(Yvonne Rojas Cáceres)
Todos en la cuadrilla
creíamos que de tanto changuear en compaginadas y voceaderas, de tanto dormirse
sobre las sobras y de tanto hacerse al que se lee todas las páginas, hasta la
de vida y salud; se estaba metamorfoseando en un suplemento. Y daban risa las
suposiciones, pero al rato de verle, podías notar cómo las venas de sus manos
se hinchaban y se ponían bien plomas, como si tuviera tinta azul en lugar de
sangre y siempre olía a biblioteca.
Cuando llegaba al laburo,
abría la puerta y se paraba a mirar las pilas de hojas, como si contemplara un
festín, se relamía y frotaba sus dedos contra su viejo pantalón, aspiraba hondo
como si se fuera a tragar todo el aire del lugar y de repente lanzaba la
primera voceada del día, luego con la destreza de una rotativa humana,
terminaba su encargo de mil quinientos un ejemplares perfectamente acomodados.
Un día le seguí de pura
curiosidad, siempre terminaba su parte como a las 10 de la mañana y luego se
perdía por las calles más alejadas de la Villa. Su casa estaba hecha de adobe y
calaminas, tenía una pequeña ventanita que daba hacia el norte; allí me asomé y
pude notar que todas las paredes interiores del pequeño cuartucho estaban
empapeladas con diarios; pero me sorprendió mucho más cuando desde la ventana observé
su extraño ritual alimenticio: frente a una mesa que contenía los suplementos
de sociales, iba deshojando y despedazando con delicadeza el papel, en pequeños
trozos que luego introducía a su boca y masticaba lentamente, lo hizo durante
más de una hora hasta terminarse el tabloide matutino. Luego, se recostó en su
camastro, se cubrió con una manta improvisada hecha de las secciones económicas
y cayó en profundo sueño, después de haber recorrido con la vista todas y cada
una de las páginas de sus muros como si las leyera una y otra vez.
Murió ayer, dicen que de
intoxicación; yo creo que se empachó de la crónica roja.