lunes, 10 de diciembre de 2012

El Gato


(G. Munckel Alfaro)

Le dicen así porque le gusta jugar. Primero lo ficha al tipo y se queda rondando cerquita de su casa, le hace bromas y lo jode un poquito nomás. Aunque a veces se pasa, a veces de verdad le lastima al tipo cuando hace sus bromas. Es que él no es como nosotros pues. Para nosotros es bien serio que le corte los frenos a su auto del tipo; pero para él no, chiste nomás es, parte de su juego dice. Lo podría matar así; pero es pues un as. Tan bien lo hace, que el tipo no se muere, sólo se pega el susto más jodido de su vida, se caga de miedo; pero sale sanito, o más o menos sano. Cosas como esa sabe hacer y hasta más jodidas. Y así lo puede tener al tipo durante días y hasta meses. Es pues así, le gusta jugar con los tipos como si fueran ratones. Después nomás los mata y se va caminando y relamiéndose sus bigotes, pensando pensando con quién puede jugar más tardecito.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Pucho


(Yvonne Rojas Cáceres)

Antes de salir disparado, sujetando por el cuello a la chaqueta que se resistía encaramada en esa silla, había discutido con el manojo de llaves que jugaba a las escondidas debajo de cualquier libro, indiferente frente a su apuro, a su desesperación. También había triturado furiosamente  el aluminio vacio, solitario, delator, mientras escribía la primera línea del poema derramando café sobre la letra del horror. Se habían terminado.

El montón de basura le hizo la última treta, sujetándole el zapato y provocándole una caída estrepitosa contra el pavimento de la calle desierta. Se sacudió más que colérico de toda la consternación del vicio y sus desechos. La chaqueta reclamó enganchándose a la verja, el manojo de llaves gritó  al fondo del bolsillo de su pantalón. Pero nada de eso lo detuvo. Corrió calle arriba, rogando que la lucecita del letrero estuviera fulgurando aún.

Con el aliento cortado por la prisa que prorrumpió en un suspiro de alivio, se asomó a la contraventana de la cantina, vigilada por la proveedora y su cajita milagrosa. De allí escapaban alaridos de goce y una mala sintonía con olor a ron. Se detuvo y calló, pues la vendedora ya había estirado la mano a su esperanza, con la cajetilla de sus rojos favoritos. De vuelta a casa, bajando la pendiente, se le podía ver envuelto en la humareda. Agradecido, dibujaba circulitos incandescentes que alimentaba con su absorta aspiración.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La siesta del fuego


(G. Munckel Alfaro)

La pequeña casa absorbía el fuego como queriendo guardarlo al interior de su corazón de madera. El fuego parecía indomable, pero la pequeña casa lo fue apaciguando y reduciendo de a poco, encerrándolo cada vez más. Pronto las llamas se vieron cómodamente instaladas en el interior de la casa, que brillaba y humeaba de contenta.

Una vez adentro y más tranquilo, el fuego avanzó hacia el escritorio y, tímidamente, saltó sobre la mesa de trabajo. Se dedicó a revolver algunas cenizas, organizándolas y acomodándolas en forma de libros y papeles sueltos. Cuando terminó de ordenar el escritorio, el fuego —notablemente cansado— se dirigió hacia las cenizas restantes, las dispuso en forma de manuscritos, que acarició adormecido. Poco a poco, el fuego se dejó absorber por el sueño y se acomodó al interior del cigarrillo que alguien olvidó apagar.

jueves, 18 de octubre de 2012

Zephyrus

(Sergio Tavel)


Aquel día, como muchos otros, el muchacho decidió meterse por cada puerta, cada resquicio, cada jardín de cada casa en busca de su alma. Caminaba durante largas horas, gritando por ayuda a la gente que pasaba por su lado. Pero nadie le prestaba atención. Las personas caminaban en silencio sin mirarse unas a otras, cubriéndose el rostro ante los gritos de auxilio. Sujetando sus bolsos, sus periódicos y sombreros, como si temieran que aquel niño fuera un ladrón. Luego de correr por cada calle, doblar cada esquina, subirse a cada árbol, rodear a cada animal y persona, se alejaba llorando y gritando.

Sin rendirse, subió a cada montaña, vadeó cada prado, cada maizal. Incluso se acercó a todo aquel que podía encontrar y le zarandeaba la ropa, le revolvía el cabello; pero ellos sólo lo alejaban de un manotazo y seguían su camino sin siquiera mirarlo. Buscó su alma de noche y de día, en desiertos y pantanos, en ciudades y pueblos lejanos. Pero nadie escuchaba su grito. Todos se alborotaban con su presencia. Hubo alguno que se quedó quieto con expresión de paz mientras el revolvía sus bolsillos y le acariciaba el rostro. Cuando se enfadaba, golpeaba el sombrero de algún anciano, arrancaba un papel de las manos de un joven, o un chal del cuello de una mujer, y los pateaba por la calle, tan sólo para llamar su atención. Pero no funcionaba.


Luego de horas e incluso días, se rendía y se iba a dormir, preparado para hacerlo de nuevo en otro momento. Pero, en el fondo, sabe que no es culpa de las personas. Hace muchos siglos que al mundo se le olvidó que existe un alma perdida por ahí, en algún lugar, que en cierta ocasión le perteneció al viento.

martes, 16 de octubre de 2012

Saudade


(G. Munckel Alfaro)

Todavía me acuerdo. Es verdad que era niño y que la vi pocas veces, pero todavía me acuerdo. Pasaron muchos años desde entonces, pero me esfuerzo por recordarla lo mejor que puedo. Lo más triste es que los años son largos y, lentamente, van jugando con mi memoria, barriendo y haciendo borroso mi último recuerdo. Siento que la imagen se pierde de a poco y tengo miedo; pero, de verdad, trato con todas mis fuerzas de no perder lo poco que me queda de su recuerdo. Me sigo diciendo a mí mismo, una y otra vez, que todavía me acuerdo, para aferrarme tan fuerte como pueda a lo poco que me queda de su imagen borrosa. Y me duele saber que está ahí afuera. Y me duele saber que no puedo verla. Y me duele en el alma este encierro porque no puedo verla. Por eso dibujo en esta pared sin ventanas. Dibujo un círculo enorme y, si lo pinto de blanco, es porque es el único color que tengo. Creo que era redonda y blanca, todavía me acuerdo.

jueves, 11 de octubre de 2012

Recogedor de los Anónimos


(Yvonne Rojas Cáceres)


Te debes preguntar, qué cosa hago aquí,  ha de ser que le da miedo, debes decir, ¿por qué no trabaja aunque sea de “cuidautos” o vendiéndose caminando? Debes decir.

Pero a mí me gusta estar aquí. No se gana mucho como cuando haces otra cosa, pero es tranquilo y además quién sino va a recoger. Porque aquí en las mañanitas hay que barrer los pasadizos, para borrar las huellas de las almitas que se han salido pues a divertirse, ¿no ve que a nadie le gusta estar encerrado como libro? Y a veces me encuentro con ch’itis que solitos nomás andan. De repente parece que están vivos, pero luego nomás me doy cuenta que habían sido abandonados y están muertos. Les digo los anónimos, porque cuando se pierden,  no sé donde llevarles a que duerman de nuevo, sus tumbitas no tienen nombre ni apellido y se confunden, porque otros son tan wawitas que les preguntas ¿qué te llamas? Y, no sé no me recuerdo, te responden. Ahí nomás les llevo a donde encuentro lugar vacío pues. Por eso cuando vienen algunas señoras y les rezan, en Todos Santos y eso, me piden que les cante las oraciones como al ch’itisito nomás porque por ahí ya no es su hijito y otra almita perdida está ocupando su lugar.
 

miércoles, 10 de octubre de 2012

Autumn dancer


(Sergio Tavel)



Cuentan que, hace muchos años, cuando el otoño se acercaba, el mundo comenzaba a deteriorase y las hojas de los árboles se teñían de aquél color ámbar. El sol brillaba rojo en el cielo, como una gran antorcha, cuyo calor disminuía con el pasar de los días. Los atardeceres y las nubes brillaban con aquel tono naranja, impregnando los corazones de los hombres con tristeza y nostalgia. Aquella brisa cálida y el soplido del viento lloraban al pasar entre árboles, ríos y montañas. Algunos dicen que, cuando se ocultaba el sol en las tardes de otoño, si se ponía la atención adecuada, se podían oír los lamentos de aquellos que abandonaron este mundo; se los podía escuchar en el llanto de las aves, en su vuelo y en el viento que acariciaba sus alas. Era el único momento en el nos uníamos con lo hay más allá. Por eso la tristeza prevalecía a la hora del crepúsculo. Y el llanto de las aves, precedía al invierno.

