domingo, 26 de junio de 2011

La Búsqueda

(Roberto Fernández Terán)


Desde la más tierna infancia del aspirante a escritor Ramiro Iñiguez, ella lo había acompañado en todos los momentos fáciles y difíciles de su vida; casi siempre, ocupando un opaco segundo plano en relación a él. Vínculo complejo, sin duda, que le impedía ser ella misma de manera auténtica, y la convertía en una distorsionada proyección de la figura de él.

Él había jugado desde hacía mucho tiempo, con las increíbles formas geométricas de ella y, había tratado de desarrollar al máximo la capacidad de razonar para plasmarla en la escritura. Pero, todo había sido en vano; la creación, definitivamente era una palabra lejana al “escritor”. Ahora, ya en plena madurez, había desarrollado una profunda aversión por las compañías de cualquier tipo; porque creía que le limitaban en su creación poética. Entre tanto, ella, cansada de tanto desdén y maltrato, decidió que el tiempo de abandonarlo había llegado. Por eso, una noche invernal del mes de junio, decidió partir en busca de sí misma.

Estoy harta de ti, pensó, mientras se separaba bruscamente del cuerpo de Ramiro que yacía dormido en la cama. Ella, portadora de un carácter rebelde, había decidido: no ser la sombra de nadie. Luego, una vez que apareció la lunada luz de la noche: respiró hondo y, en silencio, empezó a descender lentamente desde el vigésimo piso por las paredes exteriores del edificio, hasta llegar a la avenida principal de la ciudad. Rápidamente, a medida que la lunada luz se hacía más intensa, se deslizó por calles y avenidas con gran sigilo hasta que llegó a la Bahía del Sur. Posteriormente, atravesó, como si nada, las aguas frías de la bahía, y se adentró en un bar de mala muerte llamada “La Luciérnaga” cerca al puerto antiguo de la ciudad.

Sí, definitivamente, se sentía a sus anchas en este lugar, donde la tenue iluminación de las lámparas se fundía con la soledad deseosa de compañía. Rinconcito desdeñado de la tierra, donde se amalgaman sudores marinos y perfumes de mujeres con caritas pintadas. Sí, pensó, en medio de las citadinas sombras de la noche bohemia, las posibilidades de encontrarse consigo misma eran muy grandes.

Todas las noches, ella se exteriorizaba en las paredes, en el techo, en el suelo, o en los muebles junto con otras sombras perdidas por la vorágine de la vida. Escuchaba confidencias de muchachas y de marineros beodos, bailaba sobre las mesas acompañando a los danzantes, o reflexionaba junto a los poetas nocturnos acerca de la creación estética. De tantas voces del mundo que poblaban “La Luciérnaga”, escuchó de sombras terriblemente crueles —como las que moraban en las mentes de los señores de la guerra. En las noches interminables que le tocó vivir en medio de seres tan diversos, conoció las más terribles oscuridades y meandros del inconsciente humano. Pero, con todo —no lograba encontrarse—, había algo que le faltaba; intuía que dicha sensación tenía que ver con el escritor frustrado que había abandonado. Un buen día, la sombra de una maga llegada de los Andes —le dijo— que tenía que buscar en el agua y el fuego las respuestas a su desazón.

Por su parte, Ramiro Iñiguez desde la partida de su otrora acompañante tenía todas las cosas muy, pero muy claras, que pensó que no la necesitaría más en su vida. La sombra que moraba en su inconsciente, y que se proyectaba cuando se interponía entre la luz y una superficie, había desparecido. Se dio cuenta que podía conocer cualquier cosa sin tener que hacer el esfuerzo de pensar. Parecía que los hechos reales y verdaderos simplemente aparecían de manera lógica y razonable en su cabeza. Cuando intentaba escribir, sin embargo, se horrorizaba porque sus palabras nacían muertas, sin la belleza interior del verso. Su poesía no tenía alma. No tenía fuego. No tenía magia.

Entendió que le faltaba la sombra interior que lo había abandonado --Sí, él era tal vez, de los pocos seres en el mundo que se sentía muy mal por dicha situación. Se vistió apresuradamente con el sombrero negro y el abrigo que tanto le gustaban a ella; y salió a buscarla con la firme decisión de no cejar en dicho empeño hasta encontrarla. Alguien le murmuró que muchas sombras sin rumbo deambulaban en las cercanías de la bahía. Hacia allí se encaminó, y cuando llegó al sitio indicado, se encontró con un edificio ruinoso oscurecido por el hollín del tiempo. Era “La Luciérnaga”, lugar donde únicamente moraban las sombras de los recuerdos idos.

Iba andando sin rumbo por las calles cuando empezó a llover torrencialmente. Atardecía. Un rayo cayó sobre la figura que vagaba en medio del aguacero. Apareció un gran arco iris. Una sombra gigantesca se proyectó por un segundo sobre la gran ciudad. Fue en ese momento, cuando las palabras nacieron para el vivir literario y, junto al sombrero negro y al abrigo gris, empezaron a caminar libres de ataduras. Insumisos, los dos, sombra y poeta se volvieron verso:

“En el principio fue la palabra,

nacida de la sombra interior del primer hombre,

fuego divino

del cantar del cosmos”.