jueves, 2 de agosto de 2012

Vida de muertos


(Sergio Tavel)




Llevo muerto un buen tiempo, quizá sean años, meses, no lo sé, ya perdí la cuenta. El problema es que, cuando uno muere, no tiene recuerdo alguno de quién era en vida. Yo tengo la fortuna de conocer mi nombre, eso gracias a que pude leer la lápida que me pusieron, pero nada más.

Los otros muertos son una agradable compañía, incluso tenemos charlas que se pueden prolongar por horas aunque sólo sea con los que todavía tienen lengua. Sólo despertamos de noche, verán, el calor no nos hace nada bien, empezamos a desprender hedor y a podrirnos rápidamente; uno se acostumbra, pero toma tiempo.

En el cementerio tenemos una gran variedad de muertos: desde poetas, doncellas en traje de novia, incluso tenemos un pianista muy virtuoso, un poco excéntrico pero toca mejor que nadie, lástima que lo arrojaron a una fosa común, así que ni él mismo sabe quién es. Los muertos tenemos nuestras propias quejas: Mi tierra es muy fría, mi cajón es muy pequeño, mi cajón se astilla, ¿por qué él tiene más gusanos que yo?

El mayor tesoro de un muerto es aquél órgano o extremidad que aún tiene fresco, nadie quiere juntarse con esqueletos, traquetean demasiado al caminar. Así que, cuando cierto día uno de los muertos despertó sin la única pierna que tenía, nos asustamos bastante, había una saqueador de tumbas suelto. La cosa se repetía cada noche, uno de los muertos despertó sin un ojo, otro sin las orejas, nuestro pianista amaneció sin manos. Una ola de robos acosaba nuestro pequeño rinconcito de muerte. Nadie quería salir de su cajón, muchos trataron de clavarse dentro, colocar advertencias en la lápida, sin éxito. Algunos aseguraban que era un demonio, otros un fantasma, esos celosos seres incorpóreos, pero nadie lo había visto. Yo estaba aterrorizado. Las madres se persignaban, los ancianos se escondían y los niños temblaban a su sola mención. Quisiéramos enfrentarlo, atacarlo, pero no podemos, estamos demasiado asustados.

No fue hasta cierta noche en que uno de los muertos se levantó de su cajón y se ocultó detrás de un árbol a espiar. Luego vino todo asustado a decirnos que lo había visto, nos aseguró que llevaba un sombrero y una gabardina que lo cubría por completo, una escena espeluznante. Nos afirmó que pudo oír su nombre, lo dijo cuando murmuraba una plegaria: Víctor, le escuchó decir, Víctor Frankenstein.