Es por eso que, cierto día, una muchacha se dedicó a rastrear a todas las aves del mundo. Con una simple brújula y un mapa de cuero envejecido, recorrió montañas, ríos y praderas; danzando y cantando. Agitando su cabellera rubia y sus ojos verdes brillando en la oscuridad. Las aves, al oírla, se unieron a ese ritmo, rieron y, a su vez, cantaron. Dejaron de llorar y lamentarse. Desde ese momento, ignoraron al otoño y a la inminente llamada del invierno. El atardecer llegó y, por vez primera, el mundo no se sumió en tristeza. Nadie escuchó llantos, ni fue atormentado por el recuerdo de aquellos que abandonaron la vida. Las personas rieron y bailaron. El otoño era verde y el invierno no llegó.

De eso ya pasó mucho tiempo, tanto que no hay nadie vivo que lo pueda atestiguar. Pero, si le preguntas a alguien, te dirá lo mismo: El atardecer en otoño no trae tristeza, la nostalgia ya fue olvidada y el invierno se aleja, porque en algún lugar del mundo, en alguna montaña, o en algún lago, hay una muchacha que continúa bailando, impidiendo que las aves derramen sus lágrimas sobre el viento.

martes, 9 de octubre de 2012

Bajo el puente


(G. Munckel Alfaro)

Movete a ver. Más aquicitos. Sí, justo en ahí. Metelo nomás, no va a hacer ruido. Calmate cuate, ¿tu primera vez es? Claro pues, changuito eres ¿no? Pero igual hay más changos que vos que hartas veces ya han hecho. Calmate a ver, nadies ha visto nada. Normal es, igual nadies te va a decir nada. Todito el tiempo es así, ya ni la cana jode; disimulan nomás. Es que nos dejan pues hacer este, su trabajo sucio es. Bien maricones son, sólo te pegan cuando te agarran solito y con clefa. Y si no tienes, igual te pegan por si tienes oculto. Abusivos son, no hay que creerles nada de lo que te hablan. Ya, listo. Ahora tapá pues. Pero con tus manos aunque sea, pucha que eres burro. A ver, te voy a ayudar. Con ganas metele, luego te lavas en sus aguas del río. Listo. Facilito ¿no ve? Ahora nadies se va a fijar, ni se nota. Habrás aprendido ¿no? Ya, ahora sacá tu punta. Callate. No te mariconees. Tu primera vez ¿no ve? Ya, sin llorar. Tajeate nomás en tu brazo, para que te acuerdes. 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Firecatcher


(Sergio Tavel)


Atrapafuego le llamaban. Se decía que vagaba por los bosques más profundos con una pequeña jaula de latón que colgaba del extremo de una vara. A pesar de ser un hombre joven, tenía la larga barba y el cabello grises. Algunos afirman que robar fuego le quita el color a las cosas. No muchos se habían topado con él, sólo algunos viajeros al preparar fogatas para protegerse de las frías noches de invierno. Decían que se acercaba con sigilo, vestido únicamente con un gran abrigo verde. Hablaba con voz rasposa y pausada. Pedía un trago, una tajada de carne y luego abría la pequeña puerta de su jaula. El fuego entraba en ella formando volutas en el aire, girando y silbando. Cuando la oscuridad reinaba, el atrapafuego desaparecía.

Muchos hombres habían pretendido darle caza; pero nadie era capaz de  encontrarlo. Grandes grupos se adentraban en los bosques y en las montañas; pero todos regresaban con las manos vacías. Luego de varios meses, el fuego comenzó a escasear. Las chimeneas estaban vacías. Los leños no encendían. Las antorchas no alumbraban. Ni siquiera al golpear dos piedras una con otra se producía chispa. Se lo estaba robando todo. Los vientos fríos se estaban levantando y las personas comenzaron a desesperarse.

Cierto día, cuando el invierno había cubierto al mundo en su abrazo gélido y su manto blanco, la gente se percató de que el sol había perdido un poco de su brillo y calor. Con el pasar de los días, se fue achicando. Las noches se tornaron más frías y los días se acortaron. Una mañana, cuando las personas aún dormían, el sol se apagó. Se lo había robado todo. Cuando el fuego se terminó en el mundo, dirigió su codiciosa mirada hacia los cielos. Muchos no supieron qué hacer. Otros entraron en pánico. Algunos, se decidieron en encontrarlo.

Ya han pasado varios años desde que el sol dejó de alumbrar. Las personas aún lo siguen buscando. En total oscuridad, frío y tiniebla, se adentran en los bosques. Caminan cientos de kilómetros, cruzan lagos y montañas, atraviesan praderas y planicies, tratando de alcanzar ese resplandor que se puede ver a lo lejos: Esa llama que arde en la oscuridad, atrapada en una pequeña jaula de latón que cuelga de una vara, sobre la espalda de un hombre que no logra encontrar el camino de regreso a casa.

lunes, 1 de octubre de 2012

Ojos que no ven, corazón que se sienta


(G. Munckel Alfaro)

Debía ser domingo. Hace mucho que los calendarios habían enmudecido, pero podía sentirlo: debía ser domingo. Hacía frío, así que debía ser temprano y seguramente estaba oscuro, pero no encendió la lámpara. Se levantó y, tanteando la pared más por rutina que por necesidad, encontró el bastón y el sombrero. Arrastró sus pasos hasta la cocina y, maquinalmente, preparó el café. Se sentó a la mesa, se puso un cigarrillo en los labios e hizo chispa con el encendedor. Nada. Frío. Se levantó a buscar la cajita de fósforos y volvió a la mesa. Cada tantos segundos, golpeaba la ceniza del cigarrillo, sorbía café y contaba de nuevo. Ceniza, golpe, café, sorbo, segundos. Cuando terminó, se levantó para lavar la taza. Volvió a sentarse y sólo deseó que fuera más tarde, que ya no hiciera frío, que pudiera sentarse afuera para esperar, que ya no fuera domingo.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Ofrenda


(Yvonne Rojas Cáceres)

Como todos los años, ese día se había lavado el pelo con agua de manzanilla, hervida con algunas hojitas de cedrón y romero que atraen la magia blanca de las nubes y de la buena suerte. Esta vez la virgen le daría primero, un hombre.

Sus largas trenzas no eran especialmente oscuras, más bien llevaba en la cabellera, reflejos de fuego que brillaban con el sol. Perfectamente sujetas con las “tullmas”  doradas que le había tejido su tía, se balanceaban acariciando su cadera, al mismo ritmo que su pollera de terciopelo verde que le había costado todo el trabajo de mayo en la casa de los Valdez.

