miércoles, 20 de julio de 2011

Esa Noche

(Sergio Tavel)


La oscura habitación se iluminó de repente con una luz intensa y fugaz como la de un relámpago. El estruendo que estalló, había sido tal, que su eco todavía reverberaba en las sucias paredes.

Le temblaban las manos; no de nervios, no de miedo, sino de satisfacción. Una profunda satisfacción se movía en su interior, reptando y colándose en cada inhalada de aquel aire sucio y pútrido que impregnaba su nariz.

Retrocedió lentamente y, con presteza, sacó un cigarrillo del bolsillo interior de su chaqueta. Lo acercó a los labios y lo encendió sin prisa, casi como si quisiera saborear lentamente cada segundo. Duró menos de lo que esperaba, pensó.

Miró a su alrededor, observando por primera vez aquella habitación con detenimiento. Este lugar es un basurero, dijo con aspereza, al tiempo que exhalaba el humo del cigarrillo. Sin darle mucha importancia, se dirigió a un viejo sillón que estaba cerca, y se sentó, impávido.

Maldito, murmuró, mientras dirigía su mirada al hombre que yacía en el suelo a pocos pasos de distancia. Había caído de tal forma que su cuerpo se encontraba en una posición extraña. Aún tenía los ojos abiertos y, de una forma repulsiva, reflejaban con un destello la luz del farol que se filtraba por la raída cortina entreabierta.

Lo observó en silencio por varios minutos. Distraídamente, pasaba los dedos por el revólver que aún sostenía en la otra mano, casi como si lo acariciara. Tanto tiempo, se dijo, tanto tiempo. Repetía aquellas palabras una y otra vez como si no diera crédito a lo que acababa de ocurrir. Te busqué por tanto tiempo.

¿El tiempo? Ya no importa. ¿Qué es el tiempo? El vacío... del todo. Estos pensamientos recorrían su mente, presurosos, y se desvanecían en un instante. ¿Estoy feliz? ¿Tendré paz al fin? No, ¿cómo podría tenerla? Inhaló el humo ligero una vez más. Su rostro, se sorprendió, está idéntico a como lo recuerdo. ¿Recordaría el mío? Quizás. Aunque, tal vez no. De seguro no fui el primero… ni el último.

Fue tu error, sonrió, no debiste llevarte aquel anillo. Di contigo, lo hice. ¿Acaso lo observaste con detenimiento alguna vez? Quizás sólo era un simple anillo para ti. Una baratija. ¿Notaste las iniciales talladas en el borde? No, de ninguna manera.

La policía ¿Qué fue lo que hizo? Nada, absolutamente nada, apretó el puño con fuerza. Arrojó el cigarrillo ya consumido hacia el cuerpo con un hábil movimiento de los dedos.

Me juraron que ya habías huido. Que era imposible encontrarte: “Debe estar ya muy lejos.” Eso fue lo que dijeron. ¿Cuánto tiempo te buscaron? Un año, tal vez dos. Recuerdo que les gritaba: “¡El anillo! ¡Se llevó su anillo! ¡Tiene sus iniciales!” ¿Me hicieron caso? No, jamás: “De seguro ya lo vendió.” Esa fue su excusa. Pero no desistí, frunció el entrecejo y encendió otro cigarrillo, jamás desistí.

De repente, notó que la sangre empezaba a rozar el borde de sus zapatos. Sintió asco, repulsión. Se levantó de un salto y se alejó unos pasos. Entonces reparó en el orificio que la bala había dejado en su pecho. Tan ridículo. Tan inútil, hizo una mueca de desprecio. Por tanto tiempo te temí, te odié, ¿y ahora? No eres nada.

Sintió aquel fuego crecer en su interior, tal como lo había sentido momentos antes. Sostuvo el cigarrillo entre sus labios y, respirando agitadamente, levantó el revólver y le apuntó con el. El estruendo, le pareció, fue aún mayor que el primero. Mucho más ensordecedor. Pero no le importó. Decidió que ni siquiera le daría un último vistazo al cuerpo. Ya no importa, no importará nunca más.

Con paso ligero, se dirigió hacia la puerta mientras guardaba el revólver en la empolvada chaqueta. Momentos después, se encontraba caminando por la oscura vereda, apenas iluminada por un farol solitario. La noche, la ligera lluvia, y aquel cálido cigarrillo, eran su única compañía.

Lo hice, susurró, lo hice. Siguió caminando sin poder evitar el torrente de recuerdos que se introducían en su mente y que, por tanto tiempo, lo habían atormentado. Recordó aquella noche, fría y lúgubre, aquella noche en la cual su vida cambió para siempre.

¿A qué hora ocurrió? murmuraba, no lo recuerdo. Tenían que haber sido las tres de la madrugada. Sí, tenía que ser. Sus pasos retumbaban en el silencio de la noche. No lo escuché, dijo con un dejo de culpa en la voz, no desperté a tiempo. Dobló una esquina y siguió andando por un callejón aún más desolado.

Debió haber sido el ruido que produjo la verja cuando él saltó encima de ella o, quizás, el seco sonido de sus pies al golpear el suelo. De cualquier forma, ella se despertó. ¿Preocupada? ¿Asustada? ¿Quizás, con coraje? Me gustaría saberlo. Se detuvo de repente, me gustaría saberlo.

Continuó avanzando sin saber muy bien adónde se dirigía. Arrojó el cigarrillo a un lado de la vereda y, mientras tosía, se dispuso a encender otro. Y yo que jamás fumaba...

No desperté a tiempo. Ese día trabajé demasiado, estaba cansado. Debí despertar, pero no lo hice. No, sí lo hice. Desperté. Fue su grito y ese estruendo, lo que me desgarró el alma, la voz se le quebraba. Me levanté de un salto de la cama. Me dirigí a la sala… y la vi. Y lo vi a él.

Cuando llegué ya era tarde. Me apuntó a mí. Jaló el gatillo… y me destrozó la mejilla, dijo con burla, al tiempo que distraídamente rozaba con los dedos la cicatriz que deformaba ligeramente su mejilla izquierda.

¿Cuánto tiempo pasó hasta que recobré el sentido? No mucho, creo. El dolor era intenso. La cálida sangre brotaba a chorros. Pero aún así, me arrastré hacia ella. Respiraba. ¡Todavía respiraba! La mano que sostenía el cigarrillo le temblaba. Estaba empapada en sangre. Me dirigió una mirada confusa. No pude articular palabra… no pude, dobló otra esquina, y continuó su marcha solitaria fumando con más intensidad que antes.

Fue esa noche, dijo con austeridad, la noche que vi a mi hermana morir en mis brazos, arrojó el cigarrillo a medio consumir e introdujo las manos en los bolsillos. El frío era cada vez más intenso. Pero ya está hecho. Lo hice. Después de tanto tiempo, lo logré. ¿Paz? Jamás la tendré. No la quiero. No quiero nada, absolutamente nada.

Siguió andando con la cabeza gacha. Adentrándose en la oscuridad de incontables callejones solitarios. Sin rumbo. El pesar del andar de sus pasos era lo único que se escuchaba. La luz de un farol, intermitente, proyectaba en el suelo su larga sombra. Se sentía como un espectro. Como un verdugo. Como un alma perdida.

Pasaron doce años… doce largos años.