lunes, 20 de septiembre de 2010

Fenestráfobo

(G. Munckel Alfaro)


Me encontraba ante aquel gélido y atento ojo, que me observaba sin parpadear. Su vidriosa transparencia (apenas disimulada por los años de polvo que acumulaba encima) me amenazaba con desfiguradas imágenes de todo lo que guardaba en el interior de su perturbada mente.

El solitario ojo se encontraba enmarcado por un demacrado rostro: podrido por los años de exposición a la humedad, irremediablemente arrugado, ligeramente mohoso y casi leproso; pero aún así, era menos temible que el demoníaco objeto que llevaba incrustado.

No podía dar media vuelta y correr hacía mi casa para refugiarme de aquel horror. El morbo me tenía fascinado. Sentí que estuve de pie, desnudo, durante horas ante esa mirada escrutadora, que asesinaba brutalmente mi intimidad y veía en lo más profundo de mi alma, robando mis temores más secretos para usarlos en contra mía. Su inmenso tamaño le permitía reflejar mi imagen, distorsionada por su maldad y mis miedos.

Pasaron minutos, horas o días, no lo sé, antes de notar que la imagen de mi reflejo parpadeaba, o quizás fuese yo quien temblaba. Y, tras hacer un esfuerzo sobrehumano, pude moverme hacía un costado, escapando, por casi un segundo, de la hipnótica mirada que, inmediatamente después, volvió a posarse sobre mí.

Quizás lo más terrible de aquel grisáceo ojo era su aparente ceguera, la total ausencia de una pupila o algo que indicase hacía dónde dirigía su mirada; pero esto no le impedía, en lo absoluto, privarme de alguna forma de alivio. No importaba hacia dónde o cuán rápido me moviera, no dejaría de mirarme, jamás me otorgaría la tranquilidad de un parpadeo.

Comencé a sentir que una fuerza me halaba hacia el frente, hacía el pérfido ojo y su devastadora mirada. Comencé a caminar lentamente, imposibilitado de hacer resistencia, dejándome guiar por el frío que emanaba de la fuente del horror que me tenía atrapado.

A medida que me acercaba, podía ver mejor y con creciente espanto, todos los perversos rasgos de aquella terrible figura: su inmenso tamaño y su inhumana forma; su textura lisa y fría, cubierta por múltiples cicatrices e incontables manchas de suciedad y polvo; su disfraz de engañosa ceguera; su enfermiza y casi total transparencia, que cambiaba según su capricho (mostrándose plana e inerte, o mostrando mi supuesto reflejo, que encerraba la corrupción de mi imagen); y, al fondo, una oscuridad plagada de formas inquietas: la penumbra de lo que encerraba en su interior.

Cuando me encontraba a centímetros del ojo, levanté mi mano (no sé si para cubrirme o atacar) y la acerqué a la nauseabunda figura que se empecinaba en mostrarme y, por un instante, toqué aquel reflejo y sentí la viscosidad, el frío y la podredumbre que lo componían.

En ese momento, una poderosa nausea de apoderó de mí, librándome del embrujo que me tenía cautivo. Di media vuelta y comencé a correr, con la intención de refugiarme en la hermética seguridad de mi hogar.

Pero huir de aquel espanto no sería tan sencillo. Mis piernas flaqueaban y no podía dejar de mirar hacia atrás. Podía ver, completamente horrorizado y fuera de mí, que, en lugar de darme la espalda -como mandaban las leyes de la naturaleza-, el reflejo parecía correr hacía mí. Mi imagen corría inmóvil dentro del endemoniado ojo pero, al igual que éste, me miraba fijamente.

Luego de correr el brevísimo tramo recto que me separaba de la seguridad de mi hogar, abrí la puerta tan rápido como la desesperación me lo permitió. Cerré la puerta detrás de mí, me apoyé en ella y, con los ojos cerrados, suspiré aliviado.

Pero el instante en que volví a abrir los ojos, contemplé, espantado, que algunas de las maderas que cubrían el muro interior de mi casa se habían caído, dejando al descubierto un nuevo horror: otra ventana.

Sin Título

(Sarahi Cardona)


La sensación que más la excita es sentir el viento en la sangre sobre su piel. Se desnudó. Abrió las ventanas. Se acostó en el piso. Subió el pie izquierdo hasta la rodilla derecha. Abrió los brazos en cruz. Todo listo, todo perfecto. El cadáver colgado en el techo chorrearía sangre casi toda la tarde.