Antes de salir, sujetó la bolsa y se aseguró de que no tuviera ningún orificio que permitiera que el líquido viscoso y sanguinolento del contenido chorreara, revelándolo. Envolvió la bolsa en el aguayo, mientras en su preciosa cara de indígena se dibujaba una mueca de disgusto por el dolor de vientre que no le dejó dormir; echó  bastante Leche de Rosas a su cuello y manos, frotó también algo entre las piernas para disipar cualquier aroma comprometedor. Hacía calor y tendría que cruzar la ciudad entera para llegar al templo en las afueras. Después de todo, no siempre se ofrenda una “wawa” a la Santa Vela Cruz. 

jueves, 27 de septiembre de 2012

La tierra que es todas las canciones


(G. Munckel Alfaro)

Es verdad que todos los árboles cantan, pero ya nadie recuerda cómo y son muy pocos los que todavía escuchan sus canciones. Es verdad que el viento es fuerte y que rasga las cuerdas de las ramas, haciendo música. Pero esta no es la canción de los árboles. Su melodía nace en lo más profundo de la tierra, viaja a través de las raíces y, finalmente, es soplada a través de todas las ramas. Los árboles son las ocarinas de la tierra y, quienes escuchan su canción, escuchan también el llamado de la tierra, que es la voz de todos nuestros muertos.

lunes, 17 de septiembre de 2012

El agua en que se pierden todos los recuerdos

(G. Munckel Alfaro)

Alguien que ha sido olvidado contó alguna vez la historia del océano. Contó que, cada cien años, sus aguas cantan con una voz que muy pocos pueden oír, pero que aquellos que escuchan la canción del agua, sienten la necesidad de caminar hasta el océano. Contó que los peregrinos no dejan de caminar al llegar a la playa, sino que marchan mar adentro, hacía la garganta del océano. Contó que el océano no tiene memoria y que, cada cien años, necesita alimentarse del recuerdo de la gente para no olvidarlo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Tormenta en Re menor


(Sergio Tavel)


El violinista se instaló en la pequeña calle que ya conocía, de baldosas rojas y desgastadas. Un sinfín de cafés se esparcía a lo largo de ella, de todos los tamaños, estilos y colores. La gente murmuraba y caminaba despreocupada. Por el canal, el agua fluía con placidez e hipnótica calma. Abrió el estuche y sacó su viejo violín. Con la delicadeza de un amante, lo colocó sobre el hombro y se preparó a tocar. Rasgó las cuerdas con el arco y, lentamente, la melodía fluyó hacia el aire, acariciándolo, abrazándolo. Cerró los ojos, recuerdos invadieron su mente: le hablaban de una mujer, de una casita en el prado, de una tormenta, de un llanto, de muerte y silencio.

El viento comenzó a soplar, silbando entre los tejados, acoplando su voz a la música que lo recibía. Las personas que lo observaban tocar se sujetaron los sombreros, los abrigos y los chales. Su largo cabello rojizo se agitaba, trazando en el aire las notas, acompañando el rasgueo de las cuerdas. Las nubes habían cubierto el cielo ocultando al sol y las primeras gotas de lluvia cayeron, golpeando acompasádamente las baldosas de la calle. Las personas comenzaron a retirarse, protegiéndose el rostro con las manos. El violinista siguió tocando, moviéndose al ritmo de la melodía, con los ojos cerrados y el cabello húmedo luchando por liberarse al viento. Las gotas caían en la voluta del violín, acariciando el puente; las cuerdas, terminando su viaje en el cordal, desprendiendo su propia música, su propio canto: el canto de las tormentas. Su gran abrigo pardo y desgarrado se agitaba con el viento, su bufanda danzaba, y su sombrero de ala ancha amenazaba con unirse a las hojas secas en su viaje por el viento. 

Aceleró el ritmo, las lágrimas caían por sus ojos y acariciaban sus mejillas. La lluvia crecía. El agua del canal ascendía y fluía con la rapidez de un río precipitándose desde lo alto de una montaña. Pero él no se detenía, seguía tocando, danzando, llorando. El viento soplaba con más fuerza, arrastrando hojas secas, papeles olvidados y un sombrero descuidado. Las gotas dibujaban formas en el aire a medida que caían. Formas de mujer, de niños, de árboles, de alegría y nostalgia, siguiendo con su golpeteo a la melodía del violín. Las gotas caían sobre el viejo instrumento, vibrando con el sonido. Agitó con más fuerza el arco, la música surgió más fuerte, más rápida. Un relámpago iluminó la calle, seguido de un trueno que acompañaba a la música. El canal se desbordaba. Otro relámpago. El viento rugía. Un trueno. Más llanto. Su cuerpo se movía en una danza, asemejándose a las notas que tocaba. Su sombrero fue arrancado por la ventisca. Su cabello le decoraba el rostro y, furioso, se debatía contra el viento. La melodía aumentó, también lo hizo la tormenta. Sus dedos se movían con rapidez por las cuerdas, tratando de seguir a los latidos acelerados de su corazón. Rasgó con el arco y una nota vibrante, potente, inundó la calle y silenció al viento.

Con un rápido movimiento, se detuvo. La melodía terminó. El viento paró. La lluvia regresó a su acuoso reino. El canal bajó. Los relámpagos se apagaron y los truenos enmudecieron. Las lágrimas se detuvieron. Los recuerdos se alejaron. Respiraba con agitación. Lentamente, guardó su amado violín. Cerró el estuche, lo cargó al hombro y se alejó. El sol, una vez más, se atrevió a asomarse a esa calle, en la cual, la música ya no se escuchaba.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El final de cualquier puerto


(Yvonne Rojas Cáceres)


Como quien menciona la parte de una historia innecesaria,

Describirte como te observo y darte un nombre siniestro

Es como hacerte deseable con la letra y el tintero.


Mirar cómo te absorbes en la tierra húmeda con olor a estiércol

Y luego la languidez del sol te cubre sin sombra,

sin ningún tormento.


Dejar crecer sobre cualquier costilla, el pasto verde de cualquier sendero.

Saber que la putrefacta carne se ha consumido hasta el hueso.

Miles de gusanos se han quedado sedientos, ávidos de vida y de carroña.

Mientras haces tu labor condescendiente con el ocaso con el alba y con el desierto.

El ocaso que te espera al final del puerto, de todos los puertos.


Has carcomido piel, retazo y recuerdo. Nada queda ya.

Aquello que fue lo absorbiste entero.

Ahora repartes oscuridad mientras la noche te despide

Y el velo de la tristeza invade los ojos de lo que quedaron quietos.


Verte partir es el dolor eterno, el eterno suspiro del que sufre inviernos.

El viento te sopla las últimas blasfemias de los viajeros.

Mientras Caronte alista sus remos al fondo del velero negro

Y las monedas caen de la mano fría del que esta noche, se atrevió a ser tu compañero. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

La palabra que es todos los fuegos


(G. Munckel Alfaro)

En toda la historia de la humanidad, sólo se supo de un hombre que emprendió el peligroso viaje hacia el hasta entonces desconocido origen del fuego. Se había pensado que el fuego podía producirse; pero no se sabía que en realidad se lo invocaba, que era siempre el mismo fuego, ubicuo y atemporal. Fue gracias a este visionario —un Prometeo entre los nuestros— que se supo que todos los fuegos son un mismo fuego y que arde en la caverna donde nacieron todas las palabras.

martes, 21 de agosto de 2012

Barrendera

(Yvonne Rojas Cáceres)

Como la vieja melodía de un blues oscuro, sus pasos regresaban la acera por quinta vez. El polvo de su faena se disipaba de a poco con el rocío del alba; mientras ella dejaba surcos pronunciados en el concreto congelado del invierno. Aún había oscuridad protectora.
Había visto nacer y reproducirse, miles de horas azules; a cada una le había puesto un nombre simple como el de sus hijos. Para qué complicarse con la nostalgia de recordarlos. Los albas le habían curtido la piel; y la vida le había suspendido el espíritu lejos de la claridad.
Su aventura se redujo a la noche y a un manojo de pajas secas como extensiones de sus brazos envejecidos; sus venas circulaban hasta tocar la tierra y le hacían silbar como el viento de los otoños grises, cuando las hojas secas son insoportables pero hermosas bajo el reflejo de la luna solitaria.
Descansaba en la vereda o en el banco de los parques, agobiada por el resto de la cuadra sin barrer. Un día decidió quedarse a contemplar el amanecer, nadie le dijo que con el sol vendría la muerte; total, fue la primera y única vez que lo miró de frente y pudo escupir en su semblante amarillo, mientras mascullaba su decepción, te creí mejor que la hora azul, le dijo. Luego murió como la oscuridad. 

