
Cuando el primer rayo de sol salió, ellos llegaban a las puertas del cementerio. El viejo se acostó en la tumba con su nombre, el perro dio tres vueltas y se echó encima.