miércoles, 8 de agosto de 2012

Canillita



(Yvonne Rojas Cáceres)

Todos en la cuadrilla creíamos que de tanto changuear en compaginadas y voceaderas, de tanto dormirse sobre las sobras y de tanto hacerse al que se lee todas las páginas, hasta la de vida y salud; se estaba metamorfoseando en un suplemento. Y daban risa las suposiciones, pero al rato de verle, podías notar cómo las venas de sus manos se hinchaban y se ponían bien plomas, como si tuviera tinta azul en lugar de sangre y siempre olía a biblioteca.

Cuando llegaba al laburo, abría la puerta y se paraba a mirar las pilas de hojas, como si contemplara un festín, se relamía y frotaba sus dedos contra su viejo pantalón, aspiraba hondo como si se fuera a tragar todo el aire del lugar y de repente lanzaba la primera voceada del día, luego con la destreza de una rotativa humana, terminaba su encargo de mil quinientos un ejemplares perfectamente acomodados.

Un día le seguí de pura curiosidad, siempre terminaba su parte como a las 10 de la mañana y luego se perdía por las calles más alejadas de la Villa. Su casa estaba hecha de adobe y calaminas, tenía una pequeña ventanita que daba hacia el norte; allí me asomé y pude notar que todas las paredes interiores del pequeño cuartucho estaban empapeladas con diarios; pero me sorprendió mucho más cuando desde la ventana observé su extraño ritual alimenticio: frente a una mesa que contenía los suplementos de sociales, iba deshojando y despedazando con delicadeza el papel, en pequeños trozos que luego introducía a su boca y masticaba lentamente, lo hizo durante más de una hora hasta terminarse el tabloide matutino. Luego, se recostó en su camastro, se cubrió con una manta improvisada hecha de las secciones económicas y cayó en profundo sueño, después de haber recorrido con la vista todas y cada una de las páginas de sus muros como si las leyera una y otra vez.

Murió ayer, dicen que de intoxicación; yo creo que se empachó de la crónica roja.