martes, 14 de agosto de 2012

De canicas


(Yvonne Rojas Cáceres)

Ya no me recuerdas, yo que tantas veces te serví de larga vistas, para mirar más allá de la falda de la vecinita; yo que rodaba pretendiendo ser tu guía, por el sendero de la tierra al final del canal. Empujada por tu mano, giré y giré sin detenerme hasta entrada tu adolescencia, hasta el fondo de los hoyos que formabas con el barro de tu infancia. Ya no me recuerdas, cristalina y pura, dura brillante y lisa, perfecta compañía de tus sueños húmedos, haciendo las veces de boca y otras de tendón enfurecido en tus puños. El tesoro encendido de tus juegos, la inspiración de tus primero versos de guerra a la salida del colegio, el proyectil con que hundiste el orgullo de tu enemigo en el pupitre; y por el que la tierra y el adoquín te castigaron formando cicatrices en tus rodillas. Ya no me recuerdas más que como a una esfera, escondida al fondo de tu velador. Como escondiste las hazañas de tu infancia, del barro en tus pantalones, del primer amor entre los sauces del lote abandonado. Claro, ahora tus canicas son otras, pero aún permanecen al fondo de tus bolsillos.

lunes, 13 de agosto de 2012

El viento que es todos los pájaros


(G. Munckel Alfaro)

Cuentan que, una vez cada tres años, los pájaros dejan de volar. Cuentan que sucede en un día en que el cielo está completamente desnudo, en que no hay nubes ni hojas secas con el coraje suficiente para abrazarlo. Cuentan que en ese día, alguien debe subir a la montaña y caminar hasta encontrar la cueva en que se encuentra el origen del viento. Cuentan que, una vez en la cueva, ese alguien debe encontrar un extraño objeto, más viejo que el tiempo y que, con un suspiro auténtico y hecho de brisa, debe darle cuerda a la máquina de hacer viento.

viernes, 10 de agosto de 2012

Verso de sangre


(Yvonne Rojas Cáceres y Sergio Tavel)


Vestida con sedas claras, se pasaba todo el día retozando en sus sueños. Egoísta ella, no dejaba que ni un sólo suspiro tocara las sienes casi muertas del escritor que en un rincón rasgaba la pluma inerte sobre la hoja de papel ya gastada. Las ideas eran esquivas, los versos ausentes, las frases lo eludían y con el viento se alejaban.

Aquel viento que soplaba cálido en una alcoba lejana, en lo alto de una torre, donde la indiferente musa dormía desatenta al llamado, al grito de la pluma sobre el papel, al despertar del alba, a la caricia de la luna.
Y el escritor desesperaba, ¡Oh, musa, aquí me tienes! ¡Desciende tu velo sobre mí y acaricia mi semblante! ¡Deja que tu voz me guíe hacia las planicies de mi inspiración! Mas la musa ausente, dormitaba.

¿Era el viento quién los conectaba? El viento escurridizo, convertido en brisa, regresaba de su viaje sin respuesta, sin palabra, sin verso; y el escritor moría de a poco, lentamente, cual fruto en invierno se marchitaba, la piel se le secaba, los ojos se desvanecían ante la ausencia de palabras. Sólo la sangre aún vibraba de sus manos destrozadas por el infame esfuerzo. Y caía, y brotaba. ¡Musa de mi perdición! vociferaba, ¡aquí está mi sangre, manchando el papel que olvidaste!

Una gota de sangre que caía del papel abandonado, fue atrapada por el viento, se transformó en ave con alas rojas como el fuego, con ojos de ámbar que brillaban al destello de una imaginación; voló surcando el poco aliento que invadía la habitación y destrozando de un golpe el cristal de la ventana, se alejó entre las nubes y desapareció en el horizonte.

Ahora soy ave, con júbilo exclamaba, soy viento, por tu insolencia me convertí en canción y me transformé en verso.



miércoles, 8 de agosto de 2012

Canillita



(Yvonne Rojas Cáceres)

Todos en la cuadrilla creíamos que de tanto changuear en compaginadas y voceaderas, de tanto dormirse sobre las sobras y de tanto hacerse al que se lee todas las páginas, hasta la de vida y salud; se estaba metamorfoseando en un suplemento. Y daban risa las suposiciones, pero al rato de verle, podías notar cómo las venas de sus manos se hinchaban y se ponían bien plomas, como si tuviera tinta azul en lugar de sangre y siempre olía a biblioteca.

Cuando llegaba al laburo, abría la puerta y se paraba a mirar las pilas de hojas, como si contemplara un festín, se relamía y frotaba sus dedos contra su viejo pantalón, aspiraba hondo como si se fuera a tragar todo el aire del lugar y de repente lanzaba la primera voceada del día, luego con la destreza de una rotativa humana, terminaba su encargo de mil quinientos un ejemplares perfectamente acomodados.

Un día le seguí de pura curiosidad, siempre terminaba su parte como a las 10 de la mañana y luego se perdía por las calles más alejadas de la Villa. Su casa estaba hecha de adobe y calaminas, tenía una pequeña ventanita que daba hacia el norte; allí me asomé y pude notar que todas las paredes interiores del pequeño cuartucho estaban empapeladas con diarios; pero me sorprendió mucho más cuando desde la ventana observé su extraño ritual alimenticio: frente a una mesa que contenía los suplementos de sociales, iba deshojando y despedazando con delicadeza el papel, en pequeños trozos que luego introducía a su boca y masticaba lentamente, lo hizo durante más de una hora hasta terminarse el tabloide matutino. Luego, se recostó en su camastro, se cubrió con una manta improvisada hecha de las secciones económicas y cayó en profundo sueño, después de haber recorrido con la vista todas y cada una de las páginas de sus muros como si las leyera una y otra vez.

Murió ayer, dicen que de intoxicación; yo creo que se empachó de la crónica roja.

martes, 7 de agosto de 2012

Cuento con bufanda


(G. Munckel Alfaro)

Como a la mayoría de las señoras de su edad, a mi tía le encanta tejer. Quizás lo único inusual de este pasatiempo sea su afición por las bufandas y los destinatarios para los que teje. Sus sobrinos jamás recibimos una; a diferencia de su cafetera, la jaula de su loro e incluso su loro. Sé que tejió una para el gato que alquiló en alguna ocasión y sé también que, cuando sale a tejer al aire libre, teje bufandas para las palomas de la plazuela (que, al parecer, no son lo que se dice agradecidas o, sencillamente, no gustan de abrigarse el cuello con lana). En fin, mi tía lucha contra el frío a punta de lana y, por lo que pude observar, sé que tiene un plan entre manos y que lo teje en grande. Según parece, pretende salvarnos a todos de las corrientes heladas tejiendo una enorme bufanda para abrigar al viento.

jueves, 2 de agosto de 2012

Vida de muertos


(Sergio Tavel)




Llevo muerto un buen tiempo, quizá sean años, meses, no lo sé, ya perdí la cuenta. El problema es que, cuando uno muere, no tiene recuerdo alguno de quién era en vida. Yo tengo la fortuna de conocer mi nombre, eso gracias a que pude leer la lápida que me pusieron, pero nada más.

Los otros muertos son una agradable compañía, incluso tenemos charlas que se pueden prolongar por horas aunque sólo sea con los que todavía tienen lengua. Sólo despertamos de noche, verán, el calor no nos hace nada bien, empezamos a desprender hedor y a podrirnos rápidamente; uno se acostumbra, pero toma tiempo.

