(Sergio
Tavel)
Llevo muerto un buen
tiempo, quizá sean años, meses, no lo sé, ya perdí la cuenta. El problema es
que, cuando uno muere, no tiene recuerdo alguno de quién era en vida. Yo tengo
la fortuna de conocer mi nombre, eso gracias a que pude leer la lápida que me
pusieron, pero nada más.
Los otros muertos son una
agradable compañía, incluso tenemos charlas que se pueden prolongar por horas
aunque sólo sea con los que todavía tienen lengua. Sólo despertamos de noche,
verán, el calor no nos hace nada bien, empezamos a desprender hedor y a
podrirnos rápidamente; uno se acostumbra, pero toma tiempo.
En el cementerio tenemos
una gran variedad de muertos: desde poetas, doncellas en traje de novia,
incluso tenemos un pianista muy virtuoso, un poco excéntrico pero toca mejor
que nadie, lástima que lo arrojaron a una fosa común, así que ni él mismo sabe
quién es. Los muertos tenemos nuestras propias quejas: Mi tierra es muy fría,
mi cajón es muy pequeño, mi cajón se astilla, ¿por qué él tiene más gusanos que
yo?
El mayor tesoro de un
muerto es aquél órgano o extremidad que aún tiene fresco, nadie quiere juntarse
con esqueletos, traquetean demasiado al caminar. Así que, cuando cierto día uno
de los muertos despertó sin la única pierna que tenía, nos asustamos bastante,
había una saqueador de tumbas suelto. La cosa se repetía cada noche, uno de los
muertos despertó sin un ojo, otro sin las orejas, nuestro pianista amaneció sin
manos. Una ola de robos acosaba nuestro pequeño rinconcito de muerte. Nadie
quería salir de su cajón, muchos trataron de clavarse dentro, colocar
advertencias en la lápida, sin éxito. Algunos aseguraban que era un demonio,
otros un fantasma, esos celosos seres incorpóreos, pero nadie lo había visto. Yo
estaba aterrorizado. Las madres se persignaban, los ancianos se escondían y los
niños temblaban a su sola mención. Quisiéramos enfrentarlo, atacarlo, pero no
podemos, estamos demasiado asustados.
No fue hasta cierta noche
en que uno de los muertos se levantó de su cajón y se ocultó detrás de un árbol
a espiar. Luego vino todo asustado a decirnos que lo había visto, nos aseguró
que llevaba un sombrero y una gabardina que lo cubría por completo, una escena
espeluznante. Nos afirmó que pudo oír su nombre, lo dijo cuando murmuraba una
plegaria: Víctor, le escuchó decir, Víctor Frankenstein.