En el cementerio tenemos una gran variedad de muertos: desde poetas, doncellas en traje de novia, incluso tenemos un pianista muy virtuoso, un poco excéntrico pero toca mejor que nadie, lástima que lo arrojaron a una fosa común, así que ni él mismo sabe quién es. Los muertos tenemos nuestras propias quejas: Mi tierra es muy fría, mi cajón es muy pequeño, mi cajón se astilla, ¿por qué él tiene más gusanos que yo?

El mayor tesoro de un muerto es aquél órgano o extremidad que aún tiene fresco, nadie quiere juntarse con esqueletos, traquetean demasiado al caminar. Así que, cuando cierto día uno de los muertos despertó sin la única pierna que tenía, nos asustamos bastante, había una saqueador de tumbas suelto. La cosa se repetía cada noche, uno de los muertos despertó sin un ojo, otro sin las orejas, nuestro pianista amaneció sin manos. Una ola de robos acosaba nuestro pequeño rinconcito de muerte. Nadie quería salir de su cajón, muchos trataron de clavarse dentro, colocar advertencias en la lápida, sin éxito. Algunos aseguraban que era un demonio, otros un fantasma, esos celosos seres incorpóreos, pero nadie lo había visto. Yo estaba aterrorizado. Las madres se persignaban, los ancianos se escondían y los niños temblaban a su sola mención. Quisiéramos enfrentarlo, atacarlo, pero no podemos, estamos demasiado asustados.

No fue hasta cierta noche en que uno de los muertos se levantó de su cajón y se ocultó detrás de un árbol a espiar. Luego vino todo asustado a decirnos que lo había visto, nos aseguró que llevaba un sombrero y una gabardina que lo cubría por completo, una escena espeluznante. Nos afirmó que pudo oír su nombre, lo dijo cuando murmuraba una plegaria: Víctor, le escuchó decir, Víctor Frankenstein.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Hacedora de sombras


(Yvonne Rojas Cáceres)

Tanteando los objetos, se deslizó fuera de la habitación hacia el patio, atizó el fogón para hervir el agua y repitió la oración acostumbrada; sostuvo, el romero, el llantén y la hierba buena, uniendo sus savias con un buen nudo de lana oscura que arrojó al agua burbujeante mientras se persignaba. El ingrediente preciso, la linaza, iba al final haciendo que el líquido se torne denso y plomizo. Un vapor ébano comenzó a fluir fuera del pote que ella tapó con prisa evitando que escapara.  Sujetó la olla y la envolvió en varios trapos de yute y luego en el aguayo. Se la montó en la espalda y salió lentamente hacia la hora azul del amanecer, repitiendo la oración de siempre, mientras su piel se aclaraba hasta quedar como un papel y el escurridizo vapor negro que fluía por una de las rendijas del atado, construía las sombras de las cosas por donde pasaba.  Afuera las criaturas noctámbulas le esperaban en la esquina de siempre, la barrendera, la putita borracha, el taxista y el guardia, ansiosos del brebaje que les devolvería sus sombras para que nadie en las horas claras, pudiera notar la diferencia. 

lunes, 30 de julio de 2012

De la nostalgia y otras alimañas


(G. Munckel Alfaro)

La nostalgia es una cosa rara, por lo menos cuando se apodera de mi tía. La pobre señora hizo de todo: Puso la cocina de cabeza, la llenó de trampas y veneno, llegó incluso a alquilar un gato (no lo compró porque no le gustan, lo cual es raro en una tía). Por supuesto, todo esto funcionó. Su estratagema fue un éxito rotundo. Pero, días atrás, la sorprendí echada de panza en el piso de la cocina, haciendo dibujitos en la pared. Dibujaba ratones, la pobre, que extrañaba tener una razón para gritar a la hora del té.

martes, 24 de julio de 2012

Polilla


(Yvonne Rojas Cáceres)

Aquí, si no andas pileado, no te bancas la vida, como que no te soportas pues. Balbuceó agitado, en tanto que bajaba la cuesta estirando el talego hacia la orilla. Pensá nomás: Tienes que torrar asustado porque te pueden manguear lo que te queda; tienes que pedir, aunque te duela pues el orgullo. ¿No ve, eres alguien? uno es persona, ha sido, ha nacido, come, piensa pues. Se persignó dos veces y arrojó el bulto con dificultad hacia el pantano. A otros no les importa, eso más te tienes que aguantar, te miran como bicho raro, te bajan a la categoría de un insecto. Me hacen cagar de risa. Elevó la voz en tanto que sus pupilas cristalinas apuntaban alrededor en busca de curiosos. Pero yo siempre he dicho, la gente les tiene miedo a los bichos y está bien. Los insectos son lo que por regla tienen que hacer el trabajo sucio. Se limpió el rastro de sangre que había salpicado a su rostro y contempló por un momento cómo su mano se transformaba en una larga pata peluda y verduzca.  Sus huesos se ablandaron  hasta que pudo elevarse hacia la salida del puente, volando donde está la luz. Mientras tanto el cuerpo se hundía en la ciénaga negra del Rocha.

lunes, 23 de julio de 2012

Los fantasmas de la avenida


(G. Munckel Alfaro)

¿Fantasmas dices? Yo una vez he visto. Pero no era pues unito. Te voy a contar. Se había hecho de noche y en auto estábamos yendo por la avenida. No había nadies y oscuro estaba. Y cuando hemos pasado por atrás del cementerio —ese que está en el camino de mi casa— una señora toda vestida de blanco y toda greñuda se ha aparecido en medio de la avenida. Se nos ha helado pues, casi la atropellamos a la doñita porque de la nada siempre ha salido. Ha sido bien jodido, porque cuando hemos frenado, la doña se ha acercado caminando hacia el auto y le hemos visto su cara siempre. Parecía que estaba gritando y que nos iba a arrojar con algo al vidrio; pero se ha esfumado, ha desaparecido siempre. Ahí mismo meta acelerador y a rajar nomás. Pero no andaba el auto. ¡No andaba el auto! Había que bajarse a empujar. No queríamos bajar, para qué te voy a mamar, estábamos cagados de miedo. Pero como ya no aparecía su fantasma de esa doña, nos hemos bajado nomás. Igual iba a ser peor quedarse ahí. Es bien jodido cuando ves un fantasma, da más miedo de lo que crees; pero cuando ves más de uno, es pues otra cosa. Nos hemos bajado del auto y ese rato se ha aparecido de nuevo la señora greñuda. Hemos gritado como locos. Pero luego hemos visto que más lejitos había más gente. Hemos gritado más fuerte, pidiendo ayuda; pero nada, ni bola. ¡Toditos eran fantasmas! No sé porqué, pero cuando hemos visto tanto fantasma, un poquito se nos ha pasado el susto. Eran pues como cincuenta fantasmas en plena avenida. No me vas a creer. ¡Bloqueo era! 

jueves, 21 de junio de 2012

El Laberinto


(Sergio Tavel)

Me atrevo a decirles, con toda la cordura que puedo reunir, que nunca fui asustadizo. Estuve en la guerra, sí. Despaché cientos de malditos nipones al infierno sin siquiera titubear. A mi madre la asesinaron cuando yo era una criatura de cinco años de edad y aún así no lloré. Muchas cosas vi. Pero nunca me acobardé. Jamás mis sueños fueron atormentados por los horrores que poblaban mis días. Jamás. Ahora en mi vejez creía que nada podía asustarme. Qué equivocado estaba.
Hace ya diez semanas que decidí aceptar este trabajo. Me encontraba buscando algo que no requiriera de mucho esfuerzo y este se acomodaba a la perfección con mis exigencias. El anterior celador se emborrachaba muy a menudo y a razón de aquello hubo una serie de robos en la propiedad. La paga era decente y lo único que tenía que hacer era recorrerla por las noches y vigilar que todo se encontrara en orden.
La propiedad, bastante alejada de la ciudad, abarcaba varios cientos de metros cuadrados. La coronaba una inmensa mansión, repleta de habitaciones y salones que desbordaban lujo y riqueza. Por lo que pude escuchar, pertenecía a un hacendado que hizo una fortuna comerciando algodón y azúcar en el sur. La rodeaban jardines enormes que, con su esplendor, nada tenían que envidiar a aquellos que adornaban los palacios europeos. Fuentes y estatuas de mármol puro y muy blanco eran visibles por los alrededores. Pero lo que más llamó mi atención, fue el descomunal laberinto que se encontraba en el centro mismo de la propiedad, a cierta distancia de la fachada de la mansión. De varios metros de envergadura, estaba formado por setos el doble de altos que un hombre y tan gruesos que ni la luz ni el viento podían atravesarlos.
Nunca antes había visto uno. Escuché sobre ellos, los encontré en las páginas de algunos libros, pero nunca pude ver uno en persona. Así que, cuando lo tuve en frente por primera vez, creí que estaba soñando; qué de algún modo me encontraba en una especie de leyenda. Nunca me atreví a entrar, ni siquiera a cruzar el umbral. Durante el día daba la impresión de ser únicamente un extravagante detalle en un jardín al que no le faltaban excesos. Pero, al caer la noche, ese laberinto cobraba vida de un modo que aún no puedo comprender del todo. Noche tras noche recorría la propiedad, mi única compañía eran las sombras que los jardines y estatuas proyectaban y la luna resplandeciendo en el cielo. Solamente cuando mi recorrido me llevaba inevitablemente cerca del laberinto, se me erizaba la piel. Sensación tan extraña y ajena para mí, que hacía todo lo posible por repelerla con todas mis fuerzas.
Ese monstruo silencioso y descomunal me provocaba una aprensión como nunca había experimentado antes. Sus pasillos estaban envueltos en una negrura tan profunda, que estaba seguro que el mundo acababa al cruzar el enorme umbral. La luz estaba ausente y casi podía escuchar a las criaturas más viles y enfermas que la mente humana pudiera concebir, vagando por los interminables pasillos, acechando a todo aquel que se atreviera a abandonar el calor y la seguridad de un mundo que toma forma el momento en que refleja la luz. Era un ser inerte pero, extrañamente, con vida. Aullaba estruendosamente cuando el viento comenzaba a soplar. Incluso podía oír, de forma paulatina, susurrando entre los setos, las voces de los espíritus que no lograron partir y que, atrapados, deambulaban por el, en aquella inescrutable oscuridad.
Me era inconcebible el pensar porqué una mente humana, en nuestra ilimitada sed de libertad, crearía desde sus pesadillas un monstruo del que no se puede escapar. Ausente de puertas y ventanas, en su interior la vida y la luz dejaban de existir. Un juego oí que lo llamaban algunos, a mi parecer, de manera cínica y con falsa alegría. Déjenme decirles que lo único que proporciona, con ingenua inocencia, son un centenar de perfectos escondites desde los cuales, un maniático podría atacar. Aquellos que se atreven a entrar, deberían a su vez, abandonar toda esperanza; ya que están dispuestos a vagar eternamente por el, envueltos en una completa oscuridad hasta el fin de los tiempos, cual capitán de un navío maldito. Ni Dédalo, si alguna vez se hubiera aventurado en los confines más oscuros de la locura, pudiera haber concebido un laberinto tan monstruoso como aquel.
Sí, puedo jurarles que esas sensaciones e ideas me provocaba el estar cerca de el. Sacudía la cabeza en negación cuando estos pensamientos inundaban mi mente. Al principio pensé que aquella extraña sensación desparecería con el pasar de los días. No fue así. De hecho, mientras más tiempo pasaba cuidando ese lugar, más me temblaba el cuerpo. Mis sueños se encontraban plagados de escenas tormentosas. Me veía a mi mismo corriendo por pasillos y doblando esquinas, sin jamás encontrar una salida. Escuchaba los gemidos de demonios a mí alrededor. Las sombras me acechaban y, con una mano fría como el hielo, me arrastraban hacía las llamas del infierno. Despertaba gritando todas las noches.
Luego de varias semanas, decidí poner fin a mi tormento. Si quería vivir en paz nuevamente, tendría que matarlo. Para hacerlo, recurrí a aquello que al laberinto le faltaba: luz y calor. Me dispuse a incendiarlo todo. Pero, había una complicación, como todo monstruo, este debía ser destruido a partir de su corazón y ser devorado desde el interior, de otra forma, sólo los setos exteriores arderían. Para lograrlo, tendría que entrar en el. Pasé varios días armándome de un valor que no puede reunir. Luego, al saber que no lo lograría tan fácilmente, recurrí al coraje del cobarde: el alcohol.
Cerca de la medianoche y completamente embriagado, tomé uno de los bidones de gasolina del cobertizo y me dirigí al monstruo. Encendí, con un par de fósforos que saqué del bolsillo, la improvisada antorcha que llevé conmigo, la cual hice a partir de un palo de escoba y trapos viejos. La luz lo bañó todo con un destello intermitente de color naranja. Allí, delante de mí, se encontraba el oscuro umbral del laberinto. Semejante a las fauces de un lobo descomunal dispuesto a devorar a su presa.
Tragué saliva y respirando hondo me introduje en el. El miedo me invadía y un escalofrío recorría mi espalda. Con una mano comencé a vaciar la gasolina en los bordes de los setos, doblé una esquina y seguí avanzando por varios minutos, repitiendo la operación por los subsecuentes pasillos. Cuando el contenido del bidón se terminó, y aguantando la respiración, arrojé la antorcha y la gasolina ardió de inmediato, esparciéndose en cuestión de segundos como si se tratase de una serpiente de fuego. Me di la vuelta y me dispuse a marcharme lo más rápido posible. Doblé una esquina, recorrí un pasillo, luego otro y otro. Sentía que el pánico empezaba a reptar por cada centímetro de mi cuerpo, pero aún así traté de mantener la calma. Doblé por tres esquinas más, recorrí otro pasillo, y me encontré delante de setos.
Regresé por mis pasos y crucé otro pasillo y otro más. El fuego era tan caliente que sentía que todo mi cuerpo sudaba. Las llamas estaban devorándolo todo y aún no encontraba la salida. Pude ver sombras que corrían agazapadas a mí alrededor; aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Las llamas eran cada vez más grandes y su resplandor me cegaba. Entonces, oí que el monstruo lloraba, se quejaba y gemía al tiempo que era consumido por el fuego. Corrí lo más rápido que pude sin mirar atrás. Tosía de forma incontrolada a medida que el humo invadía mis pulmones. Sentía un aliento en la nuca y el sisear de criaturas correteando a mí alrededor. Temblaba. El calor era intenso, como si hubiera sido escupido desde la boca del infierno. Observé a mí alrededor pero sólo logré ver setos por todas partes. El fuego los lamía en su danza ígnea. Un sudor frío bajo por mi frente. Estaba perdido. 

martes, 19 de junio de 2012

Caradelunes


(G. Munckel Alfaro)

El sonido del despertador se instala en su cabeza bajo la forma de un par de orejas. Se incorpora sobre la cama y se frota el rostro con ambas manos, dibujando en el acto un par de ojeras. Se deja llevar por un bostezo que le va formando una boca llena de aliento matutino y, ya bostezado, se levanta de la cama para caminar ciego y dando tumbos hasta el cuarto de baño. Se lava bien la cara, removiendo un poco las ojeras y haciendo espacio para ese par de ojos que le son tan necesarios. Parpadea un poco y se dirige a la cocina a buscar esa taza de café cuyo aroma le perforará con delicia las fosas nasales y la nariz que tanta falta le hacían. Ya con el rostro del día bien dibujado, busca el sombrero que le proporcionará el cabello y el peinado de siempre. Sólo entonces sale a la ciudad, dispuesto a que la rutina le borre de a poco esa cara de lunes que tan mal le sienta.

lunes, 18 de junio de 2012

Hipótesis, Síntesis y Conclusión


(Yvonne Rojas Cáceres)


“Conformista ilimitado;
nunca se opondrá
ni se enfrentará
a tales hechos”
(Ortega y Gasset)

Hipótesis:

Hace tiempo, dejó que su vida se limitara al cuadro perfecto de su condominio de clase media acomodada; y que su cerebro no confundiera las utopías y las revoluciones, con la conformidad hacia el sistema de cosas. Luego, aunque nadie se lo dijo, el sistema daba sombra a sus más grandes aspiraciones convirtiendo en eficiencia y protocolo, en silla y portafolio, sus viajes por libertades desconocidas. Aunque nadie se lo dijo, la conformidad con el sistema de cosas, dejó que su cerebro limitara a un cuadro perfecto de condominio de clase media, los viajes por libertades desconocidas fuera de su escritorio.

Síntesis:

Hace tiempo, su condominio de clase media acomodada, daba sombra a las más grandes aspiraciones de su vida.
Luego, el cuadro perfecto de sus grandes aspiraciones de eficiencia y protocolo se convertían en silla y portafolio y luego, en utopías y revoluciones de escritorio.
Aunque nadie se lo dijo, su cerebro de escritorio se convirtió en el condominio de sus grandes aspiraciones de eficiencia y protocolo, de silla y portafolio.

Conclusión:

Hace tiempo, dejó que su cerebro se limitara al escritorio.
Aunque nadie se lo dijo, convirtió su vida en silla y portafolio.
Hace tiempo es cuadro perfecto del sistema en condominio.
Es silla, es portafolio en un escritorio.

miércoles, 18 de abril de 2012

La Vieja Vejez

(Yvonne Rojas Cáceres)


La rutina de siempre, amanecer con olor a canela hervida y té de sultana, los sahumerios en la bañera con jabón de glicerina, neutro y luego, sobarse los callos con la crema de hierbas comprada en la botica de don Anastasio. Pero esta vez luego de prolongados 3 meses que se contaban como una de las tantas eternidades de espera, salía a la calle y tenía una buena razón para hacerlo gustosa.

Sujetó su rosario para espantar esas ideas de muerte por un minuto, mientras requería la concentración suficiente para pronunciar sus ojeras, darle el rubor adecuado a sus arrugas faciales y equilibrar la tembladera de sus manos de tal forma que se percibiera su longevidad sin tener que caer en la torpeza.

Cubrió su cabeza blanca con el velo eterno y oscuro de sus paseos dominicales pensando, hoy es un día especial. Se vería con sus confidentes de costumbre en el banco de la plaza central, a las 8 de la mañana, justo frente a la catedral. El motivo, un necrológico bastante adornado que ocupaba casi media página del tabloide matutino; María Mercedes Fuertes viuda de Martínez había fallecido. Era menester (palabra comúnmente usada por su gremio, cargada de la fuerza suficiente como para alegar la necesidad y urgencia de estar presente en el lugar y momento indicados) asistir al funeral, pues quedaban cabos sueltos en la recopilación fundamental de los avatares de la vida de esa mujer que se había vuelto pública e importante el día que se había internado, con incesantes dolores de lumbago, en el hospital general de la ciudad.

Así que, se empolvó las resquebrajaduras de su nariz aguileña que, desde hace mucho tiempo respiraba sola, el aire comprimido de una alcoba olor a ungüento de menta y sábila; sujetó su cartera eterna de cuero negro y limpió el polvo de años de sus zapatos de charol, esos que usa sólo para una ocasión especial, porque le lastima los callos, porque las suelas son delgadas y el frio del concreto en las calles, le cala los huesos de la pantorrilla.

Justina de 82 le había dicho que las medias de nylon negras, amortiguan las espinas gélidas del amanecer en las aceras y que funcionan mejor que los ungüentos salicilados. Sólo mujeres como ella podrían tener la clave y solución de los achaques (inventados o no), esas fórmulas que se maduran y teorizan a modo de gastar el tiempo mientras se espera el turno en una peculiar y decadente sala de espera; pero no cualquier sala de espera, sino aquella que sin ser un lugar preciso, se convierte en ese espacio compartido por las veteranas mártires de la vida que por razones grotescas, impiadosas y risibles (casi como una burla del destino) llegan a superar el medio siglo de existencia.

Las conversaciones que peculiarmente se sostienen (inclusive y más frecuentemente entre extraños que se reconocen por motivos médicos y de salud) en los improvisados livings de los consultorios médicos o de las clínicas, en las sala de espera de un hospital, son constantemente reproducidos en las tertulias de las curtidas doñas domingueras, paras las que no sólo se investiga los vericuetos de la vida sino y principalmente los avatares de la vejez.

Ahora se preparaba decidida con un discurso ampliamente estudiado durante la madrugada, en esas horas que ya es fastidioso tener sueño, es fastidioso soñar y es más fastidioso mantenerse en vela. Es cuando el cerebro se pone en funcionamiento y opera maravillosamente, inventando historias no vividas, leyendas explicativas de los misterios cotidianos con resultados hipocondrios o nefastos. La gota, el reuma, la diabetes, inclusive el mal de ojo o el cáncer. Muy propios de su ilustre clan de avejentadas comadres.

Esta vez se había preparado con la sabiduría adquirida con los años de experiencia, tendría bien de qué hablar y cómo intervenir segura en la tertulia que le esperaba luego del entierro. Ella misma había sufrido de varios de esos males (cotidianos o no) y había salido airosa de cada uno de ellos; inclusive del más enérgico, la ciática. Hasta se dio el gusto de ir a la funeraria y escoger el color del ataúd, asegurarse de que combine con las cruces del altar y las flores que adornarían el salón. Para después, porque aún estaba en pie, pero eso no le hacía ninguna gracia.

Mientras la vida le sumaba años, le restaba la desidia y el cansancio que combatía fervientemente formando parte de un grupo singular, al que no les era permitido el ingreso a los ingenuos e ilusos que le apostaban a las buenas memorias, esos que pregonaban a los cuatro vientos lo felices que habían sido y lo bien preparados que se encontraban para la llegada del último visitante.

No, aquellos arruinaban el ambiente y con ellos no se lograba la necesaria conexión con la zozobra y desazón ingredientes tan fundamentales en sus reuniones dominicales.

María del Pilar Gandarillas viuda de Gonzales, con 79; Justina Magdalena Irigoyen de Fuentes de 82; Dolores López viuda de Contreras con 91; Celestina Gómez Urquidi con 75, la solterona; Consuelo “Chepita” viuda de Álvarez con 76, (de la que nunca se supo cómo llego con semejante nombre alternativo a vivir una vida decente) y ella; se adjudicaban el privilegio de pertenecer a uno de esos tantos grupos de veteranas solitarias que llenan los espacios vacíos en los funerales, expertas en redactar notas de condolencia y en describir biografías de los sujetos bien reconocidos (pero ya difuntos) en los círculos selectos de la senectud pueblerina.

Había consultado a su sobrino nieto, estudiante de medicina de segundo año, sobre algunas raras afecciones de la edad provecta, actuales y pasadas, había intentado navegar por la internet (sin resultados provechosos pues aún no concebía la relación lógica del movimiento del mouse y la itinerante flechita en el monitor) en busca de respuestas singulares a los misterios de la decoloración en la piel de los octogenarios, rareza que nadie en el grupo se podía explicar; ella lo atribuía a un proceso similar a la fotosíntesis en las plantas: a medida que uno aumenta años, deja así como el oxigeno, la energía repartida en el aire que inhala y exhala, y a medida que esto ocurre la persona va quedándose sola y por lo tanto sin el calor necesario para efectuar el proceso, va perdiendo el color, como las plantas cuando se las deja fuera del contacto con los rayos solares. Simple y sencillamente la clorofila humana se hace cada vez más pálida por ausencia de calor compasivo.

Durante los últimos minutos que le quedaban al alba, se percató de pensar en una buena y bien combinada selección para el desayuno que compartiría con el clan: dos pastelitos de mil hojas, con relleno de dulce de leche (sólo dos para no parecer golosa, además era ya muy difícil evitar la regadera de migas en el vestido azul que traería puesto); una taza de té de bergamota, para parecer en este caso muy refinada, aunque el sabor no le agradaba para nada al igual que ese inusual nombre.

Aplanó las arrugas de su sacón color azul con bordados de cinta negra como el ébano, para cubrir las otras tantas arrugas de la avejentada blusa de seda marrón, que a su vez ocultaban los fuelles y rugosidades de su piel amarilla pálida, que había impregnado con leche de rosas, esa de la botellita rosada, para espantar las miasmas de la ancianidad, mientras recordaba (algo que se convierte en práctica cotidiana de los años acumulados) algunas de las curiosas anécdotas, que estaba segura fluirían en la conversación que le esperaba.

Como aquella que ilustraba fielmente las pericias de la ancianidad y sus fábulas bien cargadas de astucia, que nadie más que tenga la capacidad y la valentía imberbe podría imaginarse; la autora del hecho Celestina, víctima de un atraco a plena luz del día. Se había bancado una fila de 38 ancianitos en la ventanilla del la boletería del Estadio Municipal para cobrar el Bono Dignidad, antes llamado Bono Sol. Pensó que tuvieron que aumentar la cifra de 200 Bs. al mes para recordar a todo el resto de los ciudadanos, que la senectud no priva de la dignidad a las personas (eso le recordó que debía realizar la molesta tarea de vaciar la bacinica de orines antes de salir para que la habitación no se inundara de olores corpóreos; más ahora que estaba probando unas pastillas para la jaqueca, que dejaban un amargo aroma en sus deposiciones nocturnas)

–Dignidad, repitió para sus adentros, mientras se envolvía la mano derecha con la pañoleta que le había regalado su nuera, y que dadas las circunstancias de suegra en todos sus cabales (cuya tarea fundamental era hacerle la vida imposible a la mujer de su hijo único) usaba únicamente para retirar el frasco metálico de orinas del costado de la cama y llevarlo al inodoro, recordando el rostro complaciente de la pseudo hija que Danielito había escogido para ella. Sí lo que una tienen que aguantar en esta vida, no basta haber luchado tanto para sacar adelante a su hijito, tan inteligente para que se meta con la primera ofrecida que se cruce en su camino; ese discurso lo había manejado ya muchas veces en las tertulias dominicales, estaba gastado como su propia existencia.

Bueno pero el asunto fue la astucia que la prolongada madurez incrementa en algunos, es digno de explicar en el atraco del que fue víctima Celestina Gómez Urquidi de 75, la solterona. Caminaba intranquila (como lo hacía desde hace unos 10 años y una suma extensa de achaques y chocheras), por la acera norte del Estadio cuando se percató que un jovenzuelo la seguía, desarrapado y con mirada aguda no despegaba el ojo de ella (pero a esas alturas era evidente que no tenía más que tres alternativas, o la conocía y por la apariencia le pediría algún tipo de ayuda preferentemente económica, o no la conocía y por la apariencia le pediría igualmente ayuda; o por el contrario la conociera o no, pensaba obtener su ayuda económica sin pedírsela, eso también podía ser evidente por la apariencia).

–Más bien, querida– se apresuró a explicar Celestina mientras sorbía tragos de mate de anís en unas tazas de revista al estilo Vintage; –traía puesto el sacón amarillo que me regaló mi hija, ese que tienen unas hombreras bastante pronunciadas, digo más bien porque cuando me apantalló contra la pared y me dijo en tono bastante grosero que soltara la plata, atiné a meter la mano dentro del saco, haciéndole creer que tenía el dinero resguardado en el pecho, arranqué la hombrera y la arrojé lo más lejos que pude hacia la calle, el desgraciado corrió hacia lo que creyó que era su botín y mientras tanto, patitas para que las quiero, corrí hacia la esquina me subí al micro, que muy amablemente se detuvo pues comencé a gritar con lo poco que me queda de voz–.

Luego de la narración de tan singular experiencia se repartieron por el ambiente una decena de Avemarías y Jesuses, acompañadas de exclamaciones varias y ademanes con las manos que surcaban el rostro haciendo la señal de la cruz protectora. No faltó alguna que sujetando su rosario se estremeció recordando alguna vez que tuvo que repetir el Jesús unas cien veces para quitarse el inicio de un soponcio emocional. Pero al final todas aplaudieron la hazaña, reconociendo que la vulgaridad de llevar el dinero en el corpiño pudo salvar la vida de una de las amigas, al menos por un par de años más.

—Ay querida –se apresuró a replicar Chepita de 76–, seguro ese hombre era un ordinario, porque de lejos se sabe que gente como nosotros no lleva el dinero en esos lugares tan incómodos y de mal gusto.

Mal gusto pensó, mientras terminaba de arremangar sobre su piel marcada, las medias de nylon negras sobre sus pantorrillas y se acomodaba los zapatos de charol, con la lentitud de una tortuga que intenta reclinarse dentro de su caparazón; y el sabor de las pastillas de eucalipto se acumularon dentro de su boca en un contundente eructo cuyo eco terminó de rebotar en el crucifijo colgado de la pared amarillenta de la habitación. Se tapo la boca ruborizada, camino a la mesita de noche, aún espantada por ese acto de muy mal gusto y sorbió un trago de manzanilla del vaso de plástico opaco como sus ojos.

Otro recuerdo invadió de pronto su cerebro nevado por las canas, había olvidado guardar el rosario de cuentas negras en la cartera, era un elemento indispensable en su ajuar de domingo. Se apresuró a buscarlo sobre el velador, lo sujeto, besó sus puntas crucificadas y lo guardo al fondo de su cartera con todos los recuerdos que le faltaba rememoran para la ocasión.

Caminó por la acera, insegura como lo hacía ya hace más de diez años y una suma incontable de achaques y chocheras, rumbo a la plaza central. Allí la esperaban sus compañeras todas sostenidas por una banca verde y retorcida. Apresuró sus pasos diminutos y saludó a todas con la elegancia que le permitía su columna encorvada y su tembladera. Hablaron del clima y de las averías que éste les provocaba, a cual mejor. Se dirigieron como en procesión, lento, a la casa de funerales, la sede; que no se encontraba muy lejos, en el mismo casco viejo de la ciudad.

Una por una, ingresaron sin saludar a los presentes, pues el honor del primer saludo y la despedida eran para la difunta. Con los balbuceos, de oraciones memorizadas hasta el cansancio, los ademanes y gestos de dolor contenido por sus rostros antiguos, fueron aproximándose al ataúd. Llegado su turno, un frio intenso invadió sus arterias y se le achicopaló el corazón. Miró el rostro de María Mercedes Fuertes Viuda de Martínez, rodeado de terciopelo carmesí. Se observaba pleno y tranquilo, arrugado, sí, pero esas arrugas parecían ser un realce más en su cara, como si hubieran mutado en lozanía. Transmitía un alivio placentero de una despedida muy esperada que pronto sería destrozado en la tertulia del café. Un descanse en paz no sería suficiente para aplacar la tarea de estas vívidas comadres de velorio y cementerio, María Mercedes esperaba una última función en su sociedad, tendría que escuchar una biografía inusual escrita entre recuerdos, masitas de mil hojas, tazas de porcelana al estilo Vintage y té de bergamota. La tarea que le designa la vida a la vejez, todo un clan bien conformado del que ella fue digna y agradecida integrante hasta la extremaunción.

El domingo se fue cubriendo de mediodía, mientras ella abría la puerta de su vieja casa y de su vieja vida, hacia un viejo nuevo recuerdo que serviría de excusa a la espera de otro necrológico que le devolviera el aliento y las ganas a su vieja